domingo, septiembre 23

Mujeres que gritan

La semana pasada vi un cortometraje sobre mujeres insurgentes. Se llama Mujeres X y lo dirige Patricia Arriaga. El día del estreno, en el Centro Cultural Indianilla, Patricia contó que cuando Enrique Márquez, Coordinador General de la Comisión para las Celebraciones del Bicentenario de Independencia y del Centenario de la Revolución en la Ciudad de México, se acercó a ella con la propuesta de hacer un cortometraje, entró en pánico. Intentó escabullirse, pero no hubo modo. Enrique le contó una tras otra puñados de historias de mujeres. Le entregó un montón de textos, entre ellos el de Genaro García con los expedientes sobre los interrogatorios a las mujeres insurrectas. Patricia abrió la primera página y leyó. Y ya no consiguió detenerse. Fue cuando su imaginación y su sensibilidad comenzaron a disparar. Una y otra vez, una y otra escena.

Desde antes aún de comenzar el rodaje, las actrices se contagiaron de la fuerza de los personajes. Patricia se dio cuenta y tomó la decisión de trabajar con las dos mujeres. La actriz y su personaje. Ambas, mujeres. Las dos intensas, combativas, insurrectas. Y el resultado fue Mujeres X. Las mujeres del siglo XIX que firmaban con una cruz, no solamente por no saber leer ni escribir, sino por ser simplemente mujeres equis. Sin nombre, cargo, fama, estatus social, reconocimiento, nada. Sin siquiera un nombre y un apellido que les concedieran identidad. Eran equis. Mujeres equis. Cocineras, vendedoras de flores, cuidadoras de niños, lavanderas, Y las mujeres de hoy. Las mujeres que buscan abrirse un espacio, que creen en la vida, que van por el mundo mirando la historia de otras mujeres y que aprenden a contarla. A hacerla suya. Las mujeres, muchas mujeres, son así: arropan vida.
De Leona Vicario, uno de los personajes de Mujeres X, se sabe muy poco. No entiendo por qué. Si nació en la misma ciudad donde yo nací y crecí. Y casi nunca me hablaron de su historia en la escuela. Leona Vicario, criolla ella y de buena familia, se enamoró de un hombre con pocos recursos económicos, Andrés Quintana Roo. Leona Vicario desafió a su época, al escenario en el que le tocó vivir. Y escapó para salvarse. Se fue a Tacuba con Quintana Roo, donde formaron un grupo de mujeres independentistas financiado con la herencia de Leona Vicario.

Leona Vicario fue correo, espía, amante. En silencio, pronunció la primera palabra. En silencio, gritó. Pero fue sobre todo mujer insurrecta. Fue mujer.
Estuve hasta ya entrado el día de este domingo 16 en el Zócalo de la ciudad de México. Como llegué desde la mañana del sábado, me tocó padecer la guerra de las bocinas. Me dolió la cabeza, me enfurecí, menté madres, estuve a punto de enloquecer, igual que todo el mundo o casi. Al final de la tarde y después de una larga negociación entre los organizadores de los eventos de la Presidencia de la República y el gobierno capitalino, la situación fue más soportable. Quizá por ello me dio por mirar a las mujeres que entraban o salían del Zócalo capitalino.

Eran dos. Traían cinco niños con ellas. Tuvieron que pasar las vallas metálicas que se colocaron hace ya varios días alrededor del Zócalo. Tuvieron que someterse al retén que instaló el Estado Mayor Presidencial en las dos aceras de la calle 20 de Noviembre, desde el circuito del Zócalo hasta Venustiano Carranza. Les vaciaron sus bolsas de plástico. Cuando les dijeron que no podían entrar al Zócalo con botellas de Coca-Cola me acordé de Oaxaca. De cuando fui a mirar lo que sucedía en las instalaciones de Radio Universidad de Oaxaca. Los cascos de Coca-Cola con mecha. Los jóvenes con su pasamontañas sobre el rostro.
¿Quién confunde a quién?
No supe sus nombres. Mientras guardaban en sus bolsas de plástico lo que sí podían pasar al Zócalo, les pregunté muchas cosas, pero no sus nombres. Eran mujeres equis. Sonreían. Sus hijos saltaban, sus rostros pintados. La matraca, la bandera, el reguilete. La fiesta que concede identidad. Nada más.

No me quedé hasta el final. Los fuegos artificiales los miré de lejos, ya cerca de la estación Pino Suárez del Metro, la más cercana al Zócalo que conservaron abierta al público. Las demás las cerraron. Por miedo, por precaución, por querer ganar una batalla imaginaria. Por culpa de los violentos, por no querer mirar a los hombres, a los niños, a las mujeres equis que caminaron por nosotros hace 200 años. Mujeres a las que les dolía la palabra que no pronunciaban. Mujeres que gritan.

Alguien dijo después de la proyección del cortometraje Mujeres X que todas las mujeres son insurgentes. Francamente no lo creo. Hay mujeres que no lo son, aunque, lo reconozco, pudieron haberlo sido. Todas las mujeres, en eso sí creo, compartimos una cicatriz. Hay algunas que no lo han notado. O no les interesa notarlo. Otras que gritan el dolor que todas sienten. Y algunas más que transitan el laberinto de la herida. Como un dibujo. Y crean.

Las mujeres equis nacen de la ruptura del silencio. Y del diálogo que retoma el silencio para volver a crear. Un grito o una caricia. Crear la palabra que aún no tenemos.

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jueves, septiembre 13

La memoria viaja en metrobus

Nadie se quedaba sin su reguilete tricolor o su bandera. Los primeros días de septiembre de cada año, los niños rodeábamos los carritos llenos de banderas, sombreros, reguiletes, matracas, trompetas, serpentinas y silbatos que aparecían en cada esquina y elegíamos. Yo prefería el reguilete. Me gustaba verlo girar sin abandonarme y lo clavaba en una maceta cerca de la ventana de mi habitación. Mis padres compraban también la banderita para el coche y una más grande que colgaban en la fachada de la casa. Eran días de fiesta. Y de creer en la luz debajo de los símbolos.

En estos días ya ningún niño pide su banderita. O casi ninguno. En las ventanas de las casas de zonas como Las Lomas o Polanco cuelgan más mantas de rechazo a la construcción de la Torre Bicentenario que banderas. Hay uno que otro carrito de madera en las esquinas o en los camellones, pero casi nadie se detiene a mirar cómo gira un reguilete de viento. Ya nadie, o casi nadie, aprovecha septiembre para contar historias de antes. Historias que reviven en el vacío que oprime cuando nada hay para cubrirlo, para suavizarlo. Ni una palabra antigua en las calles de Las Lomas, Santa Fe, Polanco. Todo constantemente nuevo, todo semejante. Todo tedio.

En el centro de la ciudad de México, en cambio, las historias de septiembre abundan. En el Metro un anciano asegura que tiene en su casa unos poemas escritos por Miguel Hidalgo y Costilla. Lo dice así, tan seguro. Los guarda con gran orgullo y los lee de tanto en tanto con mucho cuidado para conservar el papel que ya de por sí está cada día más amarillento, no vaya a ser. Le cuenta el anciano la historia a un joven que lo invita a ver el video sobre la Independencia en uno de los displays que han colocado por toda la ciudad y que la gente se detiene a mirar con curiosidad y asombro. La Independencia de México en tres etapas, leen y se acomodan junto a la pantalla a recibir un trozo de la historia de su ciudad.

¿A quién le escribió el cura Hidalgo esos poemas?, le preguntó el joven y el anciano guiñó la sonrisa cómplice de quien, como en la escritura, simula la vida. Y vive.

Todavía hay quien se toma su tiempo para ir a ver con los suyos la iluminación de septiembre. El Zócalo alumbrado, los héroes, las águilas de la discordia, la Alameda de fiesta. La visita al museo donde una mujer de ojos grandes cuenta la historia del mural de Diego Rivera que sobrevivió al terremoto. Todavía hay quien aprovecha septiembre para recordar que somos un país de fiesta. Aunque últimamente no nos dejemos ver el verdadero rostro. El misterio que somos, el misterio transparente. El que hace que nos desconozca quien más nos conoce; quien más cerca nos tiene. México es así. O lo era. Aunque hay quien todavía cree en la luz debajo de los símbolos. Y en la fiesta como identidad, como pretexto para reír, para sentir, para llorar.

Antes, me contaba mi bisabuela, la fiesta era una forma de hacer arte. La danza, la música y la poesía eran inseparables. El poema era canto. La misma palabra náhuatl les concedía existencia. Cuicatl, poema. Cuicat, canto. Antes también había matracas, flautas, trompetas. Y el caracol era canto. Y el canto, danza.

Hay quien disfruta de la fiesta. Hay quien todavía cree que hay que compartir una buena comida, un vino, un tequila, para reconocer la realidad. Para evitar perdernos en la niebla del tedio. Para sentir que bailar es un prodigio. Bailar es también hacer poesía. Poesía del cuerpo.

Una mujer de hoy recuerda en septiembre a las mujeres de antes. Las recuerda y les otorga voz a las mujeres equis que participaron en el movimiento de la Independencia de México. Algunas tenían nombre y apellido: Leona Vicario, Josefa Ortiz de Domínguez. Otras eran simplemente mujeres equis. La mujer de hoy se llama Patricia Arriaga y está por terminar la edición del cortometraje Mujeres X. Se presentará el próximo jueves 13 en el Centro Cultural Indianilla. Después viajará en metrobús como lo hace ya otro cortometraje, 1808 de Miguel Necoechea. La memoria viajando por los autobuses que recorren la ciudad. La memoria de la ciudad intenta recobrar su figura.

Decía mi bisabuela que el recuerdo se anida en el cerebro y que la memoria es el ave que abandona el nido para extender sus alas sobre el mundo. Un mundo al que le concede existencia. Sin memoria no hay existencia, insistía la bisabuela y yo escuchaba atenta las palabras y frases que aún no comprendía. Hasta que comencé a soñarlas cantadas.

Los sueños cantados devuelven su sentido a las palabras desconocidas. Las colocan en el alma de todo aquel que las escucha. Hay quien se atreve a cantar sus sueños. Hay quien los llora, los abraza, los goza. Los habla en voz alta frente a nadie. Hay quien todavía cree en los reguiletes y en la historia que cuenta un anciano en el metro. Hay quien encuentra sosiego en la vida. En la vida que canta una voz que baila. Como antes, pero respirando hondo. Abriendo puertas, imaginando, creando. Sin olvidar.

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martes, septiembre 4

Las mujeres que mueren de sed

Cada vez son menos los que se sienten cómodos en la ciudad de México. La gente, casi toda, cree poco o nada en su ciudad. Les aterran las garras que imaginan y arrojan tiritas de paciencia sobre un paso a desnivel. Cada día son menos los que hablan bien de la ciudad de México, los que la miran de frente sin pensar en dos o tres cosas a la vez, sin arrojar una piedra sobre un muro que ayer levantaron los sedientos.


Ya casi nadie mira a los niños que han ido creciendo entre los automóviles. Ni han notado siquiera que las niñas que hace tiempo limpian los parabrisas en aquél semáforo, estrenaron cuerpo hace unos días. Nadie se percata que cada día llegan otros niños, más niños todavía, a quebrarse los huesos en las esquinas. A nadie se le ocurre ponerse a platicar con ellos, y menos preguntar si tienen nombre, familia, cuántas heridas.

Hace tiempo que en la ciudad nadie pregunta una sola pregunta más que la que hay que preguntar. ¿A cuánto el par de calcetines? ¿A cómo el elote, el jugo, la torta de tamal? Y eso sólo los que transitan las calles plagadas de tiendas efímeras que a mucha a muchísima gente le desatan el miedo. Como si los vendedores ambulantes padecieran de alguna enfermedad mortal, hay quien se cubre la mirada para evitar el contagio. O simplemente se aleja del territorio donde la ciudad guarda la vida entre las piedras.

Pero da miedo la vida. La gente tiembla de miedo cuando la siente pegada al asfalto. O tumbada sobre el Templo Mayor, al lado de un tlatoani.

En los días de lluvia, la gente odia con más fuerza a la ciudad. El transporte se paraliza, se escuchan gritos como mordidos por el viento. Nadie comparte su paraguas, nadie mira si la anciana logró levantarse de la silla donde pasa los días contando su historia en silencio. Su llegada a la ciudad, sus amoríos, sus hijos perdidos en alguna vecindad sin luz. Pero nadie la escucha, porque si la escuchan enloquecen. A mí me sucedió la tarde en que decidí sentarme un rato a su lado. Tomé nota de cada una de sus frases. De sus palabras antiguas, nuevas para mi, palabras repletas de sensaciones frescas.

Voy a escribir un día de estos la voz de la mujer que decidió pasar sus últimos años sentada en una pequeña silla de madera, a un costado de la catedral. Si fuera poeta escribiría el poema de la raíz de nopal que vende a los que creen en los dones de la tierra. La raíz de nopal en té con miel de abeja y canela, me dijo al oído, cura los males del alma.

El alma se muda, como se muda el cuerpo. Y la palabra muda.

Como no soy poeta, voy a pedirle a alguien que escriba también un poema sobre los habitantes de la ciudad de México. Un poema que explique los ojos aterrados de las mujeres que entran a la muerte cada noche. O los ojos enrojecidos de los niños, las espaldas encorvadas de sus madres, los pies descalzos. Que describa también a las otras ciudades. Las decenas de ciudades que hay en la ciudad de México. Las diferentes barrancas, las lomas tan distintas, las tiendas en inglés, los verbos en náhuatl, los sonidos.

Si alguien escribiera ese poema, entonces quizá la gente miraría, a través de un poema, a su ciudad. Y quizá serían menos los que prefieren encerrarse en una jaula para no sentir la vida. Para no mirar los pies descalzos, para no sentir el vértigo, para no escuchar los latidos de una ciudad que mata y muere y nace y resucita. Para que nadie les cuente que están muertos.

La anciana de la silla cuenta el miedo. El miedo que lleva la gente en las manos. Lo va contando uno a uno durante toda la mañana y si no llueve, también lo cuenta por la tarde. Ha llegado a contar seis veces mil el mismo día. Se entretiene me dice y yo le pregunto quién inventó el miedo. A quién se le ocurrió semejante torpeza, tamaño horror. Aunque hay quien puede evitarlo, comenta, y yo pienso en los que saben mirar.

Nadie enseña a mirar. Ninguna maestra ofrece impartir la materia. La materia de mirar.

Tengo una amiga española que sabe mirar. Cuando conoció la ciudad de México lloró. La llevé al Mercado de Sonora y lloró con la gente que le tendió la mirada. Después preguntó una y mil preguntas sobre los chamanes. Se comió un elote verde con limón y sal, se compró una bolsa tejida de plástico, se llevó a su casa un jabón atrapa novios y se trepó a un camión que la llevó desde el mercado al Zócalo. Mi amiga española no tuvo miedo. A pesar de las advertencias que le hicieron. No tomes taxis en las calles, no hables con nadie, olvídate del Metro, deja todo en el hotel, le estuvieron diciendo otros españoles que han viajado a la ciudad. Pero no hizo caso. Se atrevió a hablarles a los danzantes del Zócalo, a la señora que pasa los últimos años de su vida sentada en una silla de madera contando su historia y a los miedos que siente en la gente. Los miedos que nos cercenan los sentidos. Y nos obligan a correr.

La gente casi siempre tiene prisa. No alcanza el tiempo. No alcanza la vida para hacer lo que uno quiso un día hacer y no lo hizo. Menos para voltear a mirar lo que no se miró al pasar frente a una mujer que vive sentada en una silla de madera vendiendo remedios para curar el alma. El alma que muda, como el cuerpo y como la palabra muda.

Algunas madrugadas el alma abandona la ruta. Y decide andar otro camino. Sin ningún aviso previo, sin consultas, sin tomar en cuenta las consecuencias, decide por nosotros y nos devuelve las ganas de sentir. Pero en la ciudad no hay tiempo para nada, eso dice la gente, casi toda. No hay tiempo para sentir, pero de vez en cuando el alma abandona la vía rápida y nos ofrece una barca para navegar sin puerto. Aunque casi nadie acepta la oferta, porque de aceptarla, se corre el riesgo de sentir la vida recorrer los nudos que le hemos hecho a nuestras venas. Se corre el riesgo de mirar. Y cuando alguien sabe mirar, puede llorar el llanto de haber perdido tanto tiempo luchando por conquistar un lago seco en una ciudad que hace tiempo se muere de sed. Una sed de mujer, sed sin olvido. Igual a la sed que hoy tengo y que intentaré calmar con agua de raíz de nopal, una pizca de canela y miel de abeja.

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