lunes, noviembre 26

El día que la violencia emigre a los infiernos

(Publiqué esta nota en la columna Insula barataria del diario mexicano La Crónica el 19 de marzo de 2007. Pero como ultimamente aparecen tantas, tantísimas palabras y discursos sobre violencia, violaciones a los derechos humanos, de los niños, de las mujeres, la publico hoy aquí, como un recordatorio, no solo de que la violencia continúa en ascenso, sino también de que en algunos rincones del mundo, hay todavía alguien que alza el vuelo)

A Ernestina Ascensión Rosario no le alcanzó la fuerza para defenderse. Ni siquiera consiguió gritar, pedir auxilio, escupir, patear o arañar la piel de sus violadores. Cuenta su sobrino que antes de perder la conciencia le brotó la energía suficiente para pronunciar lo que sería su última frase. “Se me echaron encima los soldados”. Siete horas y media más tarde murió en un hospital de la zona. Tenía 73 años y era indígena de la sierra de Zongolica, en Veracruz.


La familia de Ernestina, los habitantes de la comunidad nahua de Tetlazingo y el resto de los indígenas de la región, no saben si es más intenso el dolor o la rabia que llevan encima. No se consuelan y aunque la han padecido, no acaban de entender a la violencia, les hace daño la insensibilidad, el absurdo.

El absurdo ha lanzado últimamente una intensa ofensiva sobre el mundo.

En España, me escribe un amigo, suceden cosas absurdas. “Las españas”, me explica, andan de pleito. Hay división, una brecha cada día más grande entre los españoles. Como si cada cual quisiera reclamar su porción de venganza, aun con la panza llena. Me cuenta mi amigo que la guerra de los insultos no cesa. Que el ciudadano común comienza ya a estar harto. Que los políticos cansan, que deprimen, que entristecen.

Pero después me platica sobre una escuela en Madrid que lleva el nombre de quien fuera rector de la universidad de los jesuitas en El Salvador, Ignacio Ellacuría. Asesinado en noviembre de 1989 junto con otros cinco sacerdotes y dos mujeres en el campus de la universidad, Ellacuría es una de esas personas que de muertas van poco a poco venciendo a sus asesinos. Y no solo lo ha venido haciendo en El Salvador o en algún otro país de Centroamérica. La escuela que en Madrid lleva su nombre, se ha convertido en ejemplo de convivencia entre jóvenes de diferentes razas y nacionalidades. Mientras los políticos discuten sobre las guerras, mientras se acusan mutuamente de provocar la violencia o condenan o apoyan la llegada de miles de emigrantes a España, los chavales que asisten a ese instituto comparten el arte de saber mover las caderas. A ritmo de salsa, merengue y bachata, los latinoamericanos, los rumanos, búlgaros, polacos, marroquíes, guineanos, senegaleses y los españoles se van conociendo mejor. Se acercan, se entienden, se sacuden las diferencias. Los colombianos y los dominicanos lo traen en la sangre. Los otros aprenden de ellos, se enamoran.

En el Instituto Ignacio Ellacuría nadie piensa en formar parte de una de las pandillas de adolescentes invadidos de resentimientos. La pista de baile les arranca los rencores, los hace cómplices. A pesar de que el instituto está en el municipio madrileño de Alcorcón, donde hace apenas unos meses se vivieron días de intensa violencia entre bandas rivales, el clima es de total convivencia. Más que tolerarse, participan. Aún los maestros bailan, se ríen, comparten. Y no imponen criterios, ni castigos, ni reparten prejuicios. Han decidido que no está mal que el nombre del instituto esté en graffiti. Ni que los chavales dibujen sus sueños en los muros. Son formas que adopta la libertad para espantar al miedo. Al miedo y a las ganas de huir de la vida.

Tomás Segovia nunca ha huido de la vida. Escribe para poner las cosas claras con la vida, no para huir de ella. Así lo confesó en una reciente entrevista al diario El País. Como muchos de los chavales del Instituto Ignacio Ellacuría, pasó una infancia desarraigada. Al principio vivió en Francia. Después viajó a México donde se quedó hasta la muerte de Franco. Por eso sabe lo difícil que es ser un no-ciudadano. Asegura que ese es el problema del siglo XXI y del futuro. Los derechos de los no ciudadanos. Tomás Segovia padeció los horrores de la guerra a los once años. Va a cumplir ochenta y lleva encima tres infartos. Pero mantiene la memoria, la lucidez, la sensibilidad suficiente como para seguir escribiendo poesía. Acaba de publicar el libro Llegar, integrado por poemas que escribió paseando cada mañana por el Parque del Oeste en Madrid. Memorizó cada poema y después lo escribió. Igual que ha escrito muchos otros y tal como lo seguirá haciendo. Y es que como él mismo lo dice en su nuevo libro, “mientras no quiera el tiempo dejarme de su mano, saldré cada mañana a buscar con la misma reverencia, mi diaria salvación por la palabra”.

La salvación de Tomás Segovia podría ser la salvación del mundo. O al menos repararía varios de sus más nefastos males. La poesía, como el baile, cura las heridas. Desintoxica. Permite que olvidemos por un rato el absurdo, el horror, las guerras. Y aunque no nos arranca la indignación que nos producen casos como el de Ernestina Ascensión Rosario, ni el desasosiego que nos traen las constantes noticias sobre ejecuciones y decapitados, al menos conseguimos respirar un espacio de libertad. Pequeño quizás, pero libre. Un espacio donde el engaño conspira en su contra y desde donde un día la violencia emigrará a los infiernos.

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lunes, noviembre 12

Luz Silenciosa

Se llama “Luz silenciosa” y lo es. Y es también un grito transparente, líquido, cristalino, igual que el día. Igual que cualquier día en que el cuerpo aúlla de amor y busca: un relámpago, una ventana encendida, cualquier chispa que brota de la noche, cuando la noche abre los ojos y muere. Muere adentro, donde nace la sombra.Desde que tuve la fortuna de verla, no he dejado de recomendarla, sentirla, recrearla. “Luz silenciosa”, la nueva película de Carlos Reygadas nos conduce a lo más íntimo, a lo más doloroso, a lo más hondo y luminoso de nosotros mismos. El sufrimiento, la pasión, la fatalidad o la ventura de amar a un amor prohibido. Un amor cuyos hilos se tejen y destejen en la historia que Carlos Reygadas nos narra. Se anudan y se desanudan con la libertar necesaria para crear un sueño, un llanto solitario y el estallido de un corazón incapaz de soportar tanto dolor.


Conocí a Carlos Reygadas en Madrid hace casi seis años. Me lo presentó un domingo mi sobrino en el castizo barrio de Lavapiés, donde lo encontramos paseando en bicicleta. Eran los días en que buscaba apoyo entre las almas sensibles de España para terminar la edición y efectos finales de “Japón”, su ópera prima. Unos días después lo invitamos al programa de radio que entonces compartía yo con Alejandro Aura, Eduardo Vázquez y Kiko Helguera en el Círculo de Bellas Artes. Sabíamos muy poco sobre él. Todavía no veíamos su película, pero hablar con él sobre ella, sobre el lenguaje del cine, sobre el tiempo, el ritmo, las ausencias, los milagros, la memoria y su imagen, fue suficiente para que supiéramos que el cine de Carlos Reygadas rompería todos los esquemas. Carlos Reygadas, entonces lo supimos, se convertiría pronto en un artista de los sentidos.

Son los sentidos los que dominan en “Luz silenciosa”. La oración que acarician las manos de los niños, la verdad apenas pronunciada, la risa de unos niños menonitas frente a un cómico belga, el beso expiatorio en los labios, la mirada sobre el blanco cadáver de una esposa que no teme el temor hacia Dios del hombre al que ama. El pecado no es del que peca, parece decirnos Reygadas. La culpa es la condena de quien se pronuncia culpable.Las palabras sobran. Nada hay más sonoro que la luz que se derrama sobre lo cotidiano de la comunidad menonita que Reygadas explora para nosotros. La vida de un hombre enamorado de dos mujeres que lo aman. Habrá muchos a quienes les parezca un paraíso. Amado por la esposa y por la amante amado. Pero el dolor se abre paso, rasga, cuartea todo, o casi todo. El dolor de causar dolor aún existe. Es real. Y puede reventarnos las vísceras.

El dialecto alemán que se habla en la comunidad menonita del norte de México, donde Reygadas se fue a construir la historia, suena dulce, profundo, raro, atractivo. Pero suena poco, porque no es necesario que se escuche más. Lo dramático, lo que fragmenta, desgarra, ensordece, son los roces. Los gestos, el cruce de miradas. Las caricias ausentes. Lo no dicho, lo que se silencia ante centenares de testigos. Ante los sentidos.El alba ocurre. Y con ella, o en ella, el goteo de la luz silenciosa abre el telón a la historia de una comunidad menonita que emigró al norte de México en 1922. Venían huyendo de las guerras. Querían impedir que la violencia les creciera en las venas. Que les cercenara el espíritu. Que los ahogara en el bullicio del mundo.De un mundo donde da igual ser Dios que demonio.En el mundo de la comunidad menonita de “Luz silenciosa”, en cambio, el diablo o Dios son diferentes, aunque compartan el mismo deseo, o por ello.

El padre y el hijo de “Luz silenciosa” padecieron ambos del mal de amar al mismo tiempo a dos mujeres. Al padre, Dios le dijo que debía renunciar al amor prohibido. Al hijo, el demonio le colocó en las manos lo que Dios no le dijo.Desde que tuve la fortuna de verla, no he parado de recomendarla. Este fin de semana quise verla otra vez. “Luz silenciosa” es de esas películas que se pueden o deben ver al menos en dos ocasiones, para ir descubriendo en cada escena, en cada cuadro, en cada luz y aún entre las sombras, el reflejo de lo que antes vimos. Como el juego de los espejos. O como el amor que se goza y se extiende, camina, avanza y se empeña en buscar lo que nunca será. Y como Carlos Reygadas consigue hacernos sentir, se clava en los sentimientos de quienes disfrutamos de su arte. Un arte capaz de transmitir que la vida es el deseo de vida, su pulsación. La única forma de vencer a la penumbra que habita en la muerte, como las gotas de cera encendida que en ocasiones caen, como lluvia, dentro nuestro, ahí donde nace la sombra.

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Alejandro Aura y las varias formas de vivir la vida

A mí el mar no me dice nada. Esa fue la frase que dejó escrita en la hoja de papel que colocó sobre la mesa de la casa de su amigo antes de cruzar el patio y marcharse. Cuando Juan Manuel la encontró, corrió a vestirse y salió en busca de Alejandro. Pero ya era demasiado tarde. Alejandro tenía horas de haberse ido, no se sabe cuántas, y además ya no importaba. Al darse cuenta de que cualquier búsqueda sería inútil, Juan Manuel regresó a la casa, empacó sus cosas y se fue al aeropuerto de Acapulco donde tomó el primer vuelo rumbo a la ciudad de México. Su plan había fracasado.
Ya no recuerda cuánto tiempo pasó antes de que Alejandro sanara. Sabe que se estuvo un buen rato tomando un tequila tras otro, un ron, el mezcal de Zacatecas que tanto le gusta, cualquier cosa. Un buen tiempo sin apenas dormir, aullando de dolor, quebrada el alma y quebrado el corazón, la mirada, la capacidad de regresar al mundo de las palabras exactas. Padeciendo cosas del amor, dolores de los que saben amar. De los que caminan sin detenerse del brazo de la vida, aun cuando la vida cobre la figura de los monstruos. O lleve cristales en las venas. La vida. Sus varias formas de vivirla.


Alejandro Aura se recobró en aquella ocasión por puro amor. Y fue así y por ello, que volvió a ser lo que siempre ha sido. Y volvió a crear. Escribir, inventar. Su amigo y compadre José Manuel se tardó más tiempo en reponerse del susto que se dio pensando a Alejandro caminando por la carretera vieja de Acapulco a México, lo fueran a atropellar, o perdido en cualquier pueblo, cantina, esquina, barrio, callejón sin salida o con ella. Le costó también mucho asumir el fracaso del plan que había cuidadosamente diseñado para curar a Alejandro del mal de amores. Le pidió una casa con vista al mar a uno de sus amigos ricos para llevar ahí a Alejandro. Mandó preparar una suculenta cena, conociendo su perfil sibarita. Pensó llevarlo al día siguiente a dar una vuelta en yate, a ver a mujeres guapísimas en la discoteca de moda. En todo pensó su compadre. Menos en que a Alejandro el mar, no le dice nada. O al menos en ese momento. Nada.

Pero claro que sí le dice. A Alejandro Aura todo le dice algo. El mar, la montaña, la calle, el campo, el desierto, la lluvia, una buena comida, el sol. El amor, un aroma, una mirada, sus hijos, un nopal en Madrid. Todo. Por eso también le ha dolido tanto el desamor, las mentiras, los giros. Y sobre todo por eso, ha gozado tanto de la vida. Y por eso también ha dado tanto a quien ama. A esta ciudad de México que por supuesto, tanto, tanto quiere.

No soy la más adecuada para hablar sobre los cambios que se fueron sintiendo poco a poco en la ciudad, cuando Alejandro fue Director General y fundador del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, entre 1998 y 2001. Y digo que no los soy pues en esos años yo no vivía en el país. Aunque cada vez que venía, una o dos veces al año, percibía, disfrutaba, vivía y sentía sobre la piel la mirada limpia, fresca, nueva de las calles de mi ciudad, sorprendidas ellas mismas de tanto, tantísimo arte a flor de cielo.

A flor de cielo. A flor de entraña, a flor de amor. A flor y a golpe de creer en la vida Alejandro Aura es autor de más de 30 libros. Para mí, el gran poeta. Pero también es cuentista. Y dramaturgo, director de escena, guionista. Un constructor de espacios. Un hombre que eligió vivir la vida simple y sencillamente viviéndola. Y a quien acudo cada vez que me duele la ciudad. Busco el remedio.

Nadie sabe cuánto nos puede costar vivir. La vida nos acaba cobrando caro el vivirla. El otro día lo hablé con él. Se ensaña con nosotros la vida, le dije. Se ensaña, se ensaña, me contestó. Y soltamos una carcajada. Y es que la verdad es que sí, sí que nos cobra la vida. Pero quienes saben vivirla, sentirla, padecerla, también siguen escuchando el canto en las aceras, en los árboles, en el viento, escuchan la melodía de la vida. Aunque la canten las voces de los monstruos. La vida.

La ciudad de México guarda las huellas de quienes escuchan caer a la tarde de asfalto. Y en medio del bullicio, el tráfico, el horror, imaginan una playa de bronce. He tenido la fortuna de aprenderle a Alejandro que la noche también puede ser un océano en el que un pez alumbra, como fuego, a las almas que creen en la noche. Y he visto la orilla del mar en plena calle. En la enorme calle que es esta ciudad que a tantos desespera, muerde, hiere. Pero que también oxigena a aquéllos que por querer vivirla, los arroja a la costa de un mar que dice todo. O a plena selva en el umbral de una casa. Tras la puerta. La puerta que quizá conduzca a la vida. A la mejor forma de vivirla.

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sábado, noviembre 3

La vida de los amigos muertos

Me encontré con un viejo amigo la otra noche, después de no sé ya cuántos años sin vernos. Tropezaron nuestras manos, frases, miradas, el frío viento y las ondas del tiempo también tropezaron. Pudimos habernos visto antes, un mes, un año, un lustro antes; pudimos habernos buscado, preguntado, gritado nuestros nombres por las tardes, pero no fue así, y no tiene importancia. Ahí estábamos Héctor y yo frente a frente la otra noche. Y la fortuna puso un obstáculo a cada uno de los invitados de la cena de mi amigo, de modo que llegaron tarde o no llegaron. Y Héctor y yo tuvimos mucho tiempo para desgajar una a una nuestras historias de vida. Y las de muerte.

Mi amigo y yo tenemos varios muertos en común. Dos nos tocan más hondo el alma. El primero tiene ya más de 30 años de haberse muerto. No sé a Héctor, pero a mí de vez en cuando todavía me hace falta. Sobre todo cuando estoy frente a una chimenea encendida, cuando camino descalza sobre una calle empedrada, o al leer alguno de los poemas que, casi adolescentes, escribimos juntos. Queríamos ser salvados para siempre de todos los males, de todos los aullidos, exigencias, responsabilidades, de todas las miradas expectantes, las voces, los consejos de un mundo que no sentíamos propio. Buscábamos eso: una arma en la poesía. Como una patria, un beso, un credo, un amor. E inventábamos poemas libres como un campo de agua sobre el cual dormir.

Aunque aturdidos, fuimos un grupo de jóvenes privilegiados. Octavio Paz nos abrió un día las puertas de su casa. Y nos enseñó que contar montoncitos de limones de a peso en un mercado, puede ser también un poema. O tres notas del piano. Dos sonrisas aladas, cualquier palabra, cualquier silencio, cualquier sonido que se acomode sobre el hombro del que sigue o dentro, es un poema. Un poema que salva del veneno de las flechas. Eso hacíamos, saltar entre palabras mudas y gritar. Pero un día Joaquín decidió buscar en otros territorios. Cruzar la soledad con los ojos vendados, alcanzar algún sitio entre tanta voluntad opuesta. Desnudarse sin lluvia y morir, sin volver a escuchar la palabra del ángel. De aquél ángel que una noche nos cantó al oído el poema del tiempo. El pasado, el futuro, los dos cielos que tenían la misión de tejernos el alma. En presente.

La muerte de nuestro otro amigo es más reciente. El dolor está fresco, aún la cicatriz se empeña en mostrar sus amplios bordes. Héctor y yo fuimos siempre sus más cercanos amigos. Siempre al lado, siempre risa. Era un amigo de esos que no saben de distancias ni de olvido. Aunque viviéramos en ciudades lejanas, cada cual alzando su vida entre sueños de espuma, o perdidos en ocasiones entre la sombra de un amor que no alcanzó a abrazarnos a tiempo. Aunque viviéramos así, separados por un océano o dos, estuvimos siempre en la mirada de la memoria que juntos levantamos. Aunque no sé si Héctor piensa igual. Ignoro si él también echa de menos, si le duele todavía el silencio de una risa, de una ocurrencia, del habla de unas manos, del discurso que debió haber pronunciado ayer, hace un año, cuando toda la ciudad de México se preparaba para alzar el vuelo. Pero Adolfo murió. No sé Héctor, pero yo no he vuelto a reír con tanta libertad, carcajadas de fuego. Ni mucho menos he vuelto a ver tanto mundo, tantos mares, en una historia narrada a golpe de sonrisas. Eran quizá sus ganas de vivir, de gozar una a una las gotas de la vida, gozar también cada tristeza, cada amor, cada sueño. Cada uno de los poemas que escribió con la mano de su hijo. Aunque no alcanzaron a salvarlo de la muerte.

Me encontré con un viejo amigo la otra noche. Y todavía nos debemos canastadas de palabras. Montañas de risas, una nube completa de lágrimas que apaguen la tristeza. Que saquen a flor de piel nuestro silencio, que lo hundan en un pozo, que nos hagan sentir que ya nadie nos engaña. Ya nada nos perturba de otros. Ni la mirada expectante, ni las voluntades opuestas. Vencimos los temores a golpe de poesía y música. A golpe de vida. Aunque mi amigo diga que no se está tan bien en esta vida; aunque haga un recuento de los dolores que le han agrietado la piel desde niño, aunque no olvide las ocasiones en que el mundo nos ha mutilado, aunque me recuerde las pérdidas, las innecesarias pérdidas que hemos padecido, todavía nos reímos. Los dos pasamos horas otra vez aventando carcajadas de luz en plena noche. Aunque él dice que son recursos que utilizamos para sobrevivir la crueldad de la vida, ríe, recuerda, y vuelve a poseer el arma que lo ha salvado del peor de los males. Existe y pronuncia conmigo la voz de los amigos muertos. Los sentamos a nuestro lado, los hacemos reír, como un poema o una nota musical que nos estalla en el cuerpo.

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