martes, mayo 29

Chavela Vargas: la vida en la voz


Tiene 88 años y un prometedor futuro. Dentro de dos días dará un concierto frente a más de dos mil personas en Guadalajara, y ya está trabajando en su próximo reto. En unas horas cantará La llorona y Vereda Tropical acompañada de sonidos de caracol, y ya está inventando un tango ranchero. Chavela Vargas tiene a la vida metida en la voz. No importa qué tanto le ha cambiado en el medio siglo que lleva cantando. No importa si es menos o más dulce que antes, más aguda o no, ni si su voz requiere hoy de un espacio más extendido, o de un número mayor de pausas. A nadie que sepa escucharla, a nadie que haya testificado lo que sucede cuando canta, se le ocurre comparar el canto de Chavela de hace 30, 25 años, con el actual. A nadie. Sería como cuestionar el ritmo de la vida. Su respiro. Somos lo que hemos sido y lo que aún estamos por ser. Los trozos de vida que con o sin nuestra autorización, se han ido desprendiendo de la piel que nos cubre. Los trozos que nos descubren tal cual somos en el instante mismo en que nos pronunciamos. Y que nos conceden el equilibrio de la luz.
Cuando Chavela canta frente al que sabe escucharla, no desnuda el alma. Lo que en realidad hace es que consigue que el intruso la deshabite, para que sólo quede uno mismo. Ese es el arte. Nada más.

Hay un mercado en Guadalajara dónde todavía venden jorongos de telar. Los jorongos de fábrica no respiran, no se mueven ni se abren. Nada. Los de telar en cambio vibran, saltan, casi bailan los jorongos del mercado San Juan de Dios de Guadalajara. Y sus vendedores suben las ventas cuando dicen que sus jorongos son igualitos a los que usa Chavela Vargas, “vea usted nada más las grecas, son las mismas que se ven en el jorongo de Chavela cuando abre los brazos en el escenario. Chavela, nada menos y nada más que La Dama del Poncho Rojo, como le canta Joaquín Sabina”. Lo dicen así, tal cual, con la cita de Sabina y todo. Lo escuché este fin de semana y me entró un ataque de risa. El encargado del puesto sin número de la entrada también sin número del mercado San Juan de Dios vendió con estos argumentos un jorongo rojo a Chavela Vargas. Y no se dio cuenta de que Chavela era Chavela hasta que un joven del puesto de enfrente se acercó con un cuaderno en la mano a pedirle a Chavela que por favor, si a usted no le importa, un autógrafo para su papá que le enseñó quién es Chavela Vargas y que el pobre ya está viejito y nada lo anima, nada le quitará la tristeza más que un autógrafo de Chavela. Se llama Tomás, mi papá se llama Tomás, le dijo mientras le colocaba el lápiz entre los dedos y el vendedor de jorongos se jalaba los cabellos.

Vergílio Ferreira, novelista, ensayista y profesor portugués, tiene una voz muy similar a la de Chavela Vargas. Solo que la de Ferreira es una voz escrita. Pero igual de potente y de singular. Le debo al filósofo español, Miguel Marinas, mejor amigo que filósofo, el descubrimiento. Y el placer de los desvelos que me han dejado el libro Pensar de Ferreira.

Dice Ferreira que hay que aprovechar la vida mientras sea vida dentro de uno mismo. Que hay que aprovechar nuestro cuerpo mientras sea uno quien vive en él. Se refiere, interpreto, a la juventud que hace que todo en nosotros se convulsione y por tanto nos llene de vida. Y asegura que después la convulsión se mitiga y se comienza a vivir de las ideas recabadas que sin embargo, se van perdiendo según vamos envejeciendo. Poco a poco se pierden hasta que queda solamente la corteza, como el caparazón de un cuerpo que espera que alguien por fin lo tire a la basura. “Aprovecha tu cuerpo mientras estás dentro de él”, dice una y otra vez Ferreira. Aprovecha.

A los 88 años Chavela Vargas se encuentra en su cuerpo. Y aprovecha para seguir cantando con su voz de 88 años y cincuenta de cantar. Su concierto en el Teatro Diana será también una especie de homenaje a su trayectoria. Más que una despedida, un reconocimiento. Pero en el fondo Chavela sabe, siente, intuye que este miércoles se despedirá de Guadalajara. A última hora agregó al programa “Virgencita de Zapopan”, una canción que escribió José Alfredo Jiménez para decirle adiós a Guadalajara. Pero en el caso de Chavela, solo a Guadalajara. Sus planes incluyen conciertos en Ciudad de México, Tenerife, Rusia, quizá Japón. Y uno que otro viaje a países, pueblos y ciudades que haya conocido antes o no, últimamente le susurran al oído una canción de amor.

La verdad es amor, escribió un día Vergílio Ferreira para quien toda la relación que tenemos con el mundo se funda en la sensibilidad. Vista así la verdad, no se convertirá nunca en otra de las muchas verdades que de unos años para acá han dejado de serlo. Quizá sea una verdad para siempre. Viva, como los jorongos rojos de telar.

A Chavela Vargas, un día lo escribí, le sangran las palmas de las manos cuando canta. Un médico me explicó el fenómeno con no recuerdo qué argumento científico. Pero yo prefiero quedarme con la versión de la cantante española Martirio quien sostiene que Chavela es una chamana de la canción que cura con su canto los males que llevamos dentro. Y las chamanas, cuando curan, sangran.

Cupaima se llama el concierto de Chavela. Cupaima que es el nombre con la que la bautizaron los huicholes hace unos años en San Luís Potosí. Cupaima que significa la última de las chamanas. Una chamana de 88 años que por el momento no tiene intención de morir. Y quizá tarde en hacerlo o no lo haga nunca, porque como dice Ferreriro, solo se existe por la vida que está en uno y en los demás y en la luz y en la verdad profunda de la tierra.

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jueves, mayo 24

El mundo de los decapitados o las virtudes del insomnio

Dicen que el insomnio nos llega a enloquecer; que ese es quizá su gran poder. Que más de cinco días sin dormir ni siquiera una hora completa, causa estragos al cuerpo y al pensamiento; que hace que estallen alucinaciones en las paredes de todas las habitaciones, que se desprendan del techo hileras de iguanas vivas y alacranes ciegos que buscan los ojos de aquéllos que no sueñan. Eso es lo que dicen y me consta. Aunque no sea yo la primera en decirlo, ni la única. Con palabras repletas de poesía, lo dijo a principios de 1930 Federico García Lorca que entonces vivía en Nueva York, otra ciudad insomne, otra ciudad sin sueño. Como la Ciudad de México, ciudad de mirada abierta, ciudad de piel y de pájaros cubiertos de ceniza. México y Manhattan, ciudades en las que la muerte se emborracha en las terrazas de humo y alambre de púas. Y nadie, salvo los insomnes y los poetas, consiguen mirar el dolor que trae enterrado la muerte en la minúscula herida de sus pupilas.

El insomnio también tiene virtudes. La virtud de sentir el gélido respiro de la soledad en la nuca, seguido del abrazo, real o imaginario, que el insomne busca cuando le aterra la penuria de sonidos. O el paseo por los dominios de la sombra y el encuentro fugaz con otro insomne. El cruce de las miradas cómplices, su abrazo. Sin miedo a nada. Salvo a quedarse solos y perder la memoria mientras duermen.

Dormir en la ciudad puede traer también funestas consecuencias. Sobre todo si se duerme cuando apenas acaba de cerrar la noche y no nos tomamos el tiempo que requiere prepararnos para transitar al sueño. Si así ocurre, se corre el riesgo de ver aparecer entre los sueños a ese tipo de hombres y de mujeres de carne y hueso, expertos en encontrar la hendidura perfecta para entrar a nuestros sueños, sin que nadie los haya llamado. La otra noche mi hijo que está estrenando adolescencia, se vio en su sueño paseando por las calles de una ciudad sin nombre. Alguna de las varias en las que ha vivido. Podía haber sido Beirut, o Bogotá, podría haber sido Manhattan; San Salvador o aquí en México, me dijo al alba con palabras sin color. En aquélla ciudad de sus sueño, la gente caminaba en sentido contrario al que según él debían caminar. Todos menos él. No sabe por qué lo sabe, pero todos venían hacia él y nadie detrás de él. Ni a los lados. Y sonreían. Ninguno dejó de mirarlo a los ojos ni de sonreírle. Lo extraño es que no tenían cabeza. Habían sido decapitados. Todos menos uno, cuyo rostro le pareció familiar. ¿Sonríen los decapitados? ¿En qué sitio les vi la mirada?, me preguntó más confundido que paralizado de miedo. Más queriendo conocer la razón de su sueño que deseando huir del mundo de los decapitados.

Hace años visitamos en Siria la mezquita que guarda la cabeza de Juan Bautista, la gran Mezquita de los Omeyas de Damasco, la llaman. Me extrañó que una mezquita de tanta importancia para el Islam conservara los restos de uno de los principales personajes contemporáneos de Cristo y además, su primo. Después supe que a Juan Bautista se le menciona en el Islam. Pero a mi hijo lo que le sorprendió no fue naturalmente la ubicación geográfica de una cabeza, sino el llanto que el altar a San Juan Bautista provoca entre las mujeres que a lo largo de todo el día entran a la mezquita, buscan el altar y lo rodean. Vestidas todas de burka negro, las escuchamos más que llorar, gemir, aullar, desgarrarse la voz, como si todo el dolor acumulado bajo una piel de tela emanara de pronto de las arcadas, cúpulas y columnas de lo que un día fue una de las basílicas cristianas más grandes del mundo. Mi hijo, que entonces era todavía un niño, buscaba inútilmente el rostro de las mujeres musulmanas, sus pupilas líquidas. Lloran sin ojos, me dijo. Y entonces me preguntó la razón por la que lloran con tanta tristeza las mujeres musulmanas en sus mezquitas. Es su sitio para llorar, le respondí sin pensarlo demasiado. No tienen otro.

En Colombia también vimos algunos decapitados. Las noticias sobre las ejecuciones entre un cartel de la droga y otro ocupaban gran parte de los espacios de los medios de comunicación. Alguna vez llegó una cabeza sobre una charola de plata a la puerta de una casa que se suponía había sido de uno de los grandes capos. El mismo horror lo testificamos durante la guerra en El Salvador. Mi hijo no lo recuerda. Estaba a punto de nacer cuando la guerrilla lanzó la llamada Ofensiva General. Al mes de iniciada, una unidad especial del ejército decapitó a la Compañía de Jesús, asesinando al padre Ignacio Ellacuria y a otros cinco jesuitas. Esa noche, como muchas otras noches, tuve insomnio. Un insomnio salvador.

Cuando Federico García Lorca vivió en Nueva York no conoció a Walt Whitman, para mi el mejor poeta estadounidense. Murió unos cuarenta años antes. Pero García Lorca lo percibió vivo. Y aprendió de Whitman a dejar libre el canto de la palabra. Y el canto también del cuerpo. Federico García Lorca y Walt Whitman eran insomnes. Se enamoraban despiertos y de vez en cuando lo hacían también dormidos, conforme la locura de amar se los dictaba. Con la misma fuerza con la que creían en la posibilidad de vivir en un mundo sin ojos arañados y sin niños que se sumergen a los pantanos con tal de no asistir al teatro donde las cabezas ruedan. O se quedan sin dormir, esperando que el insomnio los salve de su primera muerte e impida que les arranque el ángel transparente que de tanto en tanto aparece todavía sobre sus mejillas. El ángel al que los insomnes le jalan las alas y le ruegan que no desaparezca. Por que si lo hace morirá la luz del día y la noche no querrá ya venir más a este mundo.

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martes, mayo 15

El placer de estar vivos


Hay ocasiones en las que no requerimos de ninguna excusa para sentirnos completos. Días en que el sol sale a medias, tal vez haga frío o llueva apenas un boceto de lluvia, pero nos hacen sonreír el viento, la montaña, una nube. Y abrimos la mirada sin sentir ese antiguo dolor en el vientre, y aunque no haya quien nos despierte con una caricia en los labios, o nos diga que existe el amor y pronuncie en silencio la más bella y sonora palabra, percibimos ese placer casi sensual entre las piernas. Hay días así, en los que uno siente las venas repletas de sangre en lugar de cristales; en los que los recuerdos se componen la figura y se esparcen como semillas sobre la tierra fértil de un poema.

De un poema abierto que retiene a la vida.

Hay días en que despertamos convencidos de que es posible remediar los males del mundo. Que basta con seguir escribiendo que es posible aliviar la violencia, el odio, el horror, la injusticia, para que suceda. O soñar que en una esquina del planeta se encuentra un amigo en pie de lucha. Y despertar para escuchar la risa de ese amigo en la batalla. En la diaria batalla que libra en contra de la muerte, desde el sitio donde la vida habita, justo al centro de la creación

No le pedí permiso para escribir sobre él, aunque tuve la oportunidad de hacerlo. A pesar de que nos separa el Atlántico, nos hablamos por teléfono con frecuencia. El otro día fue él quien me habló para preguntarme si estábamos peleados, pues teníamos como cinco días sin escucharnos. Tengo la duda, me dijo. Y soltamos la habitual carcajada. Ayer le llamé yo, pero no le dije que esta semana escribiría sobre él. Lo más probable es que no se me había ocurrido hacerlo, aunque pensándolo bien, siempre se me ocurre escribir sobre él en alguno de los trozos de papel que guardo en el cajón del tiempo. Y que en tantas ocasiones me han salvado de las garras de un monstruo de sombras.

Un monstruo que aúlla sin ruido cuando escribo.

Alejandro Aura me ha salvado en varias ocasiones. Algunas veces de la tristeza, otras de la soledad. Las más, del dolor que se siente cuando dejamos de creer, aunque sea por un instante, en nosotros mismos. Y pensamos que el vacío que sentimos nos quitará la vida a gajos. A mi me sucedió en no pocas ocasiones cuando viví en España. Pero de Alejandro Aura aprendí que el vacío que nos desnuda también nos colma de sentido. Que del vacío que nos deshabita, brota la creación. Lo nuevo. Lo diferente. Siempre y cuando, claro, ocupemos el vacío. Que lo llenemos. Que lo dejemos en la vida.

Alejandro Aura y yo compartimos durante casi tres años un programa de radio en España. En esa aventura participaron también Eduardo Vázquez y Kiko Helguera, además de numerosos invitados como Tomás Segovia, Rafael Ramírez Heredia, Arturo Pérez Reverte, Chavela Vargas, Gael García Bernal, Carmen Boullosa, y decenas de amigos más, españoles y mexicanos que pasaban por Madrid. El espacio nos lo concedió el Círculo de Bellas Artes y ni un solo día dejamos de disfrutarlo. Y es que Alejandro Aura domina el arte de disfrutar la vida. De saberla sentir con la yema de los ojos, de doblarla entre sus dedos, moldearla, sonreírle, gritarle, maldecir a la vida y amarla al mismo tiempo. Es como si mirara con la mirada de la vida. Como si la extendiera por el mundo, sobre el mar, sobre la playa, sobre un desierto.

Cuando Alejandro Aura me dijo que tenía cáncer, me quedé pensando en la ausencia de la vida. Y creí que nunca se me aliviaría el dolor que en ese momento sentí. La daga de la crueldad en la punta de la lengua. Al cabo de los meses me di cuenta de que Alejandro Aura nunca soltará la vida. Contra todas las predicciones, contra la ciencia, contra la realidad y la razón, Alejandro Aura vive igual que lo ha hecho siempre, sobre las alas de la vida. Como el viento. Como el viento de esta mañana que sin razón aparente me hizo sonreír y me invitó a caminar por mi ciudad, sin ningún temor a sentirme en los dominios del caos, la violencia, la incertidumbre. Todo por pensar en Alejandro Aura y abrir como cada mañana el blog en el que desde hace ya más de tres meses nos cuenta cómo a través de un buen jugo de carne, un pollo con arroz, o un poema, se teje un muro a la muerte. Un muro que acaricia desde Madrid y que se deja sentir con igual fuerza en esta ciudad que Alejandro ama tanto.Una ciudad que avanza a medida que más se le sueña, como se sueña un deseo.

Con Alejandro Aura también aprendí a darle su lugar a los sueños. A creer que es posible nacer con ellos cada vez que despertamos. En Madrid o en esta ciudad que se empeña en demostrar que no es el espejo que muchos imaginan. Que respira, que fluye, aprende, crece, mira, se construye. Y que cada vez con más frecuencia estalla su natural libertad, para que una mañana sin razón aparente, podamos sentir el placer de estar vivos. Y creer así que crear es posible.

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martes, mayo 8

El violin de la memoria

El silencio cubre como una nube transparente las miradas de los campesinos. El silencio en la montaña, sobre la rama de un árbol, encima de los caminos de tierra y del asfalto, en las piernas que huyen hacia el silencio donde la calma se apodera de los niños y de las mujeres y los abriga. Y donde el sonido de un violín no quiebra ese silencio. Al contrario, lo extiende, lo protege, lo resguarda del día en que se acabe la música.


Varias personas salieron llorando de la sala de cine donde se proyecta “El violín”, de Francisco Vargas. Es extraordinaria, dijo una mujer, pero dura, muy dura. Su compañero intentó comentar algo, pero se le quebró la voz y enmudeció. Algo tiene “El violín”, más allá de la crudeza de la historia. Algo que recorre las venas, que proyecta calor en las pupilas y despierta antiguas cicatrices. Cicatrices del alba.

La noche que fui a ver “El violín” soñé que la Ciudad de México estaba vacía. Nadie en sus calles. Ningún automóvil, camión, turibus, bicicletas, nada. Ni siquiera vendedores ambulantes, cantantes, carteristas, violinistas, niños de la calle, carritos de elotes, danzantes, curanderos, nadie. Lo que más me angustió fue la ausencia de palabras. Si no hay palabras, no habrá escritura, pensé en mi sueño y me pasé toda la noche buscando un par de vocales, tres consonantes, algún verbo. Cualquier cosa que sirviera para escribir que el origen de todo, aún el origen de la música, es el vacío de palabra. Escrito lo anterior, el silencio recobraría su sentido.

El amigo con el que fui al cine salió también muy conmovido. Pero fue una conmoción diferente la suya, más íntima. Lloró por dentro y por fuera. Lloró los rostros de los campesinos y la mugre en sus camisas rotas, sus pies descalzos, el hambre en los labios cerrados. Pero también la mirada encendida de los niños, sus voces como de río, sus manos y sus sonrisas de viento. De viento y barro. Así es el campo de México, de norte a sur. Las mismas arrugas sobre la piel sin edad, las escuálidas milpas, las piedras, las rocas, la sonrisa desnuda, sin tapujos, el olor a leña en la comida, en el café, en el queso envuelto, en las tortillas, recordamos al salir del cine mi amigo y yo. Y recordar en ocasiones, desata el llanto. En el campo de México todo es igual a si mismo. Todo lo que está presente es real, tangible, está vivo. Por eso en el campo de México todo es memoria.

En la ciudad nos tropezamos frecuentemente con el olvido. Y aceptamos su mano tendida. Y vivimos así, de la mano del olvido. No volvemos a recordar los rostros, las miradas, los pies, los olores a leña, la sonrisa, los trapitos que cubren el cuerpo de los niños en el campo. Los trapitos que duran y duran, cómo decía mi bisabuela cuando se negaba a tirar alguna prenda mil veces utilizada. ¡Qué durar de trapito!, alzaba la voz y cuando confirmaba que alguien la estaba escuchando continuaba:

¡Qué durar de trapito!,
primero nagua blanca mía,
después calzón de mi marido,
luego pañal del niño y ahora
servilleta de mi tortilla.

Mi bisabuela se parecía a Plutarco Hidalgo. Tenía las mismas arrugas en el rostro, las manchas de tiempo en la piel, el color de un sol anterior a este tiempo. Tenía la manía de contar historias antiguas para protegerlas de la muerte, como Plutarco. Solo que mi bisabuela no era violinista, ni perdió una mano, ni tenía un hijo Genaro y un nieto Lucio. Pero como Plutarco Hidalgo, que en realidad se llama Angel Tabira, estaba convencida de que vendrían tiempos mejores. No era de las que decían que todo tiempo pasado fue mejor. Nunca se le ocurrió. Vendrán tiempos mejores, a su tiempo, decía una y mil veces y luego callaba por un largo periodo. O dos. Pensaba que el silencio, si se sabe sentir, teje forma a la memoria.
Mi bisabuela nunca viajó en avión. Tampoco lo había hecho Ángel Tabira hasta hace poco cuando tuvo que subirse a uno para recibir el premio que le concedieron en el Festival de Cannes como mejor actor, sin haber sido nunca actor. Me pregunto si viajó con su violín o si lo dejó enterrado en su milpa y cubierto con un trapito. Me pregunto con quién habrá platicado sobre su pueblo y a quién le contó que aprendió a tocar el violín a cuerazos. Quizá se encontró con alguien que vivió, como él, una infancia en la miseria. Y tal vez, solo tal vez, pudo convencerlo de aprender a sentir el silencio. El silencio que se tiende como una nube sobre la memoria. Y que protege el sonido de un violín y a la palabra. El silencio que nos hace recordar que recordar provoca el llanto. Pero tal vez, solo tal vez, ayude a evitar que se acabe la música.

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sábado, mayo 5

Poesia de la ausencia

Inicia con su muerte
la vida del poema
no su escritura que existe
aun antes
de ser una palabra
en la memoria de espejos

Sólo lo que duele al alma
las ausencias que padece
su afligida mirada inacabada
sobre el mundo
el vacío
recibe el don de la creación

Se escribe a si misma esa escritura
desde afuera recibe el afuera
sucumbe y cree sin intentar creer
cree en la nada que fue
toda escritura

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martes, mayo 1

Quinceañeras en el Zócalo

De no haber sido por la tiricia, me hubiera gustado mucho celebrar mis quince años en el Zócalo de la ciudad de México. Hubiera disfrutado intensamente bailando mi primer vals con algún chambelán de camisa almidonada, como lo hicieron este sábado 180 jóvenes mexicanas. Me imagino posando para la foto del recuerdo en el Ángel de la Independencia y entrando al Zócalo trepada en el segundo piso de algún turibús. Pero cuando cumplí quince años no existían los turibuses, ni tomaban fotografías en una carroza de terciopelo, alrededor del Ángel. Tampoco estaba de moda utilizar al Zócalo para ese tipo de celebraciones. Y lo más seguro es que no me hubiera atrevido a salir a la calle con uno de esos vestidos enormes, atiborrados de encajes y crinolinas. Ni siquiera se me ocurrió ir a comprar al centro mi atuendo, ni soñar con tener chambelanes o un pastel rosa de tres pisos. Aunque fiesta tuve. Una fiesta moderna con música de rock y ningún vals. Recuerdo que la disfruté, pero también recuerdo ese día como el primero en que me dio un severo ataque de tiricia.

Si no se atiende la tiricia mata, solía decir mi bisabuela que distinguía a la perfección cada una de las formas de la tristeza. La tristeza que nutre, la que devora, la tristeza que arropa, la que desnuda. La tristeza del amor y la del desamor. La que se tiende en el vientre por las mañanas y la que nunca se queda quieta. Ni se espanta cuando advierte su propio temblor. La tiricia, si arremete sobre un espíritu débil, hiere, deja huecos por dentro, nos avienta a la tierra de nadie. Y en ocasiones mata, insistía mi bisabuela sin que le hicieran mucho caso. Solo yo solía mirar sus palabras de luz.

Hay quien dice que la tiricia es más cosa de niños y de mujeres. Un amigo médico me dijo que a su consultorio le llegaban decenas de casos de niños con tiricia, o al menos eso le decían a mi amigo las madres de las criaturas. El les preguntaba qué era eso de tiricia. El desgano doctor, la tristeza seguida del berrinche, la falta de fuerza en la voz y en la forma de mirar al sol, le decían. Mi amigo los curaba con miel de abeja o vitaminas. O se inventaba un método para hacerlos reír. Si era tiempo de mucho calor, sugería que no subieran a los chamacos a las hamacas ni a las mecedoras y que si lo hacían, les echaran viento con un abanico. Mi bisabuela me contó de un hombre adulto que murió de tiricia. No se sabe cuál fue el diagnóstico de los médicos, pero antes de morir se le veía muy abatido, como si le hubieran robado los músculos de las piernas. De tanto estarse quieto, se le fue debilitando el alma hasta que ya no le quedaron ganas de vivir. También me platicaron el caso de un médico español que durante la guerra civil vio morir a sus pacientes más de tiricia que de sus enfermedades. Y en otra ocasión supe que los habitantes de un pueblo de la sierra de Oaxaca se dieron un día a la tarea de cortar cactus. No hacían otra cosa que cortar todo tipo de cactus. Hasta que no dejaron uno solo. Cuando alguien preguntó la causa explicaron que los cactus le roban energía a la gente y hacen que le de tiricia. De tiricia había muerto un anciano del pueblo.

A mí me dio un ataque de tiricia a los quince años. Después me han dado varios más, pero el que más adentro me invadió fue el que me dio a los quince años. El primer síntoma fue la nostalgia. Más que tristeza, sentía nostalgia de vivir sin escuchar los gemidos de la tierra. Sin ver sus heridas. Sin que me doliera la desolación, el hueco en las palabras, el abandono. Después me invadió una necesidad fiera de llorar. Y lloré. Lloré en cada rincón de mi casa, en los callejones, debajo de las sillas y de las butacas de los cines. En el baño de la escuela lloré y lloré, sin saber exactamente qué diablos lloraba. Hasta que me senté frente al papel en blanco, en busca del remedio.

La escritura me curó en aquélla ocasión la tiricia. Supe por la mía que las mujeres lloramos de amor. Cuando amamos y cuando no amamos, también lloramos. Antes y después de amar, lloramos las lágrimas solitarias, sin semblante, sin lema que las identifique, porque no tienen sonido. Son la orilla del silencio. Donde nada hay que pronunciar, nada qué declarar, sino el llanto.Más o menos eso fue lo que escribí cuando me curé por primera vez de la tiricia. Después supe que no todas las mujeres lloramos por las mismas causas. Aunque el llanto primero tiene casi siempre las mismas características. Nos atrapa a mitad del camino y nos detiene el cuerpo.

También supe que cuando amamos de alguna manera espantamos la parte de la tiricia que causa pereza. Aunque nos quede la tristeza encima. Y la nostalgia.Cuando vi a las quinceañeras en el Zócalo este sábado sentí nostalgia. De no haber sido por la tiricia, me dije, me hubiera gustado bailar mi primer vals entre el Templo Mayor y la Catedral con el más guapo de todos los chambelanes. De haberlo hecho, quizá habría evitado la tristeza que desde que cumplí quince años me causa escuchar los gemidos de la tierra. De una tierra que llora de amor y hiere. Como un mito. Como cualquier historia escrita tan solo por la urgencia de inventar como método contra la inanición y la muerte. Y quizá también hubiera sido capaz de inventar la historia de un grupo de 89 quinceañeras que al celebrar sus quince años en el Zócalo de la Ciudad de México irradiaron tal cantidad de energía que consiguieron erradicar del mundo la tiricia. Y el dolor que provoca escuchar los aullidos de la tierra

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