jueves, junio 28

Los amores de Zapata

De Topilejo no sabía nada, ni cómo era, ni cuánta gente lo habitaba. Pero aun así, durante años formó parte de mis fantasías de infancia. Eran los tiempos en que toda mi familia viajaba con frecuencia de la ciudad de México a Cuernavaca. Al pasar por Topilejo yo preguntaba siempre el nombre. Topilejo, me respondían y me entraba un ataque de risa. El resto del camino me entretenía pensando en el significado del nombre. Y al final la pregunta era siempre sobre las razones que llevaron a quien quiera que haya sido a ponerle ese nombre a Topilejo, si Topilejo está cerca. Mis hermanos me veían con gesto de “mejor cállate” y yo no me cansaba de pronunciar esas cuatro sílabas cuyo sonido le quitaba a mis hermanos la paciencia y a mí toda seña de debilidad y de cansancio. Topilejo me hacía fuerte. Pero nunca imaginé que un día, siguiendo el consejo de un buscador de tesoros, conocería Topilejo.


Se llama Don Juan, así a secas. Lo conocí en San Gregorio Atlapulco, uno de los 15 pueblos de la jurisdicción de Xochimilco, igual que Topilejo. Andaba yo buscando en San Gregorio la casa donde Francisco Villa y Emiliano Zapata suscribieron el Pacto de Xochimilco y diseñaron la estrategia que seguirían en contra de los carrancistas. Me habían contado que la casa era hoy una zapatería y por las señas que me dieron llegué a la “Zapatería Mary”, de Atlapulco, a unos 15 minutos del centro de Xochimilco. También me habían advertido que en Xochimilco la gente es de pocas palabras. Que ni se me ocurriera andar platicando, como suelo hacerlo. Que tuviera cuidado; que ahí nadie confía en cualquier extraño y menos en una mujer. Eso me habían dicho y tuve razón en no creerlo. Habían pasado unos cuantos minutos cuando pude comprobar que si bien los xochimilcas son personas serias y de palabra pausada, cuando confían en alguien destraban las historias que recorren los barrios de su memoria. Las desbarrancan, aunque protejan algunas.

En lo que sí me equivoqué fue en lo de la casa. Don Juan me sacó del error. La casa existe y es una zapatería. Sólo que se encuentra en el centro de Xochimilco y se llama “Zapatería La Rivera”. Está justo enfrente de los mercados que en tiempos antiguos abastecían a la Gran Tenochtitlán. Y que todavía hoy huelen a piedra mojada y a flor.

Cuando Don Juan me vio fotografiar la casa equivocada, se rió. Así comenzó nuestra plática. A risotadas. Después me confesó que él y yo compartíamos el oficio de buscadores. Nada más que él buscaba tesoros, nunca se le hubiera ocurrido andar buscando historias, no le cabe en la cabeza, insistió. Le volvió la risa cuando me lo dijo con esa palabra limpia con la que hablan los que guardan en su voz los sueños. Su oficio lo ha llevado a conocer las casas más antiguas de Xochimilco que ya es decir; los primeros habitantes se instalaron hacia el año de 1254 antes de Cristo. En su búsqueda, Don Juan y un grupo de amigos que comparten esta aventura, han encontrado algunos objetos. Vasijas de barro con monedas de oro, armas antiguas, trastos viejos y poco más. Pero él mismo me aseguró que donde más tiempo prolongó su búsqueda fue en una casona de Topilejo. El sitio donde el mismísimo Emiliano Zapata solía pasar algunas temporadas cuando le ganaba el cansancio o la urgencia de amar. No lo pensé dos veces y, siguiendo el consejo del buscador de tesoros, fui a Topilejo decidida a dar con la casa donde Emiliano Zapata se enamoró de las mujeres más bravas de Xochimilco.

Es difícil creer que Topilejo es todavía parte de la capital. Más bien parece su contrario. Existe el silencio, nada se agita, ni tiembla, ni grita. Todo, el tiempo incluido, se aquieta cuando uno lo mira.

Rutilio es campesino. Nació hace más de 80 años en Topilejo. “Más de ochenta” me dijo cuando le pregunté su edad y me explicó que no se la dice a nadie porque quiere volver a encontrar novia y casarse por tercera vez. Las dos mujeres anteriores lo dejaron viudo. Y no se halla en soledad. Nomás no. Lo que sí me contó puntualmente fue la historia de su padre que combatió con los revolucionarios de Zapata. Le respondía al general Valentín Reyes, me dijo Rutilio. El general Valentín que de tanto en tanto le daba permiso a su padre de asomarse a Topilejo para que viera a su gente. Bajaba de los montes mientras los otros lo esperaban en las cuevas. Y abrazaba a su mujer, se la llevaba un buen rato al campo y después vaciaba frente a los chamacos su morral de historias. Me costó convencerlo de que me contara aunque fuera una de esas historias. No está acostumbrado, me confesó. Prefiere que se queden dentro de él. Cree que si las cuenta va a olvidarlas. Y no quiere vivir sin recuerdos. No puede. Como insisto, manda a traer a otro campesino y ambos me invitan a sentarme en la plaza, frente a la iglesia que ocupa más espacio que la mitad del poblado.

El amigo de Don Rutilio no es buscador de tesoros. Pero un día encontró en su milpa un montón de tepalcates y monedas antiguas que fue gastando a través de los años en sus nueve chamacos.

Al final Don Rutilio acabó contándome una historia. Pero lo hizo con la condición de que yo me olvidara de que en Topilejo existe una casa donde Emiliano Zapata se enamoró. Según él, esa casa no existió. Son decires de la gente, habladurías. Me lo dijo con la mirada puesta en otro sitio. Lejos del zócalo de Topilejo. Y yo me quedé pensando en quién le habrá colocado el nombre a Topilejo. Y en las razones que tiene Rutilio para guardar la historia de Zapata y sus amores, si al final me la contó.

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sábado, junio 16

Niñez


Algunas veces la luna es también
un cántaro de luz

O un poema que salta
con alas de chapulín

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martes, junio 12

La más grande flor que García Márquez ha regalado

A mediados del 2005 una mujer de 85 años recibió en su casa de la ciudad de México, la flor más grande de Cien Años de Soledad. Fue el propio García Márquez quien la dibujó en la primera página de un ejemplar de su obra. La mujer lo tomó en sus manos, lo abrió, miró el dibujo y leyó “La flor más grande de esta historia es para Agus, la nana” Antes de comenzar el libro, la nana recordó tiempos con sabor a café. Y sonrió la sonrisa de los sabios que ignoran que lo son.

Agus había trabajado durante años en la casa de la familia Coudurier. De vez en cuando la mandaban a cobrar la renta de una casa que Luís Coudurier tenía en alquiler. Él mismo iba cuando podía. A ambos les gustaba hacerlo. Apenas tocaban a la puerta y una mujer radiante y dulce los invitaba a pasar a la sala. Mientras tomaban café colombiano, Agus o el señor Coudurier compartían historias con los García Márquez. Historias de sueños inventados y esmeraldas de vidrio. Pero un día los García Márquez dejaron de pagar la renta. Seis meses después, Luís Coudurier se los recordó. Y Mercedes le dijo que le pagarían la deuda completa en seis meses más. El no sabía quién era Gabo. Pero algo intuyó, algo leyó en su rostro, en su voz o en sus manos. Sabía solamente que hacía medio año, durante un viaje de los García Márquez a Acapulco, Gabo estuvo insoportable. Apenas pronunciaba palabra. Atendía poco a sus hijos. Ignoraba la presencia de Mercedes. No encontró paz hasta que llegó a su departamento, se sentó en su escritorio y escribió lo que el coronel Aureliano Buendía recordaría frente al pelotón de fusilamiento. A partir de ese momento, no hubo modo de detenerlo. No dejó de escribir ni un solo día, hasta que completó las 590 cuartillas a doble espacio que envió a Argentina bajo el título Cien Años de Soledad.

Luis Coudurier no dijo nunca nada a su familia. Ni cuando le dejaron de pagar el alquiler, ni cuando saldaron su deuda, tal como Mercedes lo había prometido, con las primeras regalías que les envió Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana. El propietario de la casa número 19 de la calle de la Loma en Lomas de San Angel Inn, no habló con nadie sobre sus inquilinos. Por eso nadie supo si Luís Coudurier tuvo una premonición, o creyó por quién sabe qué motivo a ciegas en García Márquez. O lo hizo simplemente como un acto de generosidad. Un acto de generosidad que en cualquier caso, hoy agradecen millones de lectores a quienes Cien Años de Soledad les ha concedido el placer de sentir caricias en el alma.

Ana y Laura Coudurier, hijas del propietario y amigas entrañables me contaron la historia, después de que Laura la escuchara del propio García Márquez en un evento donde se encontraron. García Márquez, que se había enterado de la presencia de Laura por una amiga común, se acercó a saludarla, la tomó del brazo y delante de todos los presentes dijo: “Soy lo que soy por el papá de esta mujer, si él no hubiera creído en mí, no sabemos qué me hubiera deparado el destino”. Acto seguido le solicitó a Laura que organizara un encuentro con su padre. Me urge verlo, aseguró. Dos meses más tarde la familia Coudurier y la nana Agus compartieron seis horas de plática y comida mexicana con los García Márquez. Ahí recordaron las modificaciones que le hicieron al departamento para que Gabo pudiera aislarse del ruido. Hablaron del tiempo en que Gabo dejó de escribir guiones para Alfredo Ripstein, quien aparece en el contrato de renta como el aval de Gabo; del café tan sabroso que les mandaban de Colombia, de las idas y venidas de Mercedes al Monte de Piedad para ver si acaso le daban algo por las joyas que le heredó su familia y que ella ingenuamente consideró auténticas.

Mercedes se las arregló como pudo para sacar adelante a sus hijos Gonzalo y Rodrigo. El propio Gabo lo contó en marzo anterior en su discurso pronunciado en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Contó Gabo las penurias que pasaron y sin decir su nombre, hizo por segunda ocasión pública la anécdota sobre su casero a quien describe como “el buen licenciado, un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido”.

Al encuentro con los García Márquez, los Coudurier llevaron cada uno un ejemplar de Cien Años de Soledad. Antes de despedirse, Gabo se los dedicó. A todos menos a la nana que no había llevado ningún libro. Al día siguiente Agus lloraba de emoción sobre la flor más grande de Cien Años de Soledad. Cuando Laura Coudurier se casó, se mudó a la casa de la calle de la Loma 19. En 1982, cuando le concedieron el Nóbel de Literatura a García Márquez, Laura recibió una llamada telefónica. Colocarían, le informaron, una placa en la fachada de la casa para que quedara constancia del sitio donde se escribió la segunda obra más importante de la literatura de la lengua castellana. Unos días más tarde develaron la placa, pero Gabo no asistió a la ceremonia. Las placas son para los muertos, dijo al disculparse.

Después de su primer encuentro, Luís Coudurier y Gabriel García Márquez acordaron reunirse nuevamente los dos solos. Gabo estaba interesado en que su antiguo casero le contara su experiencia como Oficial Mayor de la Ciudad de México. Fijaron la fecha, pero Luís Coudurier no consiguió llegar. Seis horas antes de la cita, su corazón se detuvo. En la fachada de la casa número 19 de la calle de la Loma no existe ninguna placa. Tan sólo dos días después de develada desapareció. A sus 87 años, la nana Agus sigue recordando a los colombianos que le ofrecían café y le contaban historias de un pueblo imaginario donde una mujer y sus hijos sembraban en su huerta el plátano y la malanga, la yuca y el ñáme, la ahuyama y la berenjena. Y sigue sonriendo cuando toma en su mano una flor. La más grande flor que Gabo ha regalado.

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martes, junio 5

¿Morirá la Ciudad de México?

Hablar de la Ciudad de México no me ha sido nunca fácil. A lo largo de los años y mientras viví en el extranjero fueron aumentando las preguntas de los otros sobre mi ciudad y sus males. Que si la inseguridad, contaminación, robos, secuestros. Que las zonas prohibidas, la miseria, los rincones con bultos de niños, el desamparo, el miedo. Mi argumento al principio era siempre el mismo. No es toda la ciudad, decía. No son todos sus habitantes los que la maltratan, la desfiguran, le abren una o dos heridas en las piernas o intentan dejarla sin ojos. Mi familia entera vive ahí, argumentaba. Ahí trabajan, pasean, duermen y quizá uno que otro sueñe que algún día la Ciudad de México recuperará su forma de agua, se lavará la cara por las noches y despertará húmeda de vida para emerger del fondo del pantano donde hoy se sofoca. El pantano de la agonía.

Las grandes ciudades comparten los mismos males, decía también a mis amigos extranjeros. Pero de casi nada valían mis argumentos, sobre todo frente a los españoles. En Madrid, a pesar de los cada vez más constantes robos, poco se sabe sobre pájaros que mueren envenenados por el aire y del miedo que se acomoda cada mañana en la mirada de los habitantes de las calles de la ciudad. Aún así, en los últimos años testifiqué en Madrid un nuevo fenómeno que si bien no le ha arrancado a la ciudad su capacidad de ser libre, sí trastocó su perfil y su forma habitual de hacerse escuchar. Me refiero al fenómeno de la migración. A los millones de extranjeros que se han acomodado en Madrid y otras ciudades de España. Latinoamericanos, árabes, orientales, africanos que le han cambiado el color a las calles de varios barrios de la ciudad donde el silencio, aún en la hora de la siesta, está en franca extinción. La causa, la irrupción de miles de carcajadas, risas y gritos infantiles. Los emigrantes no solamente llegan con sus hijos, sino que además en muy poco tiempo la familia retoma su ritmo natural de crecimiento. Un ritmo que hace mucho tiempo dejó de asemejarse al de las familias españolas. Donde más se nota es en el alumnado de las escuelas, donde los niños aprenden en la práctica a respirar el aire nuevo del mundo. Pero de un tiempo para acá, no solo en la práctica, las editoriales han respondido a este nuevo escenario y los orienta. Me contó un amigo español que las librerías están atestadas de títulos infantiles y juveniles que enfocan la diversidad cultural. Cuentos árabes, relatos sobre la selva, poemas de niños africanos y cuentos populares gitanos, entre otros, pronuncian las realidades de los niños que crecen en una ciudad que por el momento intenta tenderles la mano.

En las ciudades es también donde más padecen las mujeres la violencia machista. Es ahí donde se produce el mayor número de asesinatos de mujeres por sus parejas o ex parejas. De entre 23 países europeos, España se sitúa casi a la cola en número de asesinadas. Me sorprendió el dato pues hasta el año pasado a diario se difundían dolorosas historias sobre los crímenes que se cometen a plena luz del día y pensé que estaba entre los primeros. Después entendí que lo que sucede es que en España los noticieros radiales y televisivos, al igual que la prensa escrita, han emprendido una campaña, ignoro si concertada o no, de difusión del horror que padecen las mujeres cuando su pareja decide que con él o con nadie. Y las queman vivas, les pasan encima el automóvil dos o tres veces, las apuñalan, les cortan la cara y las avientan de un tercer piso, de un sexto. Y avientan también la imagen una y otra vez al mundo. Por si acaso queda alguien capaz de morir de vergüenza.

En la Ciudad de México la violencia intrafamiliar está tipificada como delito desde hace apenas unos años. Y aunque no sea tan aparatoso como en Madrid, existe y se extiende. Casi invisible, la violencia hurta trozos de vida, la inutiliza. Y apenas lo escuchamos. Sólo cuatro de cada diez mujeres agredidas lo denuncian. De éstas solo tres consiguen entablar un procedimiento legal.
El silencio lo impone el temor a las represalias, la desconfianza en la justicia, la burocracia. El silencio lo impone una sociedad que poco a poco ha ido olvidando a sentir. Y es que sentir es para cada vez más gente, un fastidio. Un obstáculo, como pensar. En verdad pensar.
Hablar de mi ciudad no me ha sido nunca fácil. Aunque confieso que no dejado de hacerlo casi nunca. Al menos cuando vivía fuera de ella hablaba y hablaba de la ciudad en la que crecí y aprendí a mirar a fuerza de mirarla. En una ocasión imaginé sus ojos. Quería verlos. Para conocer la edad de la ciudad en su mirada. Mirar, decía Fernando Pessoa, vale más la pena que vivir. Sólo que mirar también es vivir. Es ahí donde la vida se tiende y aletea sin apenas moverse. En la mirada.

Escribir sobre la Ciudad de México ha sido menos arduo. La escritura siempre fluye con más valor que la palabra hablada. Llega más lejos y nos abre el espacio para callar. Escribo en silencio sobre la Ciudad de México y cuento los sueños que tuve de niña en sus parques y plazas. Y de cuando a nadie aterraban las calles ni la noche y los secuestradores de niños eran un personaje más de un cuento o de una leyenda, los “robachicos”, le decían. O el hombre del costal. Algunos días decido ir a buscar una historia viva a los barrios del centro o de la periferia de la ciudad. Entonces la palabra se va por su cuenta, me aventaja. Y la gente, lejos de rechazar mi indirecta oferta de iniciar una plática, sonríe, habla, cuenta la historia que nunca ha contado, aunque lo haya hecho mil veces, porque las historias contadas son siempre nuevas. Idénticas a nada. Después las escribo y cobran una nueva vida, también distinta, también única. Como cuando escribí sobre el chamán que recorre a diario las principales avenidas del sur de México, cargado de pócimas y hierbas que sanan casi todos los dolores, menos el dolor de la ciudad que enloquece, se desespera, tiembla y se extiende en el territorio de la soledad.

No me gusta decirle D. F. a la Ciudad de México. Antes sí. Pero defe suena a objeto, no a canto. Y no se puede escribir un objeto. O se podría, pero la Ciudad de México no es un objeto, ni un anuncio publicitario, ni un avión. Se puede escribir sobre eso, pero sería como no escribir. Como no mirar. Como creer que ya no hay remedio. Y sentarnos a esperar la llegada del día en que la Ciudad de México habrá de morir. Seca, muda, sin ningún poema que la salve. Sin nadie que la piense. Sería como dejar de soñar en que un día recuperará su forma de agua, se lavará la cara por las noches y despertará húmeda de vida para emerger del fondo del pantano donde hoy se sofoca. El pantano de la desesperanza.

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