lunes, julio 30

Cuando la vida mira con los ojos de la muerte

Siempre he dormido poco, de niña pasaba un largo rato cada mañana esperando que llegara la hora de las voces para poder comenzar a bailar. Me consolaba pensando que el insomnio era una forma de quitarle más tiempo a la vida y aprendí a emplear esas horas jugando a inventar palabras. Pero hoy desperté antes aún de lo habitual. Me empujaron de la cama las palabras que soñé. Me dieron de patadas, se me echaron encima, me escupieron, y de no haber sido porque me tomé con mi amiga Blanche un vinito antes de llegar a casa, me habría quedado toda la noche viendo el cántaro de luz que este fin de semana fue la luna. Un cántaro redondo que acabó por aventar sobre mi cama las palabras, como de lluvia, que me despertaron con la inquietud de abrirle el vientre a la escritura con una navaja.

Quería escribir sobre la muerte. Sobre el dolor y la soledad que quema las manos al atardecer. Quería escribir sobre la rabia, el grito, el olvido, el nudo en la garganta, las ganas de mentarle la madre a la vida cuando mira con los ojos de la muerte. Eso quise hacer apenas dejé mi cama y me senté frente a la pantalla blanca. Llorar cansancio, incendiar verdades, apagar por un rato al mundo.

Tenía tanta rabia esta mañana que antes de escribir una sola frase me levanté del escritorio. Me acerqué a la ventana y la abrí con urgencia de viento en las pupilas. Y vi el azul del cielo. Y lloré despacito como se llora el vacío del pasado. Las ausencias que apenas se recuerdan, la sed en la memoria. El primer poema, la abeja en mi rostro adolescente, la humedad, el primer parto, la vida encajada en la oscuridad de otra luna, el árbol minado. Entonces me pregunté hacia dónde vamos los que aún queremos creer que hay gente que quiere creer. En uno mismo, en el otro, en la memoria, en un sol sin quemaduras.

Salió temprano el sol este domingo. Sin demasiadas nubes pude verlo sacando provecho de la soledad, extendiéndose a sus anchas sobre ella. Hasta que vuelva el viento y las nubes y la lluvia que cada tarde de julio cae sobre la Ciudad de México que antes olía a piedra y tierra roja. Antes, cuando se empapaba de agua limpia.

Salió temprano el sol este domingo y me quitó la rabia y casi por completo la tristeza que sentimos en ocasiones las mujeres cuando despertamos. No sé si le suceda lo mismo a los hombres. Ignoro si sienten en el vientre la nostalgia, el deseo de un abrazo. Y si les sucede, me pregunto si son las mismas causas las que les provocan esta sensación de querer creer que ha valido la pena no habernos expulsado de la vida.

Y es que existen los que se expulsan voluntariamente de la vida. No los que se suicidan, o no nada más los que se suicidan. Los que siguen con el corazón puesto en su sitio, pero que han decidido ya no respirar lo poco que todavía se puede mirar sin dudar, sin pensar, sin sospechar. Esas personas que cerraron una tarde su alma y ya no quisieron creer ni siquiera en la muerte.

Hoy salió temprano el sol. Y yo iba a escribir sobre el dolor y la muerte a destiempo. Sobre la necesidad que uno siente de vez en cuando de abrazar a sus muertos. Sobre todo a los que se fueron a destiempo. Sin aviso previo, sin ninguna consideración. Sin haberse enfermado lo suficiente como para poder descansar al verlos partir. Nada. Sin tener la edad que les permitiría hacernos sonreír al irse. Iba a escribir sobre todo eso, pero el sol salió temprano este domingo y encendió el reguero de palabras entre mi sabana.

No sé cuánto tiempo pasó antes de volver a mi escritorio. Se, eso sí, lo que sucedió. Un amigo me invitó a desayunar fruta fresca en el bosque de Chapultepec y comprobé que la ciudad no hace visibles sus heridas los domingos. Mi hijo me dio las gracias por todo, y me dejó con la pregunta ¿qué es todo? rondando en mi cabeza. Otro amigo me invitó a engañar a los gitanos con historias que vuelan y regresan para posarse sobre la palma de la mano o sobre la hoja siempre mugrosa del cuaderno que llevo todo el tiempo conmigo.
Después me senté en una de las bancas del Paseo de la Reforma para simplemente presenciar el dialogo que consiguen crear entre ellas mismas y con los cientos de miles de chavos, parejas, políticos, viejecitos, turistas, mujeres, vendedores ambulantes, niños, traperos, oficinistas, vagos, monjas, pasteleros, mil usos y demás habitantes o visitantes de la Ciudad de México que las han utilizado desde que las colocaron, hace ya varios meses. Pertenecen a la exposición de escultura arte-objeto, una idea de las miles de ideas que le brotan a Isaac Masri cada mañana de domingo cuando el sol sale temprano y puede escucharse el silencio al conversar.

Me fui sentando en varios bancos. En una mano, en una silla, un espejo, unos naipes, en una escalera y en otros más. Me pasé un buen rato descubriendo el banco que hizo Francisco Toledo, el de Leonora Carrington, Vicente Rojo, Sergio Hernández y muchos otros artistas que consiguieron poner a dialogar al arte en pleno Paseo de la Reforma. Y que entre un Ángel de la Independencia y Cuauhtémoc, me entregaron una historia de amor, de muerte y de memoria. Como deben ser casi siempre las historias que nos quitan el miedo a mirar. Y nos llevan de la mano a caminar mercados, plazas, olores, sabores y sentimientos. Y aunque por la tarde llueva, quizá se abra una puerta en plena calle. Una puerta donde la vida mire de frente a la muerte. Y la obligue a bajar la mirada.

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viernes, julio 27

Las Puertas del Bicentenario

Una puerta abre y cierra. Permite entrar o salir; descubrir o abandonar; liberar o encerrar. Una puerta, cualquier puerta, lleva un barniz de magia y de tristeza; de canto y de misterio. Abre y cierra, en lo cotidiano y en el territorio de los sueños, la posibilidad de cincelarle otra forma a nuestra vida.


Una niña de ocho años me contó hace tiempo su sueño. Se vio de pie frente a una puerta, pero no sabía si al abrirla entraría o saldría. Ignoraba dónde se encontraba. Adentro o afuera de una casa o de un bosque. En el salón de su escuela, en la calle o en el patio. Solo podía mirar la puerta, nada más. Y aunque no tuvo miedo, estaba confundida. Cuando la niña decidió abrir la puerta, también la cerró, así me lo contó. La abrí, pero se cerró me dijo. Y me quedé afuera, hasta que entré por una puerta de salir.

Así son las puertas le dije, despistan, pero no provocan miedo, porque no son muros. Y si las abrimos, las cruzamos, las cerramos para entrar o para salir y luego volvemos a abrirlas, amparan al mismo tiempo que extienden frente a nuestra mirada al mundo. Hace unos días la madre de la pequeña que me contó su sueño me dijo que no para de abrir puertas. Una tras otra, donde quiera que va, la niña del sueño abre puertas, como quien al final del día bebe un vaso de agua fresca. Con la misma sed e idéntico placer. Al abrirlas entra a un mundo que la recibe y le hace ver más amplio el paisaje. Al cerrarlas, entra de nuevo al sitio de donde salió, pero trae con ella algo del otro que la recibió.

El miércoles pasado arrancó el programa de festejos y celebraciones de los centenarios de la Independencia y la Revolución en la Ciudad de México. Es un proyecto ambicioso y diseñado para que participe, no solo el mayor número posible de entidades, organizaciones, sectores de la población, jóvenes, ancianos, niños, sino todo aquél que sin importar la edad, la condición social, el cargo, el tamaño, el color del pelo y de la piel, aún sienta la necesidad de abrir puertas para entrar y dejar salir. La necesidad de renovarse como se renueva el viento que sopla sobre la historia. Y vuela cuando le abrimos la puerta.

En 2010, cuando la Revolución cumpla 100 años y la Independencia 200, la Ciudad de México habrá abierto muchas puertas. No se sabe bien a bien cuántas serán. Se sabe, eso sí, que el 13 de julio del 2008 se abrirá la Gran Puerta de la República en conmemoración de los 141 años de la entrada de Benito Juárez a la Ciudad de México. Ese día la ciudad, desde el cruce de Bucareli con Reforma, por todo el corredor de la avenida Juárez hasta llegar a Madero y al Zócalo, será el escenario de una fiesta popular. La Gran Puerta de la República que se abrirá ese día servirá para entrar a la historia y salir con ella bajo el brazo a un mundo moderno y amable. Un mundo que anuncie sonriente la apertura de otra puerta; la puerta que conduce al futuro.

De eso se trata. De cosechar lo sembrado, lo que ha crecido sin lindero. Y de avanzar sin olvidar, pero dejando a la memoria volar alto para que no bata las alas sobre un arroyo de cenizas. Para que más bien levantemos la mirada de una ciudad que nunca ha cerrado los ojos cuando se le mira. Una ciudad casa que merece una casa.

Dentro del proyecto del BiCien, que dirige el historiador y poeta Enrique Márquez, la ciudad tendrá al fin su casa. La construcción se iniciará el año próximo y será una especie de casa de cristal, no tanto por la forma arquitectónica, sino porque dentro de ella estará toda, toditita su historia y conformación. Su clima, sus instituciones, su música, su topografía, la gente que la habita, su cultura, su comida, sus gritos, su llanto, sus amoríos. Su estado de salud, su desnudez. Una casa con puertas que inquieten.

El programa que se presentó el miércoles en el Antiguo Colegio de San Ildefonso incluye también un acercamiento a Xochimilco donde se levantará, entre otras iniciativas, un jardín botánico y un acuario. Y es que la Ciudad de Agua es también de tierra y es de aire porque es agua. Agua firme.

La Ciudad de México abrió pues la puerta hacia el Bicentenario. Hay que entrar y dejar salir. Hay que mirar hacia adentro la puerta de la ciudad. Y abrirla al mundo, y bailar con el mundo y la ciudad en sus festejos. Hay que creer y abrir todas las puertas que encontremos para cincelarle otra forma a la ciudad. Y una nueva forma también a nuestra vida.

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El habla oculta de la Ciudad

Hay historias que no se dejan escribir. Se defienden, patalean, se ponen furiosas, simulan haberse cortado las venas. Se pintan de rojo las arterias del sonido y hasta consiguen hacerse las muertas. Hay historias que nos ponen a temblar cuando se plantan altivas frente la memoria y nos retan. Son las historias que inventamos antes de poderlas pronunciar. Antes de que ellas sean las que acaben por convencernos de haber sido lo que nunca fuimos.


Aunque lo que nunca fuimos es también una verdad.

La otra mañana se preguntaba en su blog Alejandro Aura dónde queda lo que somos. Si en el recuerdo o en la imaginación. Y es que siempre que contamos a trozos nuestra vida, nace otra parte de nosotros. Lo que fuimos sin haber sido, pero que de todas formas somos porque así nos recordamos. Y vamos hilvanando con hilos de palabras esa otra parte de nosotros que brota, como agua dulce, del recuerdo imaginado.

Entre una y otra actividad, este tema ha estado rondando en mi mente durante la última semana. Surge cuando camino por el Zócalo de la ciudad de México y cruza frente a mi una mujer que completamente desnuda pide tierra para sembrar su maíz, y a la que ya pocos miran. O un hombre de hojalata que permanece parado e inmóvil a la orilla de una calle hasta que comienza la lluvia o el desalojo. O la mujer policía con los ojos maquillados de azul celeste y verde luminoso que para espantar el cansancio o el hambre coquetea con un taxista; el muchacho sin piernas que camina sobre una tabla de madera; el niño que en tres segundos limpia el parabrisas de un automóvil y sonríe cuando se le mira a los ojos. Los miro y me pregunto cómo contarán ellos la historia de su día cuando llegue la noche. O mañana. O ya cuando sean viejecitos. Pero tal vez ni siquiera la cuenten y si lo hicieran, no lo harían como yo la escribiría el día en que intente escribir la vida de las mujeres que caminan desnudas en el centro de la ciudad más grande del mundo pidiendo que escuchen sus demandas de tierra.

En esas he andado esta semana, buscando el habla oculta de la ciudad, pero sin reflexionarlo mucho pues el trabajo me ha dejado solo un manojito de tiempo libre que más bien he empleado para tomarme una copa de vino en el silencio inquieto que aparece cuando cerramos la mirada. Un silencio que inquieta sin lastimar, ni menos se enreda en las manos, porque aletea sin volar. Más bien ampara, alivia el cansancio.

La otra noche una amiga que tocó a mi puerta para conversar un rato, sin saber que el tema lo traigo pegado a la piel, me dijo que las historias que han dejado de existir es mejor callarlas. Para no sentir al viento soplar hurgando en las páginas de lo que ya otros han leído. Que no valía la pena, me insistió, comenzar a contar lo que fuimos si en realidad no sabemos dónde queda lo que fuimos, si en el recuerdo o en la imaginación. Las mismas palabras que había yo leído en el blog de mi querido amigo Aura. Para qué perder el tiempo soltando historias que no sabemos quién escuchará ni cómo. Al oírla pensé en los años en que nos conocimos y comenzamos juntas a mirar el mundo con ojos adolescentes que creían en el mundo y en las historias que construíamos. Historias todas que tenían que ver con dignidad, solidaridad, igualdad. Así hablábamos cuando éramos adolescentes y escuchábamos las historias que México nos contaba a diario y que existen porque nadie las calló. Ni el viento, ni el cansancio, ni el miedo, ni siquiera el poema que algún poeta dejó en blanco.

El blanco, me dijo otra amiga una noche, es un negro luminoso. Así lo miran los niños ciegos en el libro que acaba de inventar mi amiga para que los niños ciegos sonrían cuando descubran que el negro es luminoso y el rojo es negro cuando se acaricia a ciegas una fresa. O que el amarillo se hunde color tierra cuando cae la tarde.

O sea, nada es imposible.

Hay que contar todas las historias que guardamos en la memoria, respondí a la propuesta de mi amiga que más bien quería silenciarlas. Si no le sirven a nadie, repitió. Para qué. Para hablar, le dije. Para que escuchen los adolescentes de hoy la palabra adolescente que aún sobrevive en uno que otro adulto. Y para que escuchen también los que también estuvieron ahí cuando estuvimos y recuerden cómo éramos en los setenta, en los ochenta, en los noventa. Hace tan poco tiempo que se nos olvida tanto. Hace tan poco que muchos no recuerdan casi nada.

Quizá ya no interese. Pero qué más da, nada se pierde, a nadie daña. Al contrario, si alguien por casualidad escucha que solíamos escuchar lo que otros decían, quizá se interesen en saber la causa de nuestra adulta locura. Adulta y muchas veces también, oculta locura. Por mi parte tomé al final de la semana la decisión de ir hilando la imagen de las historias que viví cuando México nos decía que valía la pena tenderle la mano a nuestros vecinos del sur y muchos nos lanzamos a buscar la forma de dibujarle al mundo un cuerpo nuevo. Libre, fresco. Las iré hilando a base de trazos y sonidos quietos. Sin perturbar la libertad que busca desesperadamente el alma de quienes de tanto en tanto vuelven a creer que es todavía posible sorprendernos, indignarnos, rabiar y sonreír la sonrisa del niño que un día dejará de limpiar parabrisas para hablar el habla oculta de la calle. Y quizá incluso hasta nos cuente en tiempo pasado los horrores que hoy vive.

Hoy sigue la luz en la calle. Afuera continúan los gritos que temen al silencio, pero el viento lucha fuerte por su poder. Un viento urbano transparente y visible.

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martes, julio 24

Una antigua maravilla mexicana


Fue un amigo español quien me dio la noticia sobre la designación de la pirámide de Kukulcán en Chichén Itzá como una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo. Confieso que casi me había olvidado que el sábado era siete del siete del dos mil siete, el día que eligieron para dar a conocer el resultado del voto de cien millones de personas. Por ello cuando recibí la llamada telefónica se me vinieron a la mente las mil preguntas que quería formularle sobre el debate que sostuvo hace unos días el presidente José Luis Rodríguez Zapatero con el líder de la oposición Mariano Rajoy. Me urgía saber qué pensaba él y el resto de mis amigos sobre la renovación del gobierno que Zapatero anunció dos días después del debate que incrementó sensiblemente su popularidad. Pero mi amigo tenía más preguntas que yo. Y más urgencia. Necesitaba escucharme hablar sobre la sabiduría de la cultura maya, deshilvanar los secretos de su magia y de su historia; entender cómo es posible escuchar el oculto sonido de una serpiente emplumada cuya sombra desciende una vez al año desde la cima de la pirámide para anunciar la llegada del equinoccio de primavera. Y cómo la luz, también oculta, transparenta poco a poco la vida, como una piedra de cristal.


No es que me de igual, le dije cuando se dio cuenta de que no estaba muy al tanto de la gigantesca campaña mediática que se lanzó en torno a Chichén Itzá y el resto de las obras que compitieron. No me interpretes mal, le dije a mi amigo sin decirle nada nuevo. Me pasa lo mismo con el fútbol, no lo tengo en la mente, le expliqué como convenciéndolo de lo que él sabía mejor que yo sobre mi, pero finalmente acabamos hablando casi una hora de otras siete o setenta, o setecientas maravillas con las que uno se tropieza en México.

Hoy comí en el centro de la Ciudad de México le comenté. Y sostuve un diálogo con al menos diecinueve miradas. O más. Hablamos mi hijo adolescente y yo con los vendedores ambulantes que antes de pronunciar palabra alguna hablan con su voz invisible. Es su terreno. Y todo depende de la forma cómo uno reciba el mensaje y de la respuesta que se le dé para salir de la zona repleto de historias y de aire limpio. Todo en la Ciudad de México es subjetivo. Al menos un siete del siete del dos mil siete. O un día antes, o uno después.

Kukulcán, la Serpiente Emplumada, cobra vida un día al año en la pirámide en la que se le rinde culto, como prueba de la sabiduría de los antiguos mayas. Ya nadie lo duda. Es ella misma sobre la piedra. Es el Quetzalcoatl maya. Mitad dios, mitad humano, llegó a Yucatán como invasor tolteca para establecerse en Chichén Itzá, donde se le veía comunicarse por igual con dioses y demonios. El amo y señor del agua quien, como dios del viento barría el camino que habrían de tocar los dioses de la lluvia. Pero que también habitó y habita en las calles de la ciudad donde se siente su presencia, sobre todo en este julio de viento y lluvia. En este territorio urbano de agua donde nada ha sido aún descubierto, aunque se sepa casi todo. A pesar de los innumerables poetas que le han cantado, todavía existe el misterio. El líquido misterio de una ciudad que abre las puertas de la noche para acariciar a todo aquél que desde el laberinto de la soledad grite su nombre. El nombre de un monstruo que aguarda siempre, sin saber lo que aguarda. Y se estremece al desear siempre desear.

Cuando vivíamos fuera de México, me daba por contarle a mis hijos historias de Quetzalcoatl, aunque quizá algunas de ellas eran un poco historias inventadas en medio del desierto, de una vía rápida, en la montaña o en algún otro de los sitios que recorrimos durante algunos años. Les decía por ejemplo que Quetzalcoatl carece de origen porque posee todos los orígenes. Y dado que nadie sabe bien a bien quién fue su madre, tuvo todas las madres. Por ello puede ser al mismo tiempo viento y hombre, dios y ser barbado. Pero sobre todo una serpiente con plumas. Una serpiente de ciudades de agua. De todas las historias que les narré sobre Quetzalcoatl, la que más les gustaba escuchar es aquélla que cuenta la tristeza que un día sintió al ver que los hombres que habían creado los dioses no conocían la risa, ni el baile, ni el placer que provoca sentir la vida en las pupilas. Fue tan grande su pesar que una madrugada raptó a una diosa virgen llamada Mayahuel y con ella en brazos bajó a la tierra. Pero un ejército de guardianes que fue tras ellos les lanzó un rayo de fuego. Quetzalcoatl, para evitar el daño, abrazó a Mayahuel y se convirtió en árbol. Un árbol cuyas ramas ardieron. En el sitio donde Quetzalcóatl enterró los restos de Mayahuel, brotó una planta de maguey. Con el tiempo los hombres aprendieron a extraer del maguey el líquido que consiguió dar fin a su eterna tristeza. Fue así como nació el mezcal y más tarde el tequila.

A Quetzalcoatl lo instruyeron dos ancianos del cielo. Entre los tres inventaron el calendario. Por ello se les conoce como patrones del sortilegio. A Quetzalcoatl se le atribuye también el poder de enamorar a mujeres de los cielos y a las de la tierra. Se ha dicho de él que un día estando borracho enamoró a su hermana y avergonzado salió del mundo de los mortales para entrar en lo más alto y convertirse en una estrella. O en una sombra que cada año aparece en la escalinata norte del Palacio de Kukulkán de la ciudad maya de Chichén Itzá, ante la mirada de un millón de personas que acuden a presenciar el fenómeno. Un fenómeno que no es leyenda, ni historia inventada, sino testimonio fiel de la sabiduría de la antigua civilización maya que consiguió hacer coincidir la sombra de siete triángulos ubicados en la escalera norte de la pirámide con el movimiento del sol hasta alcanzar la cabeza de la Serpiente Emplumada que en la base del templo, aguarda el momento del descenso, para de inmediato alzar el vuelo.

De no haber sido por otro amigo español a quien le llamé más tarde, me hubiera quedado sin saber qué se dice en Madrid sobre los cambios en el gabinete de Zapatero. En lo personal, me alegró el nombramiento de César Antonio Molina como Ministro de Cultura. Lo conocí cuando dirigía el Círculo de Bellas Artes y concedió a México un espacio para que dialogara con Madrid desde el último piso del edificio. Durante tres años, Radio Círculo lanzó a través de la voz de Alejandro Aura sonidos de México. Lo acompañábamos Eduardo Vázquez, Kilo Helguera y yo. A fuerza de contar historias de sabores, texturas, amores y dolores, conseguimos que los madrileños escucharan los murmullos de México e imaginaran la sombra de una serpiente emplumada que habita las ciudades de agua. Tuvimos el programa hasta que a Molina lo nombraron Director del Instituto Cervantes y las nuevas autoridades del Círculo de Bellas Artes no quisieron escuchar a México con equis. Ni los poemas que le conceden su fortaleza. O los rostros abiertos como ventanas de los mexicanos que como si fueran todos poetas, buscan respuestas que les permitan seguir siempre preguntando. Y que desean más que ninguna otra cosa, seguir deseando. Una antigua, muy antigua maravilla mexicana.

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lunes, julio 2

Frida sin dolor

Me contó Chavela Vargas que una mañana vio a Frida Kahlo chutarse de un solo trago un puñado de analgésicos. Chavela pensó que se intoxicaría, pero no fue así. Esa tarde escuchó a Diego Rivera contar un cuento inventado, cantar una canción de amor y reír con Frida a carcajadas. Fue esa la primera ocasión y la única en que Chavela vio a Frida sin dolor.

Paso frecuentemente frente al Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Cada mañana desde el 14 de junio pasado, un numeroso grupo de personas espera desde muy temprano a que abran las puertas donde se exhiben más de 350 piezas relacionadas con la vida y obra de Frida Kahlo. En su inmensa mayoría los visitantes son estudiantes o gente que trabaja en los alrededores de la Alameda Central. De vez en cuando, muy de vez en cuando, algún intelectual asoma. A ninguno de los asistentes parece preocuparle la “obsesión” de Frida por su tragedia, ni su “apoyo al totalitarismo”, ni que su padre haya sido alemán. Ni mucho menos les quita el sueño que no se haya muerto en el accidente de tranvía que le destrozó las entrañas, como les sucede a varios escritores y analistas políticos mexicanos que ulimamente han confesado publicamente su repudio por la esposa de Diego Rivera.

Los domingos la fila llega a ser hasta de 200 metros. Ese día acuden sobre todo familias que juran regresar a ver completa la exposición, sin tantísimo tumulto Y es que nadie se arrepintió de entrar a la mera hora, ni decidió vender el boleto de entrada, pues el domingo la entrada es gratuita. A diferencia de algunos escritores, obsesionados con el éxito de Frida, los mexicanos que acuden a la exposición, abren la puerta a sus sentidos. Y en un acto de franca sencillez, se atreven a gozar aquello que les provoca placer. Nada más.

Le pregunté a Chavela Vargas qué pensaba sobre la comercialización que han hecho de Frida y su obra y que los intelectuales mexicanos atribuyen al todopoderoso mercado gringo. Me respondió que como a cualquier persona sensible, le molesta que se apoderen de la imagen de Frida para hacer negocio. Pero le ve la parte positiva: A Frida la conoce todo el mundo. Y en particular los mexicanos, jóvenes y viejos, ricos y pobres, cantantes y pintores, amas de casa y taxistas. Todos tienen acceso a su vida y a su obra. Y opinan a partir de lo que sienten cuando la miran.

Del periodo en que vivió en la Casa Azul con Frida y Diego, Chavela Vargas recuerda el olor a medicina, la ternura, la mirada llena de sensualidad con la que Frida desarmaba por igual a hombres y mujeres. También recuerda, entre muchas otras, las visitas que María Félix le hacía a Frida. Y cómo María guapísima hacía reír a Frida a marometas. Era una experta en marometas y en hacer olvidar el dolor, cuenta Chavela y ríe también ella la risa de antes.

La mirada de Frida, según Chavela, era un revoltijo de naturaleza, rabia, dolor, sensualidad y valentía. Todo junto. Todo completo, todo intenso. Tan intenso como es todo cuanto inquieta. Lo inquietante; es eso lo que Frida buscó. En ella y en los demás. Lo que está vivo, palpita, desprende un aroma, grita, se escucha temblar. Frida Kahlo no buscó el dolor, dice Chavela. Con todo y su dolor encima, o por ello, buscó la vida. Arrancó desde el fondo. Desde el vacío. Desde el sitio, uno de los pocos, donde la soledad muestra las hendiduras de piel que la cubren.

Hace unos días le pregunté a una amiga española que en el 2005 tuvo la oportunidad de visitar la exposición de Frida en la Galería Tate de Londres, lo que ve en su obra. “Los colores de México”, respondió. Y su alma. El éxito y el fracaso, la angustia y el amor. Una mirada nueva sobre la pintura. Cuando le pregunté qué siente al ver su obra, me dijo que un impacto en la retina que poco a poco penetra y se acomoda debajo de la piel. A dos años de distancia todavía guarda esa sensación entre los dedos. Cuando le cuento la discusión que protagonizan en México un grupo de intelectuales mexicanos molestos con Frida, su dolor, su traje de tehuana y su bigote, se ríe. Y luego me pregunta si han analizado la contribución que hizo Frida a la pintura del siglo XX o el arte de sus retratos, y me lanza una lista de otras preguntas para al final decirme que hay un perfil de intelectuales, en México y en el mundo, a quienes les duele el éxito ajeno, les frustra, les obsesiona el dolor que no sienten, les duele. Les impide subirse a los camiones y caminar por las calles; les impide soñar.

Frida nunca pintó sus sueños, pintó su realidad, ella misma lo dijo y lo escribió. A Chavela Vargas nunca le contó lo que soñaba, porque a Frida no le gustaba recordar en voz alta sus sueños. Chavela siempre pensó que los sueños de Frida venían de un lugar más allá de la muerte. Y que Frida quiso conservarlos, aunque le provocaran tristeza.

Frida Kahlo se arrancaba la tristeza con la presencia de Diego. Y en ocasiones también con la de Chavela. Diego y Frida le enseñaban a Chavela a cantar las canciones que Diego aprendió en la cárcel. Y luego las cantaba para ambos. Paloma Negra era una de sus predilectas. Cuando cantaban los tres juntos Paloma Negra, los fantasmas de la Casa Azul los mandaban callar. Y ellos volvían a cantarla y reían hasta que Frida pedía otra vez una jarra de agua y los calmantes que el doctor le recetaba, pero que nunca le quitaban el dolor. Hasta que una mañana se chutó un puñado. Chavela Vargas se pone a recordar aquéllos tiempos. Y reconoce la escuela que la Casa Azul fue para ella. Ahí aprendió a no espantarse de nada.

Si todavía viviera Frida, le pregunté a Chavela, ¿qué crees que estaría haciendo? “Estaría asombrada pensando en la cantidad de imbéciles que hay hoy en el mundo", me respondió Chavela sin dudar.

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