miércoles, marzo 26

El balcón de los inventos

Esta Semana Santa la ciudad no me pareció tan vacía como en otros años, aunque dicen mis amigos que lo que sucede es que yo hasta en los desiertos encuentro a las multitudes. Que no me puedo quedar quieta ni un día, y menos sin hablar con alguien, un amigo, el portero, el taxista, la señora de los tacos de canasta, el usuario del metro, el panadero de bicicleta, el niño del quinto piso, quien sea, eso dicen. Yo creo más bien que se debe a que me muevo en las cercanías del Bosque de Chapultepec, y ahí sí que estuvo repleto, atiborrado, hasta el tope de gente desde muy temprano y hasta ya bien entrada la tarde. Familias completas buscando la sombra de un árbol, un sitio en el trenecito o en el ratón loco, la cara chistosísima del los cinco nuevos pingüinos de Humboldt que le regaló al zoológico la ciudad de Nagaya, o una lancha en el lago para poder mojarse el sábado sin ser multados. Con el calor que hizo, muchos no pudieron aguantarse las ganas de arrojar el cubetazo de agua sobre el vecino, el amigo o sobre quien pasara por enfrente, para morirse de risa. Pero por la escases de agua en la ciudad, se tuvo que romper esta costumbre, acabar con el chistecito que tantas carcajadas desataba. Aún así, más de 200 personas fueron detenidas en distintas colonias de la ciudad, por no aguantarse las ganas de empapar al prójimo en Sábado de Gloria. Otros mejor decidieron irse a las playas artificiales a mojarse por iniciativa propia, dicen que en la de la Delegación Tláhuac se juntaron más de 6 mil personas este sábado. Seis mil almas sedientas.

Lo que sí es cierto es que en Semana Santa abunda más el tiempo. El que a mi me sobró lo utilicé para gozar mi casa, sentarme en el balcón con los ojos abiertos para poder ver lo que imaginaba. Es como un juego. Inventar lo que uno ve. Subir al tren de las palabras inventadas con la única finalidad de ser por un rato, otra. O inventarle una metáfora a la imagen con otra imagen. Cuando lo hago recuerdo que los ojos poseen la facultad de sentir, algunos ojos. Y de soñar. Dicen que el soñador despierto sueña con su sueño. Con la realidad onírica de su deseo, donde acude para cruzar la mirada precisamente con ese deseo. Un deseo que la realidad rompe, aunque no siempre consigue romper también el sueño. Y se sigue soñando, sobre todo cuando se escribe el sueño.

Cuando comienzo el día sentada en el balcón de mi casa, lo termino escribiendo. Por eso me gusta quedarme en la ciudad durante la Semana Santa. Para escribir todo lo que mis ojos inventan y que no escribo el resto del año, aunque en ocasiones sí lo invento. Pero este año también me dio por leer los tiempos que pasé escribiendo cartas o mensajes vía internet todos los días. Y me llené de nostalgia y me dio sed. Entonces pensé en los pobres chamacos que no pudieron este sábado jugar a empaparse y en sus cuerpos de sed.

La sed no es exclusiva de los niños. Aunque la soportan menos, o la sienten más. A mi de niña me daba todo el tiempo sed. En Semana Santa salíamos toda la familia, repleto el coche de mi padre, hacia el mar. La sed me atormentaba, tengo sed, decía una y otra vez y mi madre abría una chaparrita de naranja tras otra, para mi, mientras mis hermanos se quejaban de mi sed y de que al rato ya estaba yo pidiendo a mi papá que detuviera el coche porque no me aguanto las ganas de hacer pis, decía y minutos después comenzaba de nueva cuenta a crecer la sed. La sed se me quedó como una manía, la manía de tener siempre sed. Unos años más tarde, ya adolescente, se me ocurrió pensar que la sed y la escritura están relacionadas. Unidas, hermanadas. Después lo escribí. Y al escribirlo sentí el vértigo. El mismo vértigo que se padece cuando arrecia la sed. Y seguí escribiendo. A escondidas, casi siempre. Guardaba los papelitos escritos debajo del colchón. O dentro de la cabeza rota de las muñecas con las que nunca jugué. Ignoro la causa de mi escritura clandestina. Nadie me decía que no lo hiciera. Pero nada más de imaginar a algún miembro de mi familia, a una amiga, al vecino, o a la monja de mi escuela leyendo mi escritura, se me iba el aire. Me quedaba sin respiro. Con la puerta cerrada y en silencio, pero un silencio sin alas. Ni mar.

De niña escribía palabras de ciudad. Era una niña de la ciudad. Una ciudad menos agresiva que la que hoy tenemos, menos herida, más grata. Los niños podíamos pasar el día entero en sus calles, hacerlas nuestras. Eran calles sanas. Pero aún así escribía la locura de la Ciudad de México y sus habitantes. La locura, por ejemplo, de una mamá que abandonó a su hija, una niña como yo, pero distinta, solamente porque se comía a puñados la tierra y luego se azotaba sobre el piso. Era una niña epiléptica. Y su mamá, primera generación en la Ciudad de México, pensó que se le había metido el diablo al cuerpo. No pudo con la ciudad la señora. Y su hija terminó en una granja siquiátrica aceptando la locura de su madre como propia. Muchas veces volví a escribir sobre ella. Y muchas más la visité en el psiquiátrico. Hasta que decidió arrojarse sobre un hueco de sabanas en llamas y me pidió que por favor, por favor, ya no fuera más. No he vuelto a saber de esa niña de once años que un día se sentó en el balcón de mi casa a mirar con sus ojos abiertos todo aquello que inventaba. Pero nunca se le ocurrió inventar que podía salvarse. O llorar sola.

Terminé la Semana Santa hablando sobre todo esto con mi gran amigo que vive en Madrid. Le conté las palabras que callé. Una a una, todo este tiempo. Le hablé sobre la Semana Santa en la ciudad. Y de cómo desde mi balcón, descubrí que la mirada puede ser también una lectura. La lectura imposible de la última voz.

El próximo año quizá visite otra ciudad en Semana Santa. Tal vez vaya a Beirut, a recordar tocando las piedras que no olvidé. O a Bogotá, a bailar sin que nadie piense que bailar es huir del incendio. Y si vuelvo a quedarme en la Ciudad de México, iré al hospital psiquiátrico a visitar a una niña de once años y escucharla pronunciar una palabra. Una sola palabra que le devuelva la vida. Y nos quite a ambas la sed.

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viernes, marzo 21

¿Qué nos está cambiando tanto?, preguntó Chavela

Se acordó de cuando, en abril de 2004, fue a visitar a Las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina. Se volvió a emocionar al recordar el recorrido que Taty Almeida, en representación de las fundadoras, le dio en su local de Buenos Aires. “Una pared cubierta de dolor”, me dijo y me comenzó al explicar las fotografías de miles de jóvenes argentinos, desaparecidos durante la dictadura militar y que guarda aún en su memoria de mujer anciana.

Habían pasado ya varios lustros desde su desaparición, pero las madres de los desaparecidos le contaban a Chavela Vargas la historia de sus hijos, como quien cuenta un dolor nuevo, fresco, un dolor cenizo que aún quema. Y cuatro años después de su viaje a Argentina, Chavela me lo platicó a mí con las palabras limpias que pronuncia la gente que nunca olvida. Y Chavela Vargas no olvida, pero tampoco entiende. Me pide que le explique qué diablos está sucediendo en el mundo. Qué pasa en México, qué ha pasado que nos ha cambiado tanto. Apenas comenzamos a hablar y desató su voz demandando la respuesta inmediata de una y otra pregunta. Ha estado muy atenta, según me confesó, de los acontecimientos de las últimas semanas. Por eso se acordó de Las Madres de la Plaza de Mayo y de sus hijos asesinados. Después me preguntó si yo entiendo por qué todo mundo se empeña en cuestionar a los jóvenes mexicanos que se encontraban en un campamento de las FARC, en Ecuador, al momento en que la fuerzas colombianas lo atacaron.


¿Y tú que piensas?, le pregunté. “Que son jóvenes. Que estaban buscando respuestas. Que estaban buscando razones. Una, tan sólo una razón para seguir creyendo que el mundo puede ser mejor, más humano, mas digno, más sabio. Un mundo que los entienda y al cual ellos puedan entender”, me respondió sin titubear. Le hago otra pregunta que tarda en responder. Permanece un buen rato en silencio. La mirada clavada en la memoria. La memoria de una mujer que está a punto de cumplir 89 años y que lleva todavía la vida envuelta en las manos, como una ola al centro de un jardín.

Chavela, insisto ¿y tú de joven qué buscabas? “Respirar, vivir, sentir. Buscaba un sitio donde ser Chavela Vargas, un rincón, un amor, un puñado de amigos, una canción. Buscaba la verdad. El amor que no tuve de niña, la seguridad que quisieron arrancarme, la verdad, te repito, buscaba la verdad”. Y la encontraste, Chavela, la encontraste, le dije. “Encontré a México. Y lo hice mío. Por eso me duele México. Por eso no entiendo que México no defienda a ciegas a los suyos. Que no salga a gritarle al mundo que es un dolor terrible el que hayan matado a esos chamacos. Que es una injusticia, que es un horror. No entiendo por qué quieren someter a una investigación a sus cuerpos de jóvenes, a su recuerdo de muchachos inquietos, impacientes, expectantes, insatisfechos, no es pecado buscar, no es terrorista el que busca”.

Chavela vuelve otra vez a su encierro. Hace una pausa larga. Intento cambiar el tema, pero sigue sin responder. Parece estar triste, su mirada sin sus lentes oscuros, desciende y rasga el tiempo. Cuando regresa, recuerda los tiempos en que México apoyaba las luchas sociales de los países de Sudamérica, como Argentina y Chile y las de América Central. Algo tiene en la memoria sobre el caso de una mexicana que fue violada, torturada y asesinada en El Salvador en 1989. De algo se acuerda, pero no tiene muy claro el caso, se le borra la imagen. Y ahora soy yo la que le cuento.
Se llamaba Alejandra Bravo y era estudiante de medicina de la Universidad Autónoma Metropolitana. Como todos los estudiantes de su generación estaba informada de lo que sucedía en América Central. La Nicaragua sandinista atacada por la contra desde territorio vecino, Guatemala de la tierra arrasada, y en El Salvador, una guerrilla, dirigida por jóvenes estudiantes en su mayoría universitarios, dibujaba una sonrisa al horror.

A Alejandra la ametrallaron a corta distancia. Pero antes, le fracturaron los huesos, le cortaron con navaja los senos, las piernas y el cuello y la violaron. La embajada de México en San Salvador hizo lo que tenía que hacer. En medio de la guerra, denunció, exigió, acudió al sitio de los hechos. Y en ningún momento, que yo recuerde, se cuestionó el hecho de que Alejandra Bravo, pasante de medicina, era o no terrorista. México envió una nota de protesta al gobierno de El Salvador.
Cuando terminé de contárselo, Chavela lloró. Quedito, pero lloró. Y ya no le pude sacar ni una sola palabra. Ni una sonrisa, ni un movimiento nuevo en su jardín.

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lunes, marzo 17

Mujeres rotas

Llovieron las felicitaciones. Algunas, pocas, llegaron a mi teléfono celular; la inmensa mayoría me fue enviada al correo electrónico. Este año el Día Internacional de la Mujer estuvo lleno de mensajes con fotografías de mujeres hermosísimas que dan extraños y paradójicos consejos sobre la importancia que tiene en la mujer la belleza interior, y sobre la necesidad de mantener virtudes como la dulzura, el compañerismo, la humildad y la solidaridad sobre la belleza física. La mismísima Audrey Hepburn aconseja en uno de esos mensajes decir palabras dulces para tener labios carnosos o dividir la comida con los hambrientos para tener el cuerpazo que ella tuvo a los 20 años. ¡Qué locura!, me dije, y pensé en no darle más importancia al tema. Total, una fecha más para el mercado del consumo. Un producto más que vender. Otra verdad convertida en mentira.

Por la noche, sin embargo, en una reunión de amigos se abordó el tema del Día de la Mujer. Y hablando de mujeres recordé lo que me sucedió un domingo de noviembre del año pasado en pleno Zócalo de la ciudad. Estaba atiborrado, lleno de gente que no quería perderse las magníficas ofrendas que colocaron en vísperas del Día de Muertos. Nos acercamos a la que representaba a la delegación Xochimilco, plagada de flores, aromas, colores. La gente miraba ese altar con respeto, con mística casi, sin palabras. Por eso resultó quizá tan pero tan sorpresivo el ver de pronto volar un puño cerrado que en segundos llegó al rostro de un hombre. Y llegó con fuerza. El hombre, de unos 40 años, fue el más sorprendido. Se quedó en silencio con su piel enrojecida y abierta. Volteó la mirada, intentó huir, desaparecer en la multitud. Ser multitud. Pero yo no estaba dispuesta a permitirlo. Y desaté mi palabra. Y grité, mientras lo señalaba, mientras jalaba con rabia su chamarra verde. “Señoras —dije—, miren bien a este hombre. No dejen que se les acerque; este hombre, como muchos otros, viene a faltarnos al respeto; es de los que creen que las mujeres somos objeto, que no denunciamos, que tenemos que permitir que nos maltraten, no lo permitan”. Y puntualicé: “Este hombre, señoras, me acaba de meter la mano entre las piernas de una forma asquerosa”. La gente —mujeres y hombres— miró con sorpresa e incredulidad. Me miraban más a mí que al perverso que al final por ello logró huir. Nadie hizo nada para evitarlo. Mis amigas pensaron, cuando me vieron golpearlo, que yo había enloquecido. “Fue como estar soñando”, me dijo una. “¿Qué le pasa a la Cortina?”, se preguntó la otra. Nuestro amigo, el único hombre del grupo, se acercó al perverso con cautela y se limitó a preguntarle: ¿fuiste tu?. Y todo el mundo siguió su camino.

Mi rabia se multiplicó cuando mi amigo, en tono dizque de broma, pero por supuesto que en serio, comentó que lo que sucedía es que yo llevaba unos pantalones bastante provocativos, ¡qué ocurrencia! Pantalones dorados, dijo de mis pantalones color beige. Entonces me tembló otra vez la piel. Mi amigo, uno de mis amigos más cercanos, el que es padre y madre a la vez, el que ha sido tantas veces solidario con sus amigas, el que cree en la unión libre, el que trabaja en proyectos sociales, ése, está convencido de que me lo merezco. Por provocativa. Otros, estoy segura, habrán pensado que debí de agradecerlo. A mi edad, ya no es tan común…

¿Por qué las mujeres no les faltamos así el respeto a los hombres?, fue la pregunta que abordamos por la noche del Día de la Mujer. “Es que no las provocamos”, dijo uno. “No se atreven”, dijo otro. La tristeza, más que la rabia, me silenció por un buen rato. Pero más tarde arremetí. A ninguna mujer se le ocurre manosearle a un hombre los genitales en el metro. Y no se nos ocurre debido a que, entre otras cosas, no nos produce placer alguno. El placer es otro. Es compartido. Es amable. El placer tiene piel, mirada, labios, voz. Tiene aroma.

No llegamos a nada. Se terminaron el vino y la reunión. No podía dormir. Le llamé a un amigo de España para preguntarle por las elecciones. Se disponía a salir de su casa para ir a votar. Le gusta votar de los primeros. Le pregunté, aunque sabía la respuesta, por quién votaría. “Por Zapatero, ¿por quién más?”, me dijo a la madrileña. Y Zapatero, ¿por qué?, le pregunté y comenzó a lanzar una hilera interminable de razones que apenas recuerdo, porque después de escuchar la primera me daban igual las otras. “Porque cree en la enorme capacidad de la mujer. Y en su intensidad”.

Creer. Creer en la mujer es quizá también lo que a las mujeres nos hace falta. Creer que somos capaces de darle al agresor su merecido, sin que este hecho sorprenda o paralice; que somos también capaces de construir, a cualquier edad, nuestra historia. Que somos lo suficientemente fuertes como para levantar una y otra vez el vuelo. Creer que podemos equivocarnos, podemos intentar aniquilarnos para ser en el otro. Pero también podemos, como mujeres rotas —diría Simone de Beauvoir—, salirnos de nuestra propia piel, si con ello volvemos a la vida con la fuerza que concede la lucha por arrancar la mirada de quienes todavía piensan que somos carne sobre su mesa.

Antes de dormir navegué en mi portátil para enterarme sobre la forma en que, en otros rincones del mundo, se había celebrado el Día de la Mujer. En Afganistán, donde hace 30 años esta fecha está en silencio, mil mujeres salieron a la calle. Las fuerzas religiosas les impidieron marchar. Pero gritaron. Se dejaron ver. Le colocaron alas a su mirada. Rompieron el orden de las cosas, para sanar su alma rota.

En una población del sur de la India un significativo grupo de prostitutas tomó las calles para exigir mejoras en el sistema de salud. Su mayor preocupación: sus hijos. En Nicaragua demandaron restituir el aborto terapéutico; en Guatemala, Honduras y El Salvador, el fin de la violencia, el fin de la impunidad, el fin de las violaciones, de la sinrazón. La sinrazón que ataca la médula de los sentimientos y devora la posibilidad de rescatar aquellos pensamientos, formas, palabras, caricias, miradas que urge pueblen el mundo. El mundo roto de las mujeres y el de los hombres, también rotos.

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domingo, marzo 9

Poeguntas

La primera



¿Por dónde el viento respira?

¿En qué sitio, en qué reino,
pronuncia la voz su deseo?

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sábado, marzo 8

Oaxaca de piedra

Tuvieron que convocar al Consejo de Ancianos para poder prepararlo fuera del pueblo. Tuvieron que firmar un convenio mediante el cual el Consejo de Ancianos otorgó su consentimiento, a cambio de que no se lucrara con la venta del caldo de piedra. Yo nunca lo había probado; hasta hace apenas un año se comía exclusivamente en los pueblos de la Sierra Tuxtepec, al norte de Oaxaca. Donde más se cocina es en Usila, el principal pueblo chinanteco, el de mujeres de ojos rasgados, como peces, y de huipiles bordados en telar de cintura con triángulos, rombos, estrellas y sueños que luego lucen sobre su cuerpo, como una gran ola de hilo.

Mari salió de Usila hace un año. Se fue con su tío a la ciudad de Oaxaca para abrir un comedor donde sólo ofrecen el caldo de piedra, que tan sabroso le sale a toda la familia Santos. A los padres y a los abuelos, a los bisabuelos y a los tatarabuelos, y antes de ellos a nuestros antepasados de los tiempos anteriores a la conquista, me cuenta Remigio mientras calienta las piedras blancas y redondas en lumbre de leña. Remigio, quien no te vende ni una sola cerveza ni un mezcal, y no por falta de permiso, que no lo necesita, sino porque vender alcohol es lucrar, y tiene que cumplir la promesa que hizo al Consejo de Ancianos, aunque no se opone a que uno vaya a la tienda de enfrente a comprar su traguito, que con trago sabe más sabroso el caldo de piedra de camarones, de pescado o mixto.

Remigio me contó que cocinar el caldo de piedra es cosa de hombres, no hay mujer que sepa prepararlo. Según la costumbre, el día que se come caldo de piedra, que es comida de ceremonias, es el día que la mujer descansa. Los varones salen de madrugada al río para pescar los camarones y la trucha. Después preparan la lumbre y colocan las piedras bajo los leños. “De noche las piedras echan chispas, pero de día prefieren quedarse en silencio”, comenta Remigio mientras coloca una de las piedras en una jícara de semilla a la que ya antes le puso jitomate picado, chile verde, agua, hierba santa y los camarones o el pescado crudo. En menos de dos minutos todo está cocido. Cuando el caldo deja de hervir a borbotones, Remigio le saca la piedra con una cuchara y personalmente lleva la jícara a la mesa. “Es mi obligación dejarla en su lugar, es comida sagrada”, me dijo cuando intenté que me la diera para llevarla yo. Mari nos trajo las tortillas hechas a mano por varias mujeres. “Qué extraño se mira un hombre cocinando”, le dije a Mari por iniciar la plática. “Muy extraño, extrañísimo”, me respondió y después me reveló en voz bajita que en el pueblo los hombres nunca cocinan. Nunca lo que se dice nunca. Ni siquiera los días en que se prepara el caldo de piedra. Ellos son los que van a pescar. Y las mujeres encienden el fuego y preparan el caldo con sus manos de nixtamal y algodón.

El Caldo de Piedra, que así se llama el comedor, está a las afueras de la ciudad de Oaxaca. Me llevó Marcos, un amigo antiguo de mirada y alma quietas, con quien tropecé casualmente en una calle de Oaxaca. Teníamos cerca de 20 años sin vernos. Dos décadas de palabras guardadas en el hueco que queda en la ausencia. El hueco que un día deja de ocultar lo que guarda y sin apenas darse uno cuenta sale como un gemido del alma y se expande. Como la vida cuando se desnuda a la orilla del viento.

Por la noche sopló fuerte el viento. Pero los que fuimos a escuchar al grupo Mono Blanco de Veracruz, en pleno centro de Oaxaca, no sentimos frío. Ni sed, solamente ganas de bailar, de ahuyentar la soledad, que en Oaxaca tiene un rostro diferente. Se mueve apenas, se aquieta casi. Y a veces baila. Sentimos ganas de bailar y bailamos el puro fandango. El Museo de Filatelia de Oaxaca cumplía 10 años y había que celebrarlo. Había que cantar, bailar y zapatear porque solamente así se llega a viejo. Y porque todos aquellos que bailan se mueren contentos.

Después del baile, Marcos y yo nos fuimos a tomar un mezcal blanco y nos pusimos a hablar. De nuestras andanzas por el mundo, de nuestros amores, de las historias que dejamos a medias. De México. De la ciudad de México y de Oaxaca. De cómo, cuando uno está en Oaxaca, la ciudad de México se vuelve un espejo de agua en el que, en ocasiones, alguien se mira. Un ciego, un colibrí, alguna que otra niña urgida de vivir.

Como aquélla niña de dos años que Marcos vio un día en un autobús. Una niña mexicana con su madre jovencita. Venía lleno, retacado de gente cansada y violenta. Gente herida de ciudad. Hubo un pleito. Se mentaron la madre. Volaron objetos sobre las cabezas de la niña de dos años y su madre. Marcos intentó protegerlas. Las abrazó. Y lanzó un lamento: ¡qué mundo le vamos a dejar a nuestros hijos, qué mundo! La mamá de la niña de dos años abrazó con más fuerza a su hija. “Yo prefiero pensar en qué hija le voy a dejar a este mundo”, le respondió la mamá jovencita. Cuando Marcos me lo contó, se miró en el espejo de agua que en ocasiones es nuestra ciudad. Una ciudad con una piedra que arde en la mano.

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