sábado, abril 26

Vivos murmullos muertos

Tendría unos siete años cuando la llevaron a conocer a los muertos del pueblo. Le enseñaron uno a uno los sepulcros del viejo cementerio. Aquí yace Petronilo Flores, el primero en pilotear una avioneta; acá Miguel, el dueño de la carpintería; más allá Doña Gertrudis, la solterona. Una tal Eduviges fue enterrada junto a sus dos hijos que murieron, igual que ella, el día de la tormenta. Al otro lado está la tumba de Macario, el albañil que pereció atropellado. Fue él quien llevó el pulque a Ahuatepec, un pueblo que por estar tan cerca de Cuernavaca se fue llenando de enormes residencias, habitadas solamente los fines de semana por familias que viven, de lunes a viernes, en la Ciudad de México. Pero la familia de Natalí nunca quiso vender su casa, ni el terrenito donde todavía hoy conviven patos, guajolotes y borregos con alguno que otro perro. Ahí crecieron Natalí y sus tres hermanos, a quienes de niños los llevaban de tanto en tanto al cementerio para que no olvidaran que Eduviges, Miguel, Gertrudis, Macario, Doloritas y una hilera más de muertos fueron quienes comenzaron a construir el pueblo, apenas abrieron la vereda que va de Tepoztlán a Cuernavaca. Le levantaron la orilla al camino.
Natalí sonríe cuando me cuenta sus paseos entre muertos. Acabó siendo una costumbre lo que comenzó como un arma contra el olvido. Se aprendió de memoria la leyenda de cada sepulcro. Quién está al lado de quién, en qué calle vivía, en qué cantina, cuántas palizas le dio su marido, con cuántos besos enamoró a las muchachas del pueblo vecino. Un día le dio por indagar la historia de aquellos muertos de quienes nunca nadie dijo nada, los muertos anónimos. Y comenzó a darle vida al pasado de sus muertos. Se volvió una experta en construir identidades. Por eso Natalí nunca ha padecido el dolor de ser una extraña en su pueblo, la pena de no pertenecer. A pesar del cambio brutal de las calles, las personas, la forma de mirarse sin mirar. A pesar de que ya no queda nadie de los que estaban cuando ella nació, nunca le duele la soledad, aunque se encuentre sola. “Me dolería la ausencia”, confiesa cuando le pregunto. Y aclara: “la soledad, como el silencio, no es ausencia”. En algún lado he leído esa frase, pienso, y la anoto.
La primera vez que la llevaron a ver a los muertos del pueblo iba de la mano de Chavela Vargas. Fue ella quien le fue deletreando la vida de cada muerto. Quien leyó en voz alta la leyenda inscrita sobre cada lápida. Quien le dijo una y otra vez que no olvidara, que se grabara en su cabezota lo que le estaba contando. Que nunca escapara, que jamás se arrancara de la piel la historia de los suyos. Su historia. Que si alguna vez llegaba a hacerlo, le advirtió, le caería encima la locura.
Chavela Vargas escuchó atenta el relato de Natalí. Ante ciertas frases reía, ante otras tarareaba una tonada antigua, como quien se empeña en recordar un sitio, una iglesia, un rostro, un paisaje, cualquier cosa que surja del pasado, antes de que todo desaparezca. Escuchó atenta el relato de Natalí, atenta y orgullosa de escuchar a quien, según ella misma asegura, le heredó las ganas de no dejarse ningunear por nadie. Por eso cuando Natalí tenía once años la metió a clase de karate, Y resultó ser excelente alumna, tanto que los triates que vivían en la misma cerrada que Chavela tuvieron que inscribirse también a la escuela de karate. Para defenderse de Natalí, la chiquilla que Chavela Vargas crió como si fuera una hija. Una chiquilla con espíritu retador, la describe Chavela, y se pone a cantar una canción sobre un ser desconocido.
Natalí trabaja en la fábrica de cartuchos Remington. Desde hace ya casi un año, los sábados los dedica íntegros a un curso de formación de bomberos. Será la primera bombera del pueblo. Desde que comenzó el curso ha perdido 18 kilos, lo dice con orgullo. Marta, su mamá, nada más para que Natalí se sienta acompañada, ha adelgazado cinco. Se va corriendo a Ahuatepec, en lugar de tomar el autobús. Corriendo como antes lo hacía Natalí y sus hermanos detrás de Chavela. Llegaba a las dos, tres de la mañana de El Hábito, en Coyoacán, donde cantaba los fines de semana por la noche. Dice Natalí que si dormía tres horas, eran muchas. Se levantaba a las seis, cruzaba la puerta de la casa de Marta y despertaba a los niños a gritos. Se los llevaba a correr a Tepoztlán, a treparse al cerro. “¡A ver quién llega primero a la pirámide!”, retaba. Y después, ya con Chavela al volante, se iban todos a Tequesquitengo a subirse al aeroplano del hijo de Petronilo Flores. “Para que nunca sepan qué es el miedo”, les decía Chavela. Un día quiso saltar en paracaídas con Natalí, pero no le dio la estatura a la niña. Le faltaban como diez centímetros y por más que Chavela le rogó al hijo de Petronilo Flores se tuvo que tirar sola. “Chin”, dice Natalí, quien se quedó con tantas ganas que hasta la fecha sueña con que vuela con alas de mariposa.
Las alas de mariposa, comenta Chavela, son las que te salvan de morir, cuando la muerte se acerca a destiempo. Una vez ella sintió cómo levantaron su cuerpo que se iba. Chavela le pregunto: “¿le tienes miedo a la muerte?”. Y me responde que sólo a quien la vida le da miedo teme morir. Cuando la escuché me acordé de que justo ese mismo sábado se conmemoraban los diez años de la muerte de Octavio Paz, quien tampoco le temió a la vida ni a la muerte. Y quise saber si a los 89 años aún se conserva la esperanza. “Tú dime”, reviró Chavela cuando se lo pregunté. Y le contesté con la palabra del Octavio Paz recién llegado de la España en guerra, cuando se descubrió otro en él: “Quien ha visto la esperanza, no la olvida, la busca bajo todos los cielos y en todos los hombres. Y sueña que un día va a encontrarla de nuevo, no sabe dónde, acaso entre los suyos”. “Acaso, acaso,” murmura Chavela abrazando a Natalí.

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jueves, abril 10

Se rompió el encanto

Casi todos mis amigos se encuentran sumamente preocupados. Dicen que no recuerdan haber visto en décadas tan mal a este país. Que se está debilitando, pierde fuerza, se hunde, pero alza —antes de tocar fondo— su mano. Su mano herida. Hay otros que se han dado ya por vencidos. Se han declarado incapaces de mirar, escuchar, leer lo que aparece a diario en los medios de comunicación. Están hastiados, cansados, decepcionados. Se rompió, si es que lo hubo, el encanto. Y no saben cómo respirar tanta mentira.

La mentira avanza, dicen demasiados mexicanos. Se apodera de las calles, se confunde con los sonidos de las avenidas, entra a las casas, se sienta a contemplar a la desesperanza, la mima, la alimenta. Le concede existencia. Y la obliga a convivir con quienes hasta hace poco, muy poco, aún creían en el alba sin muros. En la vida sin miedo ni vergüenza. En la vida.

Casi todos mis amigos cuentan horrores de la política. Algunos, sin embargo, aún creen que es posible encontrar el antídoto contra el engaño. Que aún hay alguien que por las noches escribe poesía. O lee a Cernuda. O ama. O desea ser amado y apagar la voz de la mentira con el ruido que producen los cuerpos cuando se besan. Yo todavía me encuentro de este lado. Me mantengo con los ojos abiertos, aunque la poesía se me escapa, como una mariposa, a la orilla de la piel.

Cuando miro la inquietud en mis amigos, pienso en mi hijo adolescente. Y le pregunto qué piensa, en qué cree, qué mundo le gustaría sembrar en las pupilas del presente. A mi hijo adolescente le gusta la música, como a todos los adolescentes. De niño aprendió a soñar los colores de las autopistas, le gustaba el grafiti de los chavales españoles y creía que en el grafiti, se inspiraban los músicos. Hoy le pregunto qué mundo se imaginan los chavos, qué miran, en qué creen y me responde la voz de otros jóvenes. Me explica que a los emos no les gusta la vida y buscan, dice, sin entender bien a bien qué es lo que buscan. No buscan nada, le digo. No hay nada que buscar, es ese el drama, la fatalidad. El vacío. La invisible meta. El no encontrar sino la nada. La copia de lo que fueron otros en los años ochenta y ya no existe. Otros en otro país, con otro idioma, diferente realidad. O no, los une el vacío. El vacío en la mira de los adolescentes de gran parte del mundo.

La hija de una amiga quiso ir a este sábado a la marcha de las tribus urbanas. Ella sí cree en los emos. Aunque es demasiado pequeña aún para estar a su lado, cree en ellos, por creer en algo. Algo que vibre, que se mueva, que palpite. Que sea diferente. Que quiebre. Aunque no haya nada que buscar, más que la diferencia. La diferencia contra la mentira. La nada como identidad.

La marcha por la tolerancia en la ciudad de México, estuvo a punto de caer en manos de la intransigencia. Los emos a punto de ser agredidos por las otras tribus urbanas. O por un grupo de provocadores, como dicen los diarios este domingo. Por poco se da el enfrentamiento. Los punks, darks, los eskatos y los cholos intentan defender su territorio. Las calles de la ciudad otra vez disputadas. La música se escucha mejor en las azoteas, me comentó un amigo de mi hijo mientras hablábamos de los emos. Los chavos urbanos, algunos, quieren arrancar las aceras. Para dejar salir el agua que un día dio vida a la ciudad. El agua que la alimentaba, que la limpiaba, que le concedía la luz. La ciudad de agua que fue, cuando el agua era de jade en la ciudad de México.

Antes pensaba que nadie puede acostumbrarse a la mentira, pero es mentira. La gente se acostumbra a todo, cierta gente. A mentir y a escuchar sin rabia las mentiras. A mezclar las palabras que se escuchan y las que se pronuncian. Se acostumbran también a no creer. O a creer que se cree en algo. En el poder, hay quien cree en el poder. Y no puede.

Mis amigos, casi todos, están preocupados. Por eso últimamente nos reunimos cada vez que se puede. Y para huir del vacío. Hablamos horas de política. Pedimos un tequila, brindamos. Nos damos la mano con la mirada. Nos resistimos a creer en la mentira. Nos blindamos el corazón adulto y acabamos riendo a borbotones. Después otra vez nos acordamos de la debilidad de México, de su fuerza perdida, de la falta de oxigeno que le tiñe los labios. Y muchos parecen estar a punto de descreer. Por mirar a México que se hunde. Pero antes de tocar fondo, levanta la mano, les repito a mis amigos. Como pidiendo salir del pantano, como queriendo beber otra vez el agua de jade. Y vivir sin miedo y sin vergüenza. Y bailar poemas con los jóvenes en las plazas y en las avenidas; en los vagones del Metro y en los jardines. Creer. Buscar el antídoto contra el engaño. Aunque el encanto se haya roto.

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