domingo, agosto 17

Milagros de Aura

No es la primera vez. He escrito sobre él en varias ocasiones. He contado las anécdotas de cuando compartíamos en España un programa de radio, un cargo en la embajada, decenas de veladas, tragos, caminatas, largas pláticas en la cocina de su casa de Madrid. He publicado no sé cuántas notas sobre su huella en la ciudad de México, sobre su poesía, sobre su facultad de ser un gran amigo; el que te consuela con un taco de carnitas hecho en Madrid, el que te arropa con un mezcal que Fernando del Castillo y Juan Manuel de la Rosa le llevaban en garrafas de plástico desde Zacatecas o San Luis; el que te regaña porque los frijoles no llevan ajo, los jitomates para las tostadas se rebanan delgadito, las tortillas no se echan al comal cuando está frío, los chiles rellenos se escurren bien. ¡A ver para cuándo!, me decía, ¡acomídete María, acomídete! Entonces estallaban las carcajadas y nos chutábamos otro mezcal o abríamos otra botella de vino de esas que compraba por cajas, sin etiqueta, que ni falta hace.

Entonces estallaban las carcajadas. Hoy revienta en mi alma la tristeza.

Ya sabía. Todos lo sabíamos. Desde que se fue de Madrid a México recién casado con Milagros supimos que se le había cosido el maldito cáncer a los pulmones. Y que de ahí en adelante comenzaba la cuenta regresiva. Unos meses, nada más unos meses, dijeron lo médicos y los que teníamos la fortuna de estar cerca, decidimos disfrutarlos al máximo con él y con Milagros. Pero Alejandro fue alargando el tiempo a golpe de creación. Y escribió como nunca en su blog. Reprodujo varios de sus libros de poesía, escribió uno más, contó paso a paso el andar del cáncer por su cuerpo y por su alma. Paso a paso sus andanzas, su diálogo con el cáncer. Y ganó varias batallas. Tres años ganó Alejandro Aura las batallas en la guerra contra el cáncer. Y lo hizo dignamente, sabiamente, dulcemente. Con sabiduría y humor. Aún después de las sesiones de quimioterapia, Alejandro ocurrente, te hacía reír.

Todos lo esperábamos. Pero Alejandro seguía ganando la batalla. Yo terminé mi estancia en Madrid y desde México continuamos conversando, riendo, maldiciendo. O recordando los tiempos en que él difundía al aire mi desnudez. Hora México se llamaba el programa de radio al que me invitó a participar y que mantuvimos durante tres años. Hora México en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Abría Alejandro cada programa con un verso milagroso. “Milagros de sacristán, pellizcos de capellán”, decía con su voz pulcra, apenas aparecía la luz verde en el estudio. Después ya saludaba, “buenas noches –decía—, esta es Hora México, una ventana abierta a México desde el cielo de Madrid”. Y comenzaba a describir mi vestido transparente, de gasa delgadita, mi atuendo imaginario que desataba canastadas de buenos pensamientos entre los taxistas de Madrid, que eran los que más nos escuchaban. Y llegaba otro lunes y otra vez Alejandro con los milagros, sólo porque Milagros nos estaba escuchando desde su casa y era su forma de decirle que la amaba, la amaba, la amaba, en cada palabra la amaba. “¿Qué rima con tierra, María?”, me preguntaba en el elevador que nos conducía al estudio. Guerra, Ale, guerra, le decía y entonces saludaba “milagros son en la tierra, como paños en la guerra”.

A Milagros la conoció en mi casa de Madrid. Él había llegado unas semanas antes a dirigir el Instituto de México al que rápidamente bautizó como Salón México ante la estupefacción del embajador y gran amigo Gabriel Jiménez Remus. ¡Le puso Salón México!, me decía abriendo más sus ya de por sí abiertísimos ojos. Salón México huele a calle, a mujeres, a baile, decía el embajador furioso, que terminó por incluir a Alejandro en su lista de grandes afectos y que desde Cuba, donde fue enviado después de Madrid, le tendió una y otra vez la mano hasta el último día.
Cuando se vieron la primera vez, ya no dejaron de verse. Milagros y Alejandro se pusieron a bailar en la sala de mi casa de Madrid sin importarles que los invitados estaban ahí para conocer al nuevo agregado cultural de la embajada y ser los únicos en bailar y abrazarse y volver a bailar otro rato sin música. Dejaron que sus almas siguieran bailando pegaditas, durante los siete años que estuvieron juntos. El día en que se casaron, se fueron temprano de la fiesta que organizaron en el Bar Casa Pueblo del Barrio de las Letras. “Es que ya di el viejazo”, me dijo Alejandro que me lo venía diciendo ya meses atrás cuando salíamos del Círculo de Bellas Artes y no se sumaba a la copa final con Eduardo Vázquez, Kiko Helguera y Valentina Siniego. “Ya di el viejazo, María” y lo acompañaba caminando despacito a su casa de Cervantes, donde Milagros lo esperaba con sus comentarios sobre el programa y sus milagros. Y con un masajito de ternura en la espalda adolorida de Alejandro.

Regresé de Madrid hace unas semanas. Fui a ver a Alejandro que me prometió que me iba a dar el premio a la mejor huésped 2007, porque también estuve ahí en diciembre pasado y a pesar de los frijoles con ajo y las toscas rebanadas de jitomate, me salió rico el bacalao, los tacos, el fideo seco. Lo fui a ver porque quería decirle que lo quiero y se lo dije. Está bien decirlo. Debes decirlo más seguido, me dijo Alejandro con su voz delgadita de oxígeno. Lo fui a ver para estar con Milagros; para que supiera que no estará sola, aunque Alejandro haya tenido la ocurrencia de al final decidir que ya iba siendo hora de morir. Porque cuando escribió su poema “Colofón”, el año pasado, todavía no sabía qué hacer.

He estado revisando la historia y resulta

Que todos han muerto. Todos, todos.
De manera que esa secreta esperanza que yo tenía.
No encuentra fundamento. No se qué hacer”

Hace una semana, Alejandro Aura fue al hospital a una cita con su oncólogo. Decidió quedarse. Dos días después supo qué hacer. Pero sucede que desde hace unos días he estado revisando mi historia. Y ahora soy yo la que no sé qué hacer. Qué decir, qué escribir.

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lunes, agosto 4

Se nos están acabando los recuerdos

Se nos están acabando los recuerdos. Dijo que se nos estaban acabando los recuerdos y detuvo su mirada en la mía, su mirada agrietada y húmeda. A mi hermano que desde que cumplió 50 años, no puede dejar de llorar por cualquier cosa, le preocupa que la vida agarre camino por su cuenta, sin acordarse de nosotros que tanto nos gusta volver a sentir el vértigo de haber caminado de niños sobre la rama delgadita de un árbol muy alto. O haber recorrido a obscuras el parque de enfrente, en busca de un gato que se dejara amarrar latas en la cola.
Los recuerdos tienen vida propia, le dije, para espantar su tristeza. Se nos están acabando los recuerdos, me ignoró mi hermano, buscando mi complicidad ante la alta jerarquía de la familia que nos observaba. Entonces lanzamos la primera pregunta, y la segunda, y la tercera, y la cuarta. Toda la noche concediendo libertad a la palabra impronunciada . La que nos trajo de vuelta a los recuerdos que algún día tuvimos cerca y a los otros. Los que comenzaron a ser recuerdos a partir de que los escuchamos en la voz antigua que les concede existencia. La voz de los otros que cuentan la fuerza, la delgadez, el hambre, el placer. Todo cuando existió antes de que mi hermano y yo estuviéramos presentes. Y lo que de alguna manera permitió que estemos en el mundo.


A mi hermano le preocupa la historia de la sangre. De dónde venimos, cómo nacimos mexicanos. De qué vena, en qué tiempo. Cuando sucedió que dejamos de ser lo que antes fuimos. A mi hermano le preocupa que la nada arranque la raíz de la historia. Si eso sucede, piensa, dejaremos de existir. Lo dice en voz baja y vuelve a llorar la pérdida que presagia. Me da nostalgia ver llorar a mi hermano con tanta soltura. Lo miro y quisiera poder tener esa capacidad de expresar todo cuanto siento a través de las lágrimas.
Hay que construir un sitio de llorar, me propuso mi hermano cuando le comenté que yo no puedo llorar así como lo hace él, en cualquier lugar, frente a quién sea. No le importa. Igual lo hace en su oficina que en el coche, en una fiesta, velorio, cine, concierto, mientras come, lee o se sienta a preguntarle a las mujeres mayores de la familia qué sucedió cuando el general Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo. Qué recuerdos tienen del abuelo, de los tíos, de la familia dividida entre quienes agradecían a los extranjeros por sus inversiones que tanto benefician al país, y los que veían en Cárdenas la oportunidad para al fin tener, ahora si de verdad, un país que lleve las riendas de su historia.
Eran apenas unas niñas y recuerdan poco. O dijeron recordar poco, pero nos contaron con detalle los pleitos entre el abuelo y su hermano. Uno metido en la Compañía El Águila y el otro en el gabinete de Cárdenas, figúrense, no hubo modo de reconciliarlos. Hasta que fueron pasando los años y volvieron a tomarse un trago juntos, y a recordar los tiempos en que se trepaban a un muro para ver a las alumnas del colegio Sagrado Corazón, todas muy bien portadas, hasta que se daban cuenta de que los dos hermanos las estaban espiando. Entonces volteaban a verlos con gran descaro y les sonreían la primera sonrisa del deseo.
Este domingo, una niña de siete años acompañó a sus papás a participar en la consulta energética. Fueron a una de las mesas que se colocaron en la Alameda Central, justo enfrente del Hotel Sheraton donde se dio el encuentro entre los observadores, periodistas, políticos y curiosos que participaron en la consulta. A unos metros de la mesa, una banda musical puso a bailar a centenares de capitalinos. Había de todo: ancianos, jóvenes, meseros, albañiles, taxistas y travestis. La niña de siete años no dejaba de mirarlos mientras su mamá emitía su voto. “Hubieras puesto que sí”, le gritó su esposo que había votado unos minutos antes que ella, quien no quería por ningún motivo, según le explicó, que los extranjeros se lleven nuestro petróleo pues es lo único que nos queda. El esposo, enojadísimo, le respondió que a ella qué más le da, si de todas maneras no les llegan ni les llegaran los beneficios del petróleo; y tú qué sabes, le dijo ella subiendo el tono de la voz, mientras la niña de siete años seguía mirando bailar a una pareja de ancianos y a un travesti chimuelo y calvo que se traía loco a su pareja, un joven de pelo largo que apenas conseguía seguirle el paso.
Cuando miré a la niña mirar con tanta admiración a las parejas que bailaban libremente en la Alameda, también vi como crece la ciudad en cada esquina. En cada rincón, en todos los parques y las avenidas. Crece y cambia esta ciudad que algunos días agrieta el cemento en señal de advertencia de que en cualquier momento la tierra puede abrirse, y otra tarde lo que abre son sus puertas a todo tipo de expresión. Cuando miré a la niña mirar, me dieron ganas de llorar como llora mi hermano cuando intenta salvar los recuerdos.

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