lunes, octubre 27

Ganar la guerra

Ya tenía casi dos meses de haber muerto, nos lo recordó Milagros Revenga, su esposa madrileña que había pasado la mayor parte de ese tiempo en México. Después dio las gracias a las miles de personas que solicitaron al Gobierno de la Ciudad que le entregaran póstumamente la Medalla 1808 a Alejandro. La misma que le concedieron en mayo a Carlos Monsiváis y ese día, el 15 de septiembre, a cuatro historiadores mexicanos (Miguel León Portilla, Josefina Z. Vázquez, Ernesto de la Torre y Moisés González Navarro) y a cuatro extranjeros (François Chevalier, F. Katz, David Brading y H. Pietchmann). La ceremonia fue en el Salón de Cabildos del Antiguo Palacio del Ayuntamiento, un sitio que sin duda a cualquiera impone. Creí que Milagros se pondría nerviosa a la hora de pronunciar su discurso. La banda militar, el himno, el saludo a la bandera que ninguno, o casi ninguno de los presentes lo hicimos correctamente; los retratos tamaño natural de Hidalgo, Morelos, Primo de Verdad, como testigos que miran con ojos quietos lo que nunca vieron, para custodiarlo, para guardarlo en ese salón que tanto impone, estremece, perturba. Pero Milagros no titubeó. Compartió con los asistentes la experiencia de otros homenajes que se le han hecho a Alejandro. Narró lo que la gente cuenta, lo que opina, lo que le duele de su ausencia, pero sobre todo, lo que Alejandro Aura no sólo fue, sino lo que aún es. Y lo que seguirá siendo.
Alejandro Aura fue un gran descubridor. Descubrió el arte, la lectura, la risa, las calles, plazas, teatros, estudios, cabinas. Pero descubrió sobre todo a la gente y creyó en ella. En los artistas, en los escritores, en los chavos banda, en los actores, en los poetas, en los teporochos, en los pintores, en los escultores. Pero sobre todo creyó en los desvalidos, en los marginados, en los desprotegidos, en los desamparados; en los más indefensos. En aquéllos a quienes les arrancaron toda posibilidad de recibir una caricia, un techo, un libro, un amor. Y un día Alejandro descubrió el instrumento que, pensó, podría salvarlos de tal marginación: la cultura. Por ello, la sacó a las calles, aventó libros en todas las esquinas; abrió las puertas de las plazas, colocó gradas imaginarias, montó escenarios en las aceras e invitó a quien quiso escucharlo a hacer todo eso suyo. A recuperarlo, como Milagros nos recordó que decía Alejandro, “para el goce artístico, para el placer de la imaginación y para la convivencia”.
El goce artístico y el placer de la imaginación lo sintieron miles de los jóvenes que cuando Alejandro era el encargado de la cultura en la Ciudad de México, deambulaban sin oficio por las calles. Viendo de a cómo, de a cuánto la limpiada de parabrisas, los malabares, el fuego en la boca, para contar por la noche lo ganado y comprobar que no alcanzaba más que para un gansito, un bolillo y si acaso un jarrito para la sed. Pero el hambre, lo que se dice el hambre, seguía ahí, reventando la piel y la fuerza para seguir sin una aspiradita de cemento o sin el contenido de una cartera ajena, un anillo, aquel reloj, el coche del que se deje robar. A fines de los noventa, un puñado de esos jóvenes se integró a alguno de los programas de Aura y sintió el goce, el placer que provoca crear, aprender, producir, sentir. Y convivir con otros que descubren que ejercer la violencia carece de sentido cuando hay un espacio para imaginar, gozar, leer, escuchar, compartir y vivir de ello, vivir. Un espacio que, en medio de tanta insensatez, alce el deseo. El deseo de una ciudad reacia ya a mirarse al espejo.
Alejandro Aura tenía 30 años cuando supo cuál era y sería su relación con la ciudad. También eso nos lo recordó Milagros en su discurso de palabras de carne rosada. Y luego se puso a leer unos versos del poema Hacer ciudades en donde se le oye decir a Alejandro que no se irá. E insta al solitario a partir, al robusto padre de familia, al hombre común de cara lisa, los insta a partir de la ciudad. Pero a él se le escucha decir que no se irá. Que la ciudad se morirá con él. Y estará en su fundamento. Mientras esta ciudad exista, terminó su discurso Milagros, Alejandro Aura estará vivo.
Está con nosotros, dijo Marcelo Ebrard después de entregar a los historiadores y a Milagros la medalla-escultura. Había escuchado atentamente a Milagros. Y lo sintió. Sintió que ahí estaba. El Jefe de Gobierno también invitó ese día a abrirle la puerta a la esperanza. No sé si al decirlo pensaba en los más de 100 mil adolescentes que todos los días deambulan por las calles de la ciudad sin oficio. Sin trabajo, sin escuela. Sin nadie que les haya dicho que todavía hay espacio para abrir espacio. Que todavía hay quien se encarga de que no se apague la luz del Faro de Oriente, ni deje de soplar el viento en el Circo Volador. Que aún hay versos en los libros que calman la angustia, placer en la página en blanco, en el lienzo, en el muro. Yo sí pensaba en ellos mientras lo escuchaba. Y en la urgencia de que alguien entienda que lo que verdaderamente se le reconoce a Aura es haber descubierto que la cultura es el más eficiente, si no el único método para combatir el desamparo, la soledad y sobre todo la violencia. La violencia presente y los años futuros de violencia.
François Chevalier tiene 94 años de edad. Después de la ceremonia salí con él al Zócalo. La lluvia le dio risa. La multitud, calor. Llevaba bajo el brazo la Medalla 1808 que el artista Juan Manuel de la Rosa, por encargo de la Comisión del Bicentenario de la Ciudad de México, diseñó para todos aquellos que algo han hecho para hacer más habitable, más justa, más viva, a esta ciudad. Juan Manuel de la Rosa, uno de los más cercanos amigos de Alejandro Aura, grabó en la medalla un rostro de la ciudad. Su rostro de luz y de agua.
Aún bajo la lluvia, aún con la risa de Chevalier saltando en su mirada sabia, el 15 de septiembre en el Zócalo capitalino se sintió la onda expansiva de la granada que la mano de la sinrazón arrojó en Morelia. Los daños causados no han sido contabilizados en su totalidad. Quizá sea imposible hacerlo. Una herida abrirá otra, y otra y otra. Se perderá la cuenta. Entonces esta ciudad y todas las ciudades serán cada día más invivibles, más crueles, más fieras. Y todos los Alejandro Aura morirán. A menos que las autoridades entiendan que sembrar minas de cultura bajo el asfalto es la mejor estrategia para ganar esta guerra. Esta guerra contra el miedo y el horror que tanto duele.

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jueves, octubre 23

Carlos Fuentes y el dolor de creer

“Arrastraban los cuerpos y las cabezas (…)
una montaña de cabezas mirándose sin verse allí.
Como se cansaron de decapitar
a los demás nos dejaron afuera”
(Carlos Fuentes en “Todas las familias felices”)

Que es el novelista de la burguesía; que él mismo parece un empresario de alcurnia; que tiene unos modales exquisitos, habla cuatro o cinco idiomas, ha viajado por el mundo desde que nació y por si algo faltaba tiene un excelente gusto. Todo eso escuchaba yo decir de adolescente en la sobremesa de la casa de mis tías. Se referían a Carlos Fuentes. Hablaban más de él que de su obra, por lo que yo crecí convencida de que, en el mundo de mis tías, el escritor estaba siempre en un segundo plano, y en el hombre, en cambio, estaba la vida, la atracción, el objeto mismo del deseo, ya un poco marchito, de mis tías.
Cuando lo conocí comprobé que en efecto, es un hombre gentil. En las no se cuántas conferencias o ruedas de prensa a las que asistí en diversos países del mundo, siempre comenzaba la sesión de preguntas con México. “Que comience México”, decía Fuentes y me señalaba con su sonrisa azul, una sonrisa que parecía feliz.

Terminé de leer hace poco Todas las familias felices, su más reciente libro de cuentos. No he dejado de recomendarlo, se quedó como hilvanado en mis manos; no consigo soltarlo de mis conversaciones ni de mis sueños. En la calle, en el Parque Hundido, en la carretera que conduce a los volcanes, en la que va al Desierto de los Leones, en Tepito, en los ojos de los niños desamparados, en los cuerpos de las madres que paren a golpes en las calles, en un cabaret cercano al Monumento a la Madre, en todos estos sitios rondan los personajes de Carlos Fuentes. Un Carlos Fuentes que conoce tan bien su ciudad que no puede dejar de amarla, aunque la odie, aunque la deteste, aunque le tenga rencor.

Hay rencor en Todas las familias felices. Hay rencor no sólo a la violencia callejera, sino a la que ejercen los poderosos, los jóvenes que viajan a Las Vegas, los que se sienten con el derecho a poseer a todas las mujeres que miran. Lo hay también en los sacerdotes que viajan, de pueblo en pueblo, acompañados de una niña. Hay rencor, pero sobre todo hay denuncia. Una denuncia que transgrede la ficción, que dispara olores pestilentes, que hiere, que hace sangrar al alma.

Todas las familias felices es un libro valiente. Para el escritor y también para el lector. Es como tener un cirio encendido en la montaña, es ver a la llama cambiar su forma con el viento. Y aguantar. Seguir leyendo hasta el final las historias de muerte y de vida en lmedio de la muerte a las que siguen los coros que Fuentes creó por si faltaba algo, por si no había sido suficiente, por si todavía uno pensaba que era posible terminar de leer uno de los cuentos y quedarse tan tranquilo. No. Da uno la vuelta a la hoja y se encuentra, por ejemplo, con el coro de las familias del barrio que cantan las palabras escritas con voces invisibles. Los niños de la calle que corean las historias de todos los que nacieron en la calle, los que fueron paridos en la calle, porque la calle, dice Fuentes, “es el vientre, los riachuelos, nuestra leche, los basureros nuestro ovario”. Los niños que cantan en la palabra escrita de Fuentes son limpiaparabrisas, franeleros, mendigos, rateros, niños abandonados que viven como pueden y que mueren como pinches cucarachas.

Es un libro valiente el de Carlos Fuentes. Es atrevido también porque hurga en la memoria enterrada. Y consigue que renazcan horrores antiguos, inhumados casi, en el olvido. Entre un cuento y otro salta de pronto El Salvador de los años 70 y 80. El Salvador de los cuerpos tirados en las calles, decapitados. El de los 300 asesinados con fusiles del ejército en las puertas de la Catedral. El Salvador de los niños con las cabezas cortadas a machetazos, el niño sobreviviente que mira la cabeza de su madre atada a una verja. El Salvador que quiso creer en que era posible hacer a un lado el horror y aprendió a empuñar al horror. A hacerlo suyo, a llevarlo prendido años después, en el tatuaje de la piel de sus hijos, las Maras Salvatruchas, las maras madres de todas las bandas. Las maras sin madre.

Hay que agradecerle a Fuentes que nos recuerde lo que sucedió en El Salvador, pero hay que leer despacito, uno a uno, los cuentos y los cantos de Todas las familias felices. Y sobre todo hay que atrevernos a mirar a cada personaje a los ojos, hablarle, arrojarle todo tipo de preguntas sobre su boca abierta y bucearle el alma hasta encontrar el espejo.

Todas las familias felices es también un espejo. El espejo que Fuentes desentierra y coloca frente a México. Un espejo que denuncia sí, pero que también anuncia lo que ya está aquí y lo que está todavía por venir. Para que nos atrevamos a alumbrar la sombra de las palabras. Para que nos atrevamos a enfrentar el reto de seguir creyendo. Aunque el dolor nos reviente la esperanza.

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miércoles, octubre 15

Concha Buika, el caos y la verdad

Fue como entrar a las venas ardientes de la ciudad. De esa ciudad que todavía algunos pensamos que es posible rescatar. La ciudad salvaje, brava, respondona, y al mismo tiempo envuelta en una insólita ternura. Una ternura que arranca los nudos del miedo y del hastío.
Así es Buika, Concha Buika, la cantante española que este fin de semana en el Lunario del Auditorio Nacional de la Ciudad de México, rió, gritó, gimió, lloró y por un momento se volvió la luz de la ciudad, su canto.
Y su sombra, su visible oscuridad.
Nació en Palma de Mallorca hace 37 años. Su madre, al igual que su padre y el resto de su familia, es originaria de Guinea ecuatorial. De ella agarró Buika el gusto por el jazz, y de su calle en Mallorca, el quejido del flamenco y las historias de las coplas. Su propia historia.

Buika se sube al escenario con un programa que canta a medias, que derrama, que trasgrede. Hace lo que le da la gana; se roba las letras de las canciones rancheras, las abraza y se las lleva por callejones improvisados desde donde inventa, le inventa frases a Volver, volver y las suelta al borde de los ojos que la miran sin perderse una nota, un gesto, una sonrisa de Buika que más tarde lo supe, se emociona y se ríe por dentro cuando improvisa. Vive Buika que piensa que ser artista no es cantar, ni bailar, ni pintar, sino hacer de la vida un arte, esculpirla, lavarle el rostro con agua de árbol, desenterrarla en canción, recrearla sin perder lo que fue. Quizá por ello se haya tatuado Buika la piel con palabras que ya dejaron de existir. Y que le dictan su canto.
Cuando canta una copla Buika también quiebra el orden y ya cerca del caos, lo supera, lo ordena, le sustrae el dolor a la copla y al vientre desde donde lo canta. Y es que la copla, dice Buika, más que un canto es un modo de vida. Un modo de vida que crece en el cuerpo, de punta a punta.
Fui al concierto de Buika con el cuerpo cansado de ciudad. La mente despojada del espacio que habitualmente requiere para reposar, respirar hondo y sonreír. Fui al concierto de Buika urgida de paz, de piel, de armonía. Con ganas de encerrarme a llorar en medio de un teatro lleno a reventar. Plagado de gente que quizá buscaba lo mismo que yo, o simplemente quería secarse la lluvia de los hombros. O gozar la voz, la magia de Buika, la de su pianista Iván y a la de Rafa, el tecladista.
Hay quien dijo que Buika se adueñó del escenario. Se atrevió a utilizar una cámara y disparar una, dos, tres veces sobre los dedos de viento del pianista y sobre el húmedo rostro del baterista. Pero cuando le cantó a la nostalgia, al desamor, a la mentira, Buika se apropió de todos los que fuimos a escucharla. Los urgidos de paz, la encontramos. Pero no sólo la paz, también encontramos una cierta inquietud, un hormigueo en las entrañas en señal de alarma. Un deseo de apagar a la muerte que en la ciudad se mira, arrogante, en los espejos de piedra. Y respirar entonces a la vida.
La vida también está en el canto. En la fuerza prodigiosa del canto y de la música, cuando los que la crean, riegan las raíces de asfalto. Y creen y nos hacen creer en la posibilidad de secarnos la lluvia del cuerpo, transparentar el humo incrustado en las pupilas, sonreír y llorar al mismo tiempo que el grito se acomoda sobre una nota que rompe el compás.
Romper para iluminar, para diferenciar. Buika es diferente. Pero no se trata de ser diferente. O no nada más de ser diferente. Se trata también de acercarse como lo hace, a quienes la escuchamos. Tocarnos casi, arrancarnos los nudos del miedo; hacernos sentir que por algún hueco de la ciudad, entramos a sus venas con los ojos cerrados, para verla mejor.

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miércoles, octubre 8

La llorona de Chavela en las calles de la ciudad

Ya se desgració todito, nos dijo con voz firme Chavela Vargas, mientras escuchábamos los testimonios de los familiares y amigos de las víctimas de la violencia que participaron en la marcha que iluminó la mayor plaza pública de México el último día de agosto de este año 2008. ¿Cuándo comenzó?, ¿en qué momento se dejó sentir la violencia?, ¿hace 15 años?, ¿hace 20?, le preguntó a Chavela un adolescente que no recuerda haber jugado nunca futbol ni canicas ni patinado libremente en las calles de su ciudad.
Comenzó el día en que la gente dejó de mirar hacia adentro, respondió Chavela. Adentro de uno mismo, donde antes estaba la cura de todos los males. Y ahora es, para muchos, solo un obscuro vacio. Nada más.
Chavela Vargas no asistió a la marcha. Pero la siguió atentamente por televisión. Parecía triste. Triste de ver cómo todito se desgració, y triste también porque dice que ella ya no verá nunca otro México. El remedio, si lo hay, será costoso, largo, escurridizo. No será fácil que le abran la puerta al remedio, si acaso alguien lo encuentra. Se acabarían los privilegios, el dinero fácil, el batallón de sirvientes, la reserva de escuderos. Se acabaría la impunidad y con ella, aquellos que la llevan enfundada en la cintura. Estallarían.
Chavela Vargas no le achaca la responsabilidad de tanta violencia a nadie. Se la atribuye a todos. O a casi todos. A los presidentes que llenaron de corruptos sus gobiernos. A los funcionarios que exigieron a sus subalternos ingresar a las filas de los deshonestos. A los deshonestos que repartieron la parte que les tocaba del negocio a otros subalternos. A quienes guardaron y guardan silencio, cierran los ojos, voltean su mirada. A quienes arrojaron a los infiernos su capacidad de indignarse. A los que justifican el abuso, las violaciones, la violencia.
Antes, cuando Chavela Vargas era joven, solía recorrer con una multitud de amigos las mismas calles que recorrieron los manifestantes. Solo que no iban vestidos de blanco. Ni llevaban velas. Ni habían sentido nunca los efectos que causa la inseguridad. Solían reunirse en El Ángel y de ahí se iban a comer a lo que hoy es La Fonda de El Refugio. Ya bien comidos y mejor bebidos, entraban al mercado para contratar a la banda de música. Y toda la tarde y gran parte de la noche, caminaban por Paseo de la Reforma, cantando, bailando, riendo la risa pura, sin miedo, limpia como una veladora blanca. Transparente, como el viento que abre el camino a los sueños.
Fue como un sueño, me dijo Jimena de 13 años al día siguiente de la marcha. La busqué para que me contara cómo se sintió en la manifestación, qué sintió, qué miró, qué pensó. Jimena apenas podía ordenar sus frases, quería decirlo todo al mismo tiempo. Jimena que lleva dos años en una institución de apoyo a niñas de la calle, se sintió plena en la marcha. Satisfecha, feliz, íntegra, Jimena gritona sacó en pleno Zócalo todo lo que hace tiempo no podía ni siquiera pronunciar y le estorbaba, le lastimaba, le quemaba casi, me confesó. Lo dije todo, me dijo. Todo lo que ha sentido durante los últimos años, aún estando ya dentro de la institución. Dejó salir su miedo; su impotencia, su rabia de no poder ir a la escuela que iba antes, porque ya son varias las alumnas que han sido violadas al salir por la noche de la secundaria. Y porque dentro de la escuela, las niñas venden las drogas que su mamá o sus tíos, sus hermanos, su padrastro, el vecino, alguien les mete en la bolsa del uniforme. Y si no las venden les dan tremenda paliza, les parten la boca a patadas, me contó Jimena, que fue a la manifestación con un grupo de niñas que están con ella en la institución. Niñas como ella que le conocen el rostro a la violencia y que un día fueron rescatadas de la calle por una organización que creyó en ellas. Fue cuando ellas también creyeron en algo, en alguien, en la vida, en sí mismas. Pero ahora, me dice Jimena atropellada, tenemos otra vez miedo. Miedo a que el odio nunca se acabe. El odio le dice Jimena a la sinrazón.
Ya se desgració todito, dijo Chavela Vargas mientras escuchaba el dolor de las víctimas. Después ya no comentó nada. Pasó casi una hora en silencio. Atenta a la palabra, a la luz, al Zócalo. A ese Zócalo que un domingo de hace ocho años, invitada por Alejandro Aura, entonces director del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, la escuchó cantar mirando hacia adentro.
Aún quedan almas que reclaman, dijo Chavela cuando terminó la marcha. Después cantó suavecito, una estrofa de “La llorona”. Y volvió a mirar hacia adentro.

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martes, octubre 7

Pena de muerte a la insensibilidad

Mi gran ciudad de México:
el fondo de tu sexo es un criadero
de claras fortalezas.
Efraín Huerta

Caminé por las calles de la ciudad, entrada ya la noche. Vencí el miedo, no pensando en el miedo. Pensé en la soledad de la ciudad, a cualquier hora saturada de automóviles, gente, humo, griterío, pero sola. Una ciudad ocupada que sufre el abandono. Una ciudad sitiada que aúlla entre escombros su tristeza, y duda de las miradas de aquellos que la habitan.
Ya casi nadie la mira.
Ya casi nadie le llama por su nombre, ni le inventa poemas. Ya nadie le canta los cantos de aves y flores que escribieron para ella sobre las piedras y más tarde en los libros, donde los poetas declaraban, abierto, su amor a la ciudad. Pero hoy está rota la ciudad, dividido en dos su cuerpo de asfalto y yerba.
Dicen que habrán de salvarla. A la ciudad de México y a todas las ciudades del país. Que van a encerrar a los criminales, a barrer con una escoba de plomo a los secuestradores. Dicen que van a emprender una cruzada sin tregua contra los delincuentes. Ojalá encarcelen también a quienes le arrancan a los sueños los ojos; ojalá cuelguen de un poste inmenso al miedo, la rabia, el dolor, el hastío, la ansiedad que produce la escasez de espacios donde rozarle la piel a la ciudad de antes. La ciudad que se entregaba lentamente a los niños que reían, como Efraín Huerta lo consignó en su poesía. La ciudad pura, cariñosa, en cuyos jardines los pájaros solían vivir limpiamente.
Los hombres y las mujeres reclaman. Reclaman de otro modo también los recién nacidos, los niños que ven la televisión siete, ocho horas al día, los jóvenes apuñalados, los que bailan, los que se conectan a las páginas pornográficas dos o tres veces al día, porque no hay manera de salir, es tarde, te vaya a pasar algo, no me deja mi mamá estar en la calle, le dicen sus amigos a mi hijo. Y reclaman también los mayores que aman todavía a la vida, como mi madre, que a sus 84 años baila de tanto en tanto cha cha cha y sale en busca de música y sabores, aunque haya perdido un anillo, tres bolsas y dos relojes a tirones.
Los procuradores, las autoridades todas se comprometen a responder con celeridad. Dicen que saben que de no hacerlo, se corre el riesgo de vivir en el caos más terrible de la historia. El caos que ya vivimos. El caos dentro del caos y afuera del caos, la sombra. La impunidad abriendo la puerta a un discurso que pretende apuñalarlo. A gritos acabar la impunidad, a ladridos, a berridos, a golpe de caos, lo que todos reclaman es una ley que otorgue pena de muerte a la impunidad. A toda impunidad.
La impunidad que ejercen aquellos que deciden quién habrá de salvarse del caos. Quién tiene el derecho a asistir todos los días a la escuela, llegar a la universidad, obtener un trabajo y un puesto en el poder. Y quién en cambio, tendrá que abandonar las aulas para trabajar en una casa, en un basurero, en un restaurante, en una esquina. La impunidad que arroja a las calles a menores de edad, la que concede servicios de salud a medias, la que permite que aún existan en México niños que mueren de hambre. O que a los cinco años ya han sido violados en dos, en tres ocasiones.
Que se vistan millones de personas de blanco, que enciendan velas, que salgan a las calles de todo el país; de todos los países donde se escuchan las voces de México. Que lo hagan y no dejen de hacerlo nunca. Que sigan iluminando las calles hasta incendiar el caos, la inseguridad, la corrupción, la tristeza, la soledad de la ciudad, la impunidad y los ojos cerrados de la ley.
Que abran los ojos las autoridades, que ya no pronuncien tantísimos discursos, que se dejen de firmar y firmar uno y otro acuerdo; que entiendan, que sientan la urgencia, que hagan lo que tienen que hacer y que castiguen, con cadena perpetua, su propia insensibilidad. Esa es la demanda, el grito, ese es el sueño.
Y más allá del sueño, ya despiertos, hay quienes, de blanco o de colores, diseñan estrategias para detonar, al centro de la ciudad, el poema que la salve y le devuelva su ancho corazón de piedra y aire que algún día le miró otro poeta. Antes de que muera.

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