martes, junio 10

Octavio Paz y un poema en la Ciudad

Cuando Octavio Paz cursaba el bachillerato en la ciudad de México, soñaba con hacer un viaje a España. Quería llegar a Madrid y, con equipaje en mano, tocar a la puerta de la Residencia de Estudiantes. Para él y miles de los jóvenes mexicanos de su generación, la Residencia era una referencia obligada, un mito casi, un sueño. El sueño de poder compartir sus ideas, su creatividad, sus esperanzas y sus deseos con personajes como Federico García Lorca, Luis Cernuda, Miguel de Unamuno, Luis Buñuel, Juan Ramón Jiménez, Salvador Dalí y muchas otras figuras de la cultura española del siglo XX que solían acudir ahí como visitantes o residentes. En 1934, la guerra civil acabó con la Residencia y mutiló las voces y los sueños de una de las generaciones más generosas, creativas, influyentes y sensibles de la cultura española. No obstante, en 1937, en plena guerra, Octavio Paz viajó a Madrid, invitado por Pablo Neruda al Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Sólo que no encontró a muchos con quienes había soñado dialogar, reír, inventar, beber una copa de vino, leer en voz alta y volver a reír. Muchos de ellos estaban ya en el exilio; García Lorca había sido asesinado un año antes y la Residencia y la guerra habían cerrado las puertas a la razón. A la razón y a los sueños.


En 1989 a Octavio Paz se le cumplió su sueño. Invitado a participar el Ciclo Poesía en la Residencia, habló entre otros temas, sobre la ciudad. De su colectividad y de su soledad. De los pasos que resuenan en una calle ajena a aquélla en la que se camina. De la niña que escribe la escritura de Paz. De Luis Cernuda, el poeta andaluz que recorrió solitario las plazas y calles de México donde murió. “Pájaro por las alas, hombre por la tristeza”, dijo de él Paz al público que lo escuchaba y que recordó las andanzas de Cernuda en el exilio y en particular en México donde deseó, amó y tuvo entre sus escasos amigos a Paz.

Paz comenzó su lectura en la Residencia con poemas escritos en su ciudad. La ciudad para Paz eran las plazas, las calles, la multitud, pero era también el sitio donde los solitarios habitan, los solitarios sin nombre, aquéllos que acompañan, solos, a nadie. La ciudad, dijo esa tarde Paz, representa los dos polos de la existencia moderna: el momento de la colectividad y el de la soledad más intensa. La más profunda. La verdadera y única soledad.

Cuando después de muchos años de vivir fuera de México, Paz regresa a su ciudad, la encuentra transformada, desastrosa, lastimada por el progreso. No tenía nada que ver con la ciudad en la que nació, creció y que tanto admiró. Fue cuando escribió su poema Vuelta; cuando aseguró haber vuelto a donde empezó, sin saber si había ganado o perdido. Desde Mixcoac, desde aquél Mixcoac de Paz donde el tiempo se tiende a secar en las azoteas, escribió Paz lo que leyó años después en Madrid. Y volvió. Volvió para decir, para reafirmar que no quería una ermita intelectual en San Ángel o en Coyoacán. Y terminó el poema sin que dijera qué quería. Ni cuál es la respuesta sobre cómo acabar con la amenaza del mundo moderno. Cómo evitar el desastre ante el progreso. El poema Vuelta, dijo Paz en la Residencia de Madrid, es sobre la realidad de México, pero no sólo de México, sino también sobre la realidad del mundo amenazado en sus fuentes más puras. Eso dijo Octavio Paz y la gente más tarde preguntó dónde está la respuesta, dónde. Y Paz propuso buscarla en el espacio interior. Adentro. En cada uno de nosotros hay una respuesta, dijo.

Una respuesta tumbada sobre la historia. Una salida.

Aunque Paz no consiguió llegar a la Residencia de Estudiantes en su primera etapa, fue encontrando en diversos países del mundo, a varios de quienes la habitaron. Después de su participación en el ciclo de poesía de 1989, Paz volvió a la Residencia en dos ocasiones, en 1992 y en 1993. La ciudad tenía entonces aún más heridas que las que encontró cuando regresó a México. Muchas más de las que llegó a tener cuando Paz soñaba con ser uno de los estudiantes de la Residencia de Madrid. Pero también Madrid es hoy una ciudad con otro rostro. Con muchos rostros. Y ambas ciudades, México y Madrid, mantienen la memoria abierta. Ambas pronuncian sin descanso las voces de sus poetas. Muertos y vivos, los poetas se escuchan en las calles de la ciudad de México. Se sienten sus pasos en las calles. Esa es quizá la respuesta, una de las respuestas, que concede la propia ciudad a la amenaza. Abrirse a la creación, pronunciar en voz alta a sus creadores. Al centro de la soledad, en medio del caos, un poema salta cada tarde de entre la multitud. Y, recordando a Paz, le quita una a una las vendas de las sombras.

La ciudad está viva.

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domingo, junio 1

Carlos Monsiváis y la ciudad de luz

Sonrió casi todo el tiempo. No lo he visto en demasiadas ocasiones, pero la semana pasada estuve presente en dos actos de celebración de sus 70 años y me dio la impresión de que Carlos Monsiváis comienza a disfrutar con mayor soltura de los homenajes que la ciudad, sus amigos, la Academia, las artes y muchos otros, preparan para él. El primero al que asistí fue en el Salón de Cabildos del Antiguo Palacio del Ayuntamiento el miércoles pasado. El Jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, le entrego la medalla-escultura 1808. Carlos Monsiváis la recibió, la miró, la acarició casi y sonrió, la sonrisa de la ciudad de agua y luz que Juan Manuel de la Rosa diseñó para él sobre un trozo de oro con forma de grano de maíz. Como en los tiempos antiguos, el sol, el agua, el maíz, en el origen de la vida. El origen que en ocasiones borramos de nuestra memoria. Y al hacerlo, dejamos de soñar, nos vamos quedando sin alma.

Carlos Monsiváis cumplió 70 años hace 22 días y no paran los festejos. Y es que son muchos, muchísimos los aportes que ha hecho a la cultura y al avance social y democrático de la ciudad. Uno de ellos es precisamente el tejerle una memoria. Durante décadas la ha venido creando con el hilo de su mirada hecha palabra. Con razón Ebrard le dijo que la ciudad sería otra sin él. Otra. Más apretada, con heridas más profundas; o con las mismas, pero que nadie vería. Una ciudad de ciegos, eso sería. Y menos, mucho menos amorosa. Sin Monsiváis, las almas no se irían frotando en el vagón del Metro, como lo describió en su discurso de agradecimiento. Ni tendríamos conciencia del depósito histórico de olores y sabores que es nuestra ciudad. Al lado de Monsiváis, sus textos y sus ocurrencias, los habitantes de la ciudad hemos aprendido a mirarla. A mirarnos en ella y en los otros. Hemos aprendido a tolerar a los otros. A convivir. A pesar de que, como él mismo lo dijo, la ciudad es todavía y sobre todo, un cúmulo de problemas, de cuerpos a la deriva, de desempleo, de calles y avenidas sobrepobladas. Pero a pesar del caos, es una ciudad que aprende, cambia y avanza, sin que la veamos arrastrar los pies.

Estaban casi todos sus amigos. Elena Poniatowska, la más antigua, dice Monsiváis, Alejandra Moreno Toscano, José María Pérez Gay, Juan Ramón de la Fuente, Jorge Volpi, Luis Mandoki, Héctor Vasconcelos, Nacho Toscano, Guadalupe Loaeza, Consuelo Sáizar, El Fisgón, Rius, Margo Glanz, Enrique Márquez, el Coordinador de la Comisión del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución en la Ciudad de México, quien le organizó este homenaje. Y es que no sólo la Independencia y la Revolución cumplen años, también nuestros creadores cumplen años, dijo un día Márquez y se lanzó a la tarea de organizarle su fiesta a Monsi. Después de la ceremonia se fue Monsiváis con sus amigos a comer al Museo del Estanquillo. Muchos decidieron caminar del Zócalo al Estanquillo. Lo hizo el homenajeado que apenas salió a la calle y ya la gente le estaba pidiendo por favor maestro, una foto con usted que los cuates de mi calle no me lo van a creer. Y Monsi, que no dejó de exhibir su sonrisa casi infantil, casi felina, colocó su brazo sobre el hombro del joven que seguramente a estas alturas ya puso la fotografía en la pantalla de su celular.

Monsiváis llegó a la puerta del Museo del Estanquillo casi al mismo tiempo que Ebrard, que en cuanto se bajó del coche le dijo que mejor se hubiera ido con él caminando, si no hubo ni una gota de lluvia, ni reclamos, ni actos de protesta, ni una queja. Todo lo contrario, la sonrisa de Monsiváis acompañada de las sonrisas de quienes se detenían a verlo. Mira jefa, es un escritor muy famoso, un chingón, explicó una mujer de mediana edad a su mamá.

La comida terminó como a las seis de la tarde. Todos los invitados salieron con un papalote en la mano. El papalote que diseñaron para él sus amigos Francisco Toledo y El Fisgón como regalo de cumpleaños. Monsiváis dibujado en el papalote que los también artistas del Taller Arte Papel Oaxaca se encargaron de elaborar en Etla. Molieron la fibra, la secaron, la tiñeron le dieron forma de papalote y le estamparon la imagen de Monsiváis con sus anteojos de mica café que le colocó Toledo muerto de risa por la ocurrencia de hacer volar a su amigo con todo y anteojos.
El otro acto al que asistí fue el sábado pasado en el Centro Cultural Indianilla donde se presentaron once Libros de Artista. Los autores decidieron dedicar la exposición a Monsiváis. Y ahí, en ese espléndido local que Isaac Masri consiguió rescatar al olvido, Monsi volvió a sonreír y a dar las gracias a Manuel Felguerez, Sergio Hernández, Daniel Macotela, Juan Manuel de la Rosa y otros artistas que participaron en la exposición. Le dio las gracias a Isaac por padecer el delirio de creer que es posible cambiar al mundo, soñando otro mundo. Tejiendo, como el propio Monsiváis lo hace, uno a uno los deseos que aparecen en los sueños. Para cincelarlos en la memoria; para devolverle a la ciudad su alma. Su alma de sol y de agua.

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