jueves, julio 31

Alejandro Aura

La vimos venir, acercar
su sonrisa sin labios
a tu diario poema

la vimos rozar tu mirada
la llamaste por su nombre
le mentaste la madre

y yo

le pedí perdón a tu nombre
a sabiendas de que nada
la haría rectificar

nada
te dejaría en la vida
donde tan bien se está

Al final
acabaste de revisar la historia
y supiste qué hacer

Leer más...

viernes, julio 25

Palabras de amor y de guerra

No siempre se puede. Algunas veces ni siquiera es posible intentarlo. Pero si el espacio existe, si conseguimos abrirlo, resulta un privilegio desatar la memoria y, sin ninguna restricción, contarle a los hijos las historias que nos cincelaron el semblante del alma. Lo que fuimos para llegar a ser lo que hoy somos. Lo que gozamos, padecimos, ocultamos, exhibimos, todo. Contarles por ejemplo las historias que vivimos cuando teníamos su edad. O antes aún. Cuando comenzamos a creer que nada era imposible.

Aunque casi siempre da miedo.

Nos convencemos de que no podemos, que no debemos, que son anécdotas íntimas, que no tienen por qué enterarse de nuestras locuras, si todavía los estamos educando. Y las guardamos, las olvidamos, las hacemos aparecer únicamente en el sueño. Y entonces recordamos. Y pensamos que sería genial compartirlas con nuestros hijos, pero no hallamos el tiempo, la ocasión, la sonrisa abierta que nos motive. Y nos quedamos con las palabras amontonadas, enredadas, hechas nudo. Nudo tras nudo, al cabo de un tiempo comienzan a estorbar. Y duelen. Duelen como bultos.

Como bultos en la piel.



Algo le debo al caos de la ciudad. Al tráfico maldito. A los baches que revientan las llantas del coche de enfrente y que provocan la paralización total de la circulación. Una, dos horas para cruzar una avenida inundada. Ese caos me ha devuelto en los últimos meses, el tiempo que no tuve en años para compartir con mi hija mi historia. Y ella la suya conmigo. El tiempo para decirle lo que no le pude explicar a los seis años, a los siete, cuando me desaparecía de su vida durante varias semanas. Luego el regreso, su rostro feliz un tiempo. Solo un corto tiempo para después otra vez partir. Y ella sin entender el abandono. Hoy recuerda que yo le dejaba palabras escritas que ella no atinaba a comprender. Y que le prometía que un día leería las palabras que yo guardaba en un cuaderno para ella. El cuaderno de la memoria. ¿Dónde está el cuaderno?, me preguntaba siempre mi hija.

El cuaderno de la memoria.

Hace unos días seguimos la plática frente a una amiga que vio nacer a mi hija. Mi amiga que tampoco entendió por qué diablos tenía que irme a trabajar a Centroamérica. Por qué arriesgar mi vida y hasta la de mi hija, cuando decidí llevarla a vivir conmigo, en países ajenos. En luchas que no fueron nuestras. En guerras que al final no arrojaron más que un cerro de muertos, mucho dolor, rencor, frustración, tristeza. La tristeza de ver nacer otra guerra comandada por los niños de la guerra. Las víctimas que hoy son los verdugos. Los dueños de las armas, los sin padres, los sin madres, los huérfanos de amores y de piel. Las maras salvatruchas. Los que se tatúan las lágrimas que de niños no podían derramar, ni aunque vieran cómo asesinaban los soldados a sus padres. Las lágrimas con las que hoy cuentan a sus víctimas. Dos muertos, dos lágrimas tatuadas. Diez, veinte. Las lagrimas del horror que llevan en las manos. Unas manos que no les pertenecen. Nada les pertenece. Solamente las lágrimas.

Lo único suyo.

Eso le he contado a mi hija y ella pregunta detalles del día en que llegué golpeada a México después de haber estado capturada en Panamá, y exhibe la herida que le brotó cuando vio las huellas moradas en mi piel. ¿Qué hacías en Panamá si vivías en El Salvador? ¿Por qué nunca viste mi miedo? Y yo le respondo las preguntas más duras de responder, lo intento. Respondo con la voz de otro tiempo, porque en estos días ya no existen palabras que en mi generación se utilizaban como balas contra la soledad y el vacío. Palabras como solidaridad, lucha, dignidad. Rabia, también la rabia que nos daba entonces a los jóvenes descubrir el mundo y sus torpezas.

La rabia muda de hoy.

Todavía faltan cientos de páginas habladas. Falta decirle a mi hija lo que he callado siempre, y lo que quizá ella también ha silenciado. Como muchas otras mujeres que una tarde, cualquier tarde, nos sentamos en el balcón a ver pasar nuestra historia. Y algunas veces gritamos, o reímos, o lloramos lágrimas invisibles. Las mujeres que siempre necesitamos caminar, correr, seguir. A las que nos duele la quietud.

La quietud del alma que oprime, como una roca, nuestros pechos.

Nunca se termina de hablar con los hijos. Nunca se termina de vivir, interrumpe la muerte. Siempre interrumpe la muerte, le dije el otro día a mi hijo y me miró con los ojos llenos de intriga y luz. Mi hijo que apenas ha escuchado retazos de la historia de su madre. Y que algunas veces pregunta sus preguntas de adolescente que pincha música en las fiestas de sus cuates y que apenas recuerda la época en que nació y vivió en El Salvador y cuando vio morir frente a la casa a un joven que fue ametrallado por no haberse detenido en el retén que el ejército salvadoreño había montado en la esquina. Un joven menor de edad, como mi hijo que pregunta más sobre los sentidos de la vida que sobre la muerte. ¿A qué edad te llegó tu verdadero amor?, me dijo el otro día también en medio del tráfico y la lluvia. El verdadero amor no llega una sola vez, le dije. Llega varias. O debería llegar varias veces. Cada vez que nos enamoramos, le comenté y él me preguntó si es posible tener un “verdadero, verdadero amor” y si, sí es posible, le dije y siguió ¿por qué estás sola?, ¿por qué no conservaste tu verdadero, verdadero amor?, me arrojó la pregunta de fuego, como el sol, como el volcán, como el amor.

Leer más...

viernes, julio 18

Frontera norte: morir menos

Dicen que la cifra va en descenso. Que ya son menos los que mueren en el intento de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, dar el salto, tratar de respirar, comer, dormir, sin el dolor encajado en los pies, en la garganta, en los ojos asustados de los niños envueltos en rebozos de hambre. Los mexicanos muertos, nos dicen las instituciones oficiales, suman 117 en lo que va del 2008. Una cantidad menor que la que se registró en el mismo periodo del año pasado. La cifra de muertos, nos informan en lenguaje como de guerra. La guerra contra la sensibilidad en la mirada. La ciudad de México está ya en los primeros lugares de la lista. No se sabe exactamente a cuántos de sus habitantes expulsa a diario. Pero después de Michoacán y Guanajuato, se disputa el tercer lugar con el Estado de México.

Los jóvenes abundan. Son fuertes y aguantan más, pero igual mueren. De sed, de asfixia, mueren reventados de sol o congelados. Algunos mueren sin nombre y sin edad. Son los que encuentran después de varios meses en medio del desierto. No se sabe si ellos también son cifras. Las mujeres y los niños. Los niños que, de acuerdo con la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), este año han tenido suerte. No hay en el recuento ningún niño muerto. Quizá no hayan encontrado aún sus cuerpos. O habrán aprendido ya de los que lo hicieron antes. Se van pasando la voz de pueblo en pueblo, de barrio en barrio. Y muchos han conseguido cruzar solos al otro lado. Solos se buscan la vida. Una pandilla de latinoamericanos donde aprender el arte de sobrevivir, un burdel clandestino. Como en una guerra. La guerra contra el vacío.

¿De qué huye la gente?, me preguntó un día mi hijo. Estábamos viendo la televisión cuando apareció un “mensaje del gobierno federal”. No te vayas, te puedes morir, tus hijos te prefieren vivo en México que muerto en otro lado. Miles de mexicanos mueren en el intento, no te atrevas, dice una voz en off. Como animándolos a resignarse, como diciendo quédate al lado de los tuyos, aunque no alcance para comprar los zapatos de los hijos ni para que coman al menos una vez al día. Consíguete un trabajo de albañil, aunque te paguen una miseria, o limpia parabrisas, lleva a tu hijo a que te ayude, que para eso están los hijos. Si no, ¿para qué?

Conversamos con Juanito, el hijo de uno de los albañiles que construyen un edificio cerca de donde mi hijo y yo vivimos. Tiene once años y nunca ha ido a la escuela. Pero él está convencido que es un chamaco con suerte. Su apá lo lleva a la obra todos los días, Juanito ayuda a los vecinos a bajarse de sus coches, les abre la puerta, les carga las bolsas de las compras. Juanito se siente dichoso, lava coches en la madrugada, aunque los porteros de los edificios de la cuadra lo vean mal, dicen que les quita trabajo, Juanito, ese coche es mío, escuché que le gritó la otra mañana la esposa del portero. No te metas en mi territorio. Territorios controlados, como en una guerra.

A Juanito no le importa quedarse sin escuela. Para qué ir, nos explicó a mi hijo y a mí, mi papá dice que nomás le sacan a uno dinero que para la fiesta de la mamá y para el disfraz, para el refresco del Día del Maestro, para el lápiz, otro cuaderno rayado, y mientras la mamá en las esquinas vendiendo chicles o trabajando todo el día en casas alejadísimas del barrio donde viven, dos horas o más de camión, luego el Metro, luego otro camión. Mejor ir a trabajar desde los seis años. A veces incluso de cinco o cuatro años, parados en las esquinas, envueltos en rebozos de hambre. Mientras tengan alguien que los lleve a las esquinas o a trabajar en la construcción, lavando coches, de cerillo en el supermercado donde aprenden a sumar sin saber leer.

Hay otros niños que ni eso. No tienen familia, perdieron a su madre y a su padre cuando se salieron a la calle. Se fueron a buscar refugio a cielo abierto donde estar más seguros que en su casa, aunque corran el riesgo de morir en algún basurero con la nariz pegada de cemento, con los pulmones rotos, con el hígado apuñalado de alcohol. Los cerca de 100 mil niños y adolescentes que viven en las calles de la ciudad. Las calles donde se forman y crecen. Y si sobreviven, si acaso sobreviven, intentarán cruzar al otro lado. En la televisión, mientras tanto, una voz en off seguirá advirtiendo que si lo hacen, se arriesgan a perder la vida.

Leer más...

domingo, julio 13

Anda suelta la vida

Salí muy temprano al barrio de Lavapiés, en Madrid. Ni se te ocurra estar en la calle en la tarde, que te mueres, me habían advertido mis amigos madrileños, como si fuera la primera vez que visito esta ciudad en verano. Pero me dieron las tres y seguí paseando en medio de un tumulto, aunque eso sí, la mayoría extranjeros. El comienzo del verano en Madrid, los casi cuarenta grados centígrados, el peso en las miradas lentas, más y más lentas conforme pasa la mañana, como queriendo apagarse bajo los rayos del sol. Y al final algo sucede que concede de nuevo al mundo la facultad de respirar. Así ha sido siempre.

Todos los veranos son casi iguales en Madrid, pero hay algo diferente este año. La gente se queja igual, pero habla menos de política. Hace apenas seis meses parecían estar más enojados, casi furiosos, descontentos. No había taxista que no lo dijera, ni el panadero, ni el de la pescadería, ni el de la fila, ni el tabernero. Todos hablaban del desastre que vendría. Los de izquierda y los de derecha cada vez más radicales, con las palabras alzadas, con la advertencia permanente. Algo terrible va a suceder decían. Unos culpaban a los “nietos de Franco”, otros a los comunistas. Y los políticos apenas podían verse de frente, apenas rozaban sus miradas resentidas.

Algo sucedió o algo no sucedió. Los discursos son hoy más moderados, aunque continúan los reproches entre los políticos, las acusaciones, los engaños. Pero hay un ritmo diferente. Hay un ritmo. Incluso en las palabras que no se pronuncian. Y en el deseo de seguir respirando, sin que las manos se pudran.
Están llenas de extranjeros las calles de Madrid. Aún en el barrio de Lavapiés, donde hasta hace poco los turistas apenas se acercaban. Por ahí roban, les decían, tengan cuidado. Quizá sigan robando igual o lo hagan más. Pero los turistas se acercan a las tabernas más antiguas de Madrid a tomar cerveza o tinto de verano. O se sientan en las terrazas de la Plaza Tirso de Molina a ver pasar a otros turistas, a un borracho, una china con flores, una pareja de ecuatorianos con tres hijos, un anarquista vendiendo una revista, un hombre rubio y muy alto que pide unas monedas.

Un violinista desafinado, un indio quieto que se mueve cuando los niños le tiran una moneda. Todo sigue igual en Madrid y algo ha cambiado. Quizá hay hoy más gente que pide una moneda. Una ayuda para comer, dicen con acento polaco, o ruso o rumano. Quizá es la vida que se ha puesto más cara, ya un euro no es nada, cuenta el carnicero que no vende ni la mitad de lo que vendía hace un año. Es que se antoja más el pescado con el calor, le digo sin convencerlo de nada, sin convencerme. Pero al final algo sucede que me sonríe.

Ni se te ocurra ir al rastro, me dijeron mis amigos, como si no hubiera ido decenas de domingos al rastro en Madrid. Nada más por ver qué hay, cuánta gente, los colores de los puestos, los collares y los libros rotos, los santeros recién llegados de la isla, Santa Bárbara bendita. Los sueños en frasquitos de colores. Para curar el cansancio, para aliviar la tristeza, para el pulmón, el hígado, para que no vuelva a enfadarse con nadie. Para soñar. Y claro que sí fui al rastro, a pesar del calor y de que los rateros andan sueltos los domingos en Lavapiés, donde Francisco Ciés, el Curro, el tabernero de mayor prestigio de toda la calle Mesón de Paredes, me esperaba sin saber que llegaría precisamente hoy a visitarlo. Me lo decía el corazón, me dijo una y otra vez cuando me vio entrar corriendo a la taberna. Y cuando me abrazó lloró. Está convencido de que fue su corazón lo que me trajo a Madrid. Porque este lunes lo internan en un hospital. Yo no sabía nada Curro, le dije sin convencerlo porque él me mandó llamar con su corazón para que lo viera antes de que los médicos de la clínica Puerta de Hierro le abran la espalda para limarle no sé cuántas vertebras que tiene dañadas desde hace ya años, cuando un toro lo revolcó en un ruedo de Andalucía. Ya ves, me dijo el Curro, aquí estás y me contó que hace poco quiso hablar de mí frente a unos zacatecanos que llegaron de pura casualidad a la taberna, pero se le borró mi apellido. Se llama María, les decía segurísimo de que con el nombre es más que suficiente, pero no. Se acordaba que mi apellido tenía que ver con el algodón, pero nada más. Curro, le dije, no todas las cortinas son de algodón y en lugar de soltar una gran carcajada me dijo que pasara a la cocina a decirle a Merceditas, su compañera, que así como entrará a la clínica saldrá. De pie. Siempre de pie, Curro, siempre de pie.

Al final de la mañana conocí a un madrileño negro. Un madrileño alto, altísimo que llegó hace unos cuántos años de Senegal. Fue uno de los tres sobrevivientes de un grupo de 21. Olvidé su nombre, tiene que ver con mar. Salti, o algo así. Llevaba una camiseta con la bandera de España. Es que hoy jugamos contra Italia, me dijo cuando me vio mirarle la camiseta, tan amarilla como su mirada. Tan viva, tan abierta, tan calurosa como el verano en Madrid.
Terminé el día sentada escribiendo al lado de mis grandes amigos que son los Aura, Milagros incluida. Ellos están pendientes del resultado del partido de futbol, mientras yo me limitó a constatar que al final, algo sucede que nos regresa la luz, el viento, el deseo de creer que la vida anda suelta. Nada más hay que mirarla.

Leer más...

jueves, julio 3

Memoria Rota

En la Calle Rosales una tarde

Miré pasar un trozo de mi historia

Comenzaba el verano y Madrid

Me tomó en brazos

Por la noche el viento levantó la mirada

Al sueño y volví a ver

Mis pedazos sin mi

No me quedó otro remedio que bailar

Como una loca

Sobre el cristal de la memoria

Roja de sangre roja

El alba se bebió una copa de vino

Entre mis sábanas

Leer más...

miércoles, julio 2

De cuando el Zócalo recuperó la memoria

A Alejandro Aura

Lo hicieron los que estuvieron antes, pero él fue el primero en hacerlo para los que estamos hoy aquí. Lo hizo para los que creemos en el canto, en el arte, en los libros, en la lectura en voz alta, en las palabras que vuelan, como aves sin máscara, por las calles de la ciudad de México. Y lo hizo también para él: para poder continuar el vuelo. El vuelo que le levanta el alma y con ella se alza la nuestra.

Alejandro Aura tuvo la generosa ocurrencia de recuperar la mayor plaza pública de la ciudad: el Zócalo. Y lo primero que hizo desde el entonces Instituto de Cultura de la ciudad, fue organizar hace ya 10 años, un baile público con Celia Cruz. No se cobró nada, ni un quinto. La gente, cuando se enteró del baile, creyó que Alejandro había enloquecido. Que no era posible, que eran puros inventos de un poeta que salía en televisión con una bola de mujeres y que tenía una voz de seductor que daba vértigo. Además costaba creer que la mismísima Celia Cruz en persona se presentaría en el Zócalo. Y sí, claro que fue. Y puso a bailar a todos los que sí creyeron que la iniciativa era real y a los que lo dudaban, pero se dieron su vuelta, por si acaso la reina de la salsa se aparecía en la explanada.

Después de ese concierto ya nadie lo puso en duda: Alejandro Aura era capaz de todo. Los capitalinos pudieron escuchar gratis a Manú Chao, Café Tacvba, Chavela Vargas, Madredeus, Willie Colón, entre muchos otros. Y luego comenzó a llevar incluso a grandes escritores como José Saramago, el Premio Nóbel portugués de Literatura que todavía a estas alturas no puede creer que en el corazón de la ciudad de México tuvo la presentación con más audiencia de su historia. Y todo al aire libre, frente al Templo Mayor y la Catedral. Frente a la historia que cuenta lo que fuimos y la que nos recuerda lo que somos. La gente, cuando escuchó que había un escritor famosísimo, se fue arrimando a enterarse qué era eso de presentar un libro. Y se quedó durante toda la tarde escuchando la palabra de uno de los escritores que mejor conoce el significado de la dignidad.

Pero Alejandro no se conformó. Al rato ya estaba organizando ferias del libro, fiestas populares y exposiciones, lo que transformó totalmente al Zócalo. No es exagerado decir que en esos tiempos la plaza fue el centro cultural más grande del país. La cultura entonces se colocó otro rostro, al tacto de la gente en la calle. En la calle de todos.

Los hombres y mujeres de antes ya lo sabían. Pero Alejandro le recordó a todos los habitantes y visitantes del Valle de Anáhuac de hoy, que las calles y las plazas no son propiedad de nadie, por que son de todos. Fue su pura voluntad la que le tiró un balde de vida al Zócalo y, aunque a los artistas e intelectuales les pagaban poco, realmente muy poco, no les importaba. Ellos se sentían parte de esa locura de Aura de tomarse por asalto las calles y plazas de la ciudad, utilizando como arma a la cultura. Su ganancia era un notable incremento en sensibilidad. En la de ellos y en la de la gente que acudía a verlos al Zócalo, a convivir con ellos y con los otros, prácticamente cada fin de semana. Cuentan que cuando se presentó Café Tacvba, la plataforma de la plaza comenzó a moverse igual que los postes de luz de los alrededores. Algunos entraron en pánico, convencidos que se trataba de un temblor. Pero no, fue la consecuencia directa de los saltos que daban los cientos de miles de personas que escuchaban al grupo. Literalmente, entre Café Tacuba y su público, cimbraron el primer cuadro de la ciudad. Un cuadro de vida sobre las entrañas de agua de la plaza.

Este domingo por la mañana le llamé por teléfono a Alejandro Aura a su casa de Madrid. Una casa de luz, una selva de energía y aromas. Pero Alejandro este domingo estaba triste. Cansado. Sin ganas de cocinar ni comer ni leer ni nada. Cansado de darle día con día la batalla al maldito cáncer. Al colgar le llamé a Enrique Strauss, su cuate de toda la vida, para poder pronunciar en voz alta mi tristeza. Y Enrique Strauss le llamó para recordarle que debe otra vez alzar el vuelo, porque cuando lo alza se levanta su alma y con ella, vuela la nuestra. Y que nos hacen falta las flores que le salen de la mano cuando se pone a crear.

Después de hablar con Enrique, me llegaron una tras otra, cientos de imágenes de lo que ha hecho por la ciudad, Alejandro. Las exposiciones, el Faro de Oriente, la promoción de la lectura y miles más. Y me dieron ganas de leer alguno de sus poemas en los que expresa, como pocos poetas, lo mucho que quiere a su ciudad. Entonces encontré el poema en el que nos cuenta que los bienes de la ciudad fueron hechos por los que estuvieron antes y por nosotros/como flores nos salieron de las manos/todas estas casas y estas calles/y estos líricos hilos de la luz/Y este humo espeso/que nos volvió ciudad de llanto.

Leer más...

martes, julio 1

25 años de amor y de locura

La Ciudad de México me ha habitado siempre. Aun en mis años lejos de ella, se ha mantenido prendida en mi memoria, en mi piel, en mis sueños, en mi alma. Desde mis primeras incursiones en el periodismo, la ciudad fue para mi, un tema recurrente; como si tuviera la certeza de que es imposible escapar, dejé entonces de huír. Igual que muchos artistas, periodistas, escritores y gran parte de sus habitantes, la he repudiado y amado al mismo tiempo. La he padecido y disfrutado; le he reclamado a gritos sus ofensas y defendido por igual, su virtud de seducir a dentelladas.
Ordenando papeles encontré en estos días los primeros artículos que publiqué en la revista Proceso, donde aprendí el oficio de periodista. Y encontré también a la ciudad de antes del terremoto, la ciudad anterior a los cambios políticos que le dieron una nueva figura. La ciudad que a todos los que entrevisté en mayo de 1982, perturbaba, inquietaba y sobre todo, los llamaba a vivir.
José Luis Cuevas, Elena Poniatowska, Alejandro Aura, Juan García Ponce, Fanny Rabel y muchos otros, la describieron entonces como un demonio, una mujer horrenda y desahuciada, agresiva y delincuente, la ciudad en la que, sin embargo, todos ellos vivían desde entonces, en la que la mayoría de ellos nacieron y donde algunos han muerto. Faltaban todavía cinco años para que los capitalinos pudieran elegir a través del voto a su gobernante y ya algunos, como Juan García Ponce, soñaban con que algún día llegaría un “regente genial a resolverlo todo”. Para el historiador Federico Hernández Serrano, quien en esos días dirigía el Museo de la Ciudad de México, el problema de fondo era el olvido. La gente se ha olvidado de su ciudad, se lamentaba, nadie conoce su historia ni se interesa por su origen. Nadie puede hacer algo por ella, me dijo. A diferencia de García Ponce, José Luis Cuevas no guardaba ninguna esperanza. Nada ni nadie podrá recuperarla, decía el pintor quien, sin embargo, tuvo y sigue teniendo a la ciudad como su permanente fuente de inspiración. Aunque ya entonces añoraba, recordaba con nostalgia los barrios de La Candelaria de los Patos, San Miguel y Puente de Nonoalco donde trabajó, pintó, creó sus dibujos con personajes como las mujeres prostitutas de la calle del Órgano. Una calle que hace 25 años era ya sólo un nombre, un recuerdo, un dolor.
A Alejandro Aura no lo entrevisté entonces, pero sí lo cité en mi artículo. Unos años atrás había recibido el Premio Aguascalientes de Poesía por su libro Volver a Casa. Un libro, íntegro, dedicado a la ciudad. Su ciudad. Decía entonces Alejandro que la última calle de la ciudad no existe. Y es que la ciudad seguía creciendo. Y aún hoy no ha dejado de hacerlo. No es posible, escribió Aura, contar las calles. No es posible manejar la ciudad. Hay que estar inventando palabras nuevas, para simular que la situación se ha dominado.
Hace 25 años Elena Poniatowska ya se sentía agredida por la ciudad. Al recorrerla en automóvil, me contó, sentía un gran temor. Temor a convertirse en agresora. “Cualquier avenida, decía, es un riesgo mortal, una aventura suicida”. Y desde entonces Elena alzaba su voz contra la corrupción, la torpeza, la apatía y la pésima planificación. También la artista plástica Fany Rabel sentía la agresión. Más aún, por ser mujer. Y temía que la ciudad, “algún día llegara a aniquilar las fuerzas de resistencia del ser humano”. Pero Fanny Rabel, permanecía a su lado. Y la convirtió, no solo en parte de su obra, sino en su obra. La miseria citadina, la opresión, su propia angustia en el pincel.
Leo y releo las palabras que hace un cuarto de siglo pronunciaron los artistas y escritores sobre la ciudad y siento que recorro esa ciudad con otras piernas que dicen lo que escribo. Y vuelvo a respirar la insólita soledad que se respira hoy en la ciudad. La soledad de los rostros invisibles y a la que artistas y escritores acusan, en la que se angustian y a la que le reclaman. Un reclamo que, sin embargo, no alcanza el tamaño de su amor.
Hace 25 años Cuevas todavía no le había dado forma a su Giganta, y ni siquiera se imaginaba que el Convento de Santa Inés sería la sede de su museo en pleno Centro Histórico de la ciudad. Pero ya hablaba de la urbe como quien habla de una mujer. Una mujer, decía, a la que se ha amado tanto que ni su marchités y deterioro físico nos impiden seguir amándola. Amada la ciudad, siempre amada también por García Ponce quien estaba convencido de que solamente la gente enamorada ha sido capaz de vivir en ella. “Los que viven en la ciudad, me confesó entonces, lo hacen forzosamente por amor”.
La ciudad como el sitio donde ocurren fantasías y milagros por amor, así la vieron y la siguen viendo. La ciudad de la que no nos iremos, aunque nos vayamos. Como Alejandro Aura que le pidió hace 25 años que lo escuchara. Y le lanzó la advertencia: Óyeme decir que no me iré/la ciudad se morirá conmigo/yo estaré en su fundamento.
Nada ha cambiado tanto. Menos, mucho menos, el amor que sienten por la ciudad los creadores. Quizá algún día ocurra el milagro. Y la ciudad deje de ser el lugar donde los hombres acarician el mal. Entonces estaremos todos en su fundamento.

Leer más...