martes, diciembre 16

Sexo con placer, un derecho recuperado

Nunca le tuve miedo a la tristeza. Aprendí desde niña que estar triste puede hacernos sentir con más intensidad la vida. Si sabemos distinguirla de la depresión, la tristeza nos permite entrar en un estado en el que la sensibilidad domina, y todo cuanto nos rodea cobra otra forma. La forma justa que le coloca el mundo a sus dolores. La dulce e inofensiva tristeza.

Pero hay un tipo de tristeza más antiguo, más arraigado, más callado. La tristeza de perder poco a poco el deseo. De percibir cómo se va reduciendo el disfrute, la urgencia del abrazo, el goce.

La tristeza de ya no poder sentir ni dar placer a la pareja. Es la tristeza que se les mira en las pupilas a los viejos. La tristeza que los lleva a preparar la llegada de la muerte a sus vidas. Y comienzan a morir al ritmo que marca la paulatina pérdida del deseo. Despacio, sin alarde, sin desgarro, casi quietos. Pero solos, muy solos.

Don Emilio tiene 81 años y una sonrisa nueva, amplia, descarada. Se acaba de enterar que su derecho a disfrutar del sexo le ha sido devuelto. Dentro de poco obtendrá gratis las pastillas que combaten la disfunción eréctil y podrá volver a gozar lo que desde hace unos años es sólo un recuerdo. Amable, complaciente, grato, pero un recuerdo. Enviudó hace cinco años y no había querido buscarse una novia. Ahora lo hará sin ninguna vergüenza. Sin tener que despedirse en la puerta de la casa para no decepcionarla.

Para que no sienta su tristeza, para poder sacarla a bailar otra vez en la Plaza del Danzón y que ella acepte. Pero con la donación de Viagra, podrá también invitarla a su casa, abrazarla, acariciar su cuerpo, besarla, hacerle el amor como solía hacerlo antes de que la vejez le jugara una mala pasada.

Todos los mayores de 70 años que viven en la ciudad de México tienen derecho a la pastilla azul, como le llaman al Viagra, Levitra o Cialis. Y aunque algunos aseguran que aún no la necesitan, todos le dan la bienvenida. “Yo la guardaré para cuando se ofrezca”, dice Juan de 75 años. “Por si llega la quinta”, comenta Ramiro cuyo sombrero exhibe la sombra de su pelo recién pintado. A su lado, una mujer lo toma del brazo y antes de llevarlo de nuevo a la pista sonríe, una sonrisa cómplice. “La quinta soy yo”, confiesa más tarde. “Y la primera también. Y la sexta, seré la sexta”, dice con voz suavecita de danzón.

Fue el gobierno de Marcelo Ebrard quien tomó la decisión de quitarles la tristeza a los ancianos que se encuentran en el Programa de Adultos Mayores. Lo anunció en la Plaza del Danzón este fin de semana. Quien reciba los medicamentos se someterá a un examen médico para evitar cualquier contratiempo. Se les revisará el corazón, la fuerza de sus latidos. Y es que las mujeres dicen que están preocupadas, casi todas.

Temen que se “aloquen” demasiado sus maridos. No vaya a ser. Y afirman que además, así como están, ellos “cumplen”. Pero cuando hablan sobre la pastilla azul, más de un minuto les brilla la mirada. Aunque las palabras que emplean no correspondan, les brilla la mirada y terminan por aceptar que una ayudadita, quizá de vez en cuando, no les sentará nada mal. Después de todo, amar de noche, amar de tarde, amar sin que se terminen del todo las caricias, es como ir ganándole terreno a la tristeza antigua, al tiempo, a la angustia que causa la crisis económica, la violencia, la soledad. Es como volver a respirar sin sentir que se agota la vida. A Martina su marido no volverá a gritarle.

No es que lo haga demasiado, explica a un grupo de mujeres que se reúnen en la Plaza del Danzón cada fin de semana, pero lo hace.

Lo hace cuando intenta hacerle el amor y le falla. O cuando deja de intentarlo. Se pone a gritar por cualquier cosa y ella entiende que quiere hacerle el amor como antes. A ninguno de los dos le afectan las arrugas en sus cuerpos. Ni el vientre abultado, ni la lentitud con que se mueven las manos sobre el cuerpo tranquilo del otro.

Sólo quieren gozar. Disfrutar del sexo, que regrese el deseo. El deseo que coloca una mordaza a la violencia. Y que abre una puerta más a la vida. Para que se quede un tiempo más. Para que no se vaya la vida, antes de morir.

Más de cien mil personas mayores de 70 años comenzarán 2009 buscando una pareja o compartiendo con la que tienen un placer casi olvidado. Algunos irán a bailar danzón a la Plaza de la Ciudadela, como lo hacen desde hace años cada fin de semana.

Sólo que ahora bailarán con el deseo prendido en la mirada y el temblor, otra vez el temblor, al filo de la vida.

insulabarataria_mariacortina@hotmail.com

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Muertos mestizos

No faltó nadie, estuvieron desde el cineasta Luis Buñuel, hasta los escritores Salvador Elizondo y Alejandro Aura, pasando por el galán Mauricio Garcés, el filósofo alemán Walter Benjamin, y el historiador Edmundo O´Gorman. También levantaron una enorme ofrenda para Mamá Tomasa, una mujer que a raíz de que su hijo muriera ahogado en un pozo, decidió habitar el universo de la locura, y otro para un nutrido grupo de artistas, entre ellas Frida Kahlo, Remedios Varo, Lola Álvarez Bravo y Tina Modoti, cuyas fotografías estaban pegadas sobre los rostros de unas muñecas Barbie. No faltó el altar dedicado a las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez y uno pequeño pero muy artístico, dedicado a Doña Jesusa Rodríguez, Doña Jesu, como siempre le dijeron sus amigos y la gente que la quiso. Los altares se colocaron desde el miércoles 29 y de no haber sido por la comida, el vino tinto y sobre todo, por el acento de las miles de personas que acudieron a verlos, cualquiera hubiera jurado que estábamos en México y no en Madrid.

Los altares mexicanos no sólo comienzan a ser vistos con admiración en Madrid, sino que además muchos madrileños se unieron este año a la fiesta y montaron sus propias ofrendas. Y todo esto en la sede de la representación del Principado de Asturias, cuyo director Miguel Munarri aceptó la iniciativa de la Casa de Zacatecas en España, de la revista Letras Libres y de la Embajada de México de convocar a través de Internet a la colocación de altares. Fueron más de 20 personas las que se animaron y sin excepción, cumplieron con todas las reglas de cualquier altar.

A mí me pidieron que levantara el de Alejandro Aura y que diera una plática sobre los altares familiares. Entonces me puse a contarles cómo se me había metido la manía de hacerles cada año una fiesta a mis muertos, estuviera yo en el país que estuviera. Y les conté que cuando el martes pasado en la Casa de América escuché a Carlos Fuentes decir que los escritores que no tienen abuelitas le dan lástima, me sentí totalmente de acuerdo con él.

Sólo que a mí no nada más me dan lástima los escritores sin abuelas, sino cualquiera que tenga la necesidad de usar la imaginación para vivir, para reír, para sentir. Yo por lo menos no sé qué hubiera hecho sin la mía. Fue mi bisabuela quien tuvo la genialidad de transmitirme, integra, su memoria. Fue ella quien me enseñó que es posible mirar con el pensamiento, y con la mirada hablar; quien me contó las historias que dieron vida a su vida y que, aún muerta, se la siguen dando. Es decir, me enseñó a tenderle una emboscada al olvido. De nuestros antepasados, me dijo un día, heredamos la memoria, que es como un pez que por las noches despliega sus alas de pájaro. Consérvala.

La primera vez que levanté un altar en Madrid, tenía pocos meses de haber llegado. Coloqué mi ofrenda con mi hermano mayor en el sitio central, pues llevaba apenas unos meses de haber muerto y envié a quien pude la invitación que mi hijo diseña cada año para la fiesta de muertos. Estuve a punto de perder a casi todos mis nuevos amigos. Casi ninguno entendió el porqué de la fiesta, de las calacas, de la risa en las calaveritas de azúcar, de la música, del pan de muertos, de las flores, del plato de harina. Todos, o casi todos me miraban extrañadísimos y un poco asustados cuando les contaba que en la harina dejarían la huella mis muertos al momento de llegar al altar. Se hicieron terribles e incomodísimos silencios en varias ocasiones. Hasta que la música, el tequila y el baile se encargó de quitarles el espanto.

Al año siguiente ya estaban más relajados. Incluso mi amiga Isabel me ayudo a ponerle arte al altar a partir de ese año. Y se volvió toda una experta.

El que levantamos este año dedicado a Alejandro Aura tenía ese toque gitano que no le va nada mal. A la gente le gustó. Hicieron todo tipo de preguntas. Y ninguno se asustó, ni pensó que estamos locos, ni que los mexicanos somos medio raros. Se quedaban viendo los altares con respeto y luego se reían. Como debe de ser.

Algunos de los altares fueron levantados por jóvenes. Mexicanos algunos, españoles otros. Son las nuevas formas de ver a la muerte. Con imaginación, con creatividad, con ganas de tenderle una emboscada al olvido. Y conservar la memoria. Para vivir.

La mañana de este domingo, antes de quitar el altar, miré las fotografías, el plato de harina, el mole sin olor, el mezcal sin sabor y comprobé una vez más que es la muerte la que levanta en México a la vida.

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jueves, diciembre 4

El otro riesgo

Dicen que todavía ni siquiera comienza lo más duro. Que los mexicanos no tenemos ni idea de lo que será esta crisis económica mundial. Ni cuánto nos afectará. Dicen que alcanzará dimensiones aún mayores que las de 1929. Que aquella debacle solamente la pudieron contener con una guerra. Dicen todo eso y comienzan a contar casos particulares de una empresa, de una cadena de tiendas, de una y otra familia que están perdiendo su fortuna. Luego vienen las especulaciones sobre los suicidios. Sucederá o no lo mismo que en el 29, cuando los más afectados o los más enajenados, se tiraban al abismo de asfalto desde lo alto de los edificios financieros.

Muerto su dios en la guerra de papel, no quedaba sino el vacío de esperanza en sus cerebros. No quedaba sino morir.

Los medios de comunicación difunden una tras otra, las caídas de las bolsas de todo el mundo. Algunas de mis amigas compran por primera vez en su vida, dos o tres periódicos el mismo día. Vi a una de ellas deshacerse de todas las secciones para quedarse solamente con la financiera. Le pedí la primera plana. “Esa solo habla de los muertos del día”, me dijo mientras me la entregaba sin ver mi rostro atónito. En cosa de una semana, la violencia dejó de ser el motivo de los desvelos de los mexicanos. La ansiedad tiene de pronto otro semblante. Se hablan menos, mucho menos sobre los secuestros, las cabezas cortadas, los campesinos acribillados, las inverosímiles historias sobre la participación de un grupo de albañiles en los cárteles de la droga. En unos cuantos días parecen haber dejado de turbarse con las noticias de los narco mensajes que amenazan con ensanchar los límites del horror. Y por momentos da la impresión de que ya nadie se preocupa del futuro político de éste país.

Hasta los que nada tienen que perder, pierden el sueño, la tranquilidad, la paz interna. Conozco a una persona que no se ha sentado a escuchar música, ni a leer un libro, ni a mirar como va entrando la noche a la tierra, en toda una semana. Y lo peor es que en siete días completos, no ha reído. Antes no podía pasar ni unas horas sin música. Y menos dejar de inventar ocurrencias para ejercitar su derecho a reír y hacer reír. O dormir sin leer aunque fuera un pedacito de algún libro. Hasta los que no han invertido sus ahorros en la bolsa de valores, comienzan a sentirse afectados, intranquilos, vulnerables. El desasosiego se contagia. Aunque no sepan exactamente qué está sucediendo, ni en qué va a parar todo esto, despiertan sobresaltados en la madrugada. Los perturba el temor ajeno. La angustia de ver morir una vez más a su dios de papel.

Dicen que la crisis está apenas dando sus primeros pasos. Y es cuando la alarma se dispara. El miedo se apodera de las palabras, no hay otro tema en los discursos, en las frases, en los pensamientos. Nadie calla. Y cuando se agota el tema, o alguien intenta agotarlo, la incertidumbre que flota en el ambiente se arma. Y la gente comienza a arrojar, una tras otra, palabras agresivas. Aunque no haya razón alguna para hacerlo. Aunque se esté hablando sobre la amistad o sobre los hijos, el amor, el tiempo, los proyectos que una tarde, sin proponérnoslo, diseñamos; aunque se esté hablando de recuerdos antiguos, de historias contadas por las abuelas, la agresión se abre paso. Agoniza la risa en las reuniones. Se quedan sin lengua las carcajadas. Escasean las caricias. Se paraliza el deseo de sentir que aún estamos vivos. Y que entre los placeres del cuerpo, la risa ocupa un lugar privilegiado.

La risa sonora que vuela sin abandonarnos cuando la invitamos a expresarse.

Nada hay peor que depender de los secretos de un dios efímero, nada más lacerante que el arrancarle la piel a lo cotidiano y dejar de desear el deseo que nos funda. El deseo de mirar el rostro matinal del mundo. Y creer en las manos que escriben, en las que aran, en las que dibujan, bailan, tocan un instrumento, acarician.

Dicen que lo peor aún no llega. Que todavía falta que se desplome en cenizas el sistema financiero. Que los mexicanos ni idea tenemos de lo que vendrá. Dicen todo eso y me aterra la daga en la palabra, la agonía del deseo, el futuro sin piel que busque sin detenerse nuevos amores. Me aterra el dominio que ejerce un dios de papel. Y el riesgo de perderlo todo.

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