jueves, mayo 21

¿En qué son diferentes los gays?

Cuando un día mi hijo me preguntó en qué eran diferentes los gays del resto de los mortales, le respondí que en nada. Igual que los heterosexuales, le dije, los gays y las lesbianas aman a quienes les hacen sentir amor, a nadie más. Se ama o no se ama. Se desea o no se desea. Seas homosexual o no lo seas. Al terminar mi escueta explicación, mi hijo tenía los ojos más abiertos y grandes que nunca. No sé si ese día entendió el fondo del argumento —tendría apenas unos 11 años—, pero a seis de distancia, ni duda me cabe de que mi respuesta le ha ayudado a valorar a los seres humanos, no por lo que dicen otros que son, sino por lo que ellos mismos hacen, demuestran, entregan y en realidad son. Tampoco sé si los gays y lesbianas están muy de acuerdo con mis argumentos, pero en lo personal, me sentí satisfecha de haberle quitado a mi hijo un peso de encima: el peso de rechazar a quienes los códigos de conducta impuestos por no se sabe quién, nos dicen que hay que rechazar. No importa si los conocemos o no; si sabemos qué han hecho con su vida o lo ignoramos; no importa si llevan nuestra sangre, nuestra sonrisa, nuestro respeto, hay que rechazarlos, nos dictan los que trazan la frontera entre el bien y el mal; entre lo permitido y lo prohibido.

El día en que mi hijo conoció a Chavela Vargas, reafirme mi tesis. La verdad es simple, es transparente, como un niño. Pero también, igual de frágil que su alma. Desde el primer momento en que la conoció, la admiró. Por atrevida, por ser como es, por retadora, me dijo cuando le pregunté el porqué de la confianza con la que se habían tratado. Chavelongas, le llama desde entonces. Y ella le dice jodón. ¿Cómo está el jodón?, me pregunta de tanto en tanto Chavela, que un día me confesó que era el primer jodón respetuoso que había conocido en el mundo. En el mundo raro en que vivimos.

Ni mi hijo ni yo participamos en las marchas y actos del Día Internacional de la lucha contra la Homofobia que se celebraron ayer en la ciudad de México y en otros muchos rincones del mundo. Y no porque no creamos en las exigencias de las organizaciones de defensa de los derechos de la comunidad lésbico-gay, bisexual y transgénero. Creemos en ellas como creer en el derecho a la educación, a la salud. No estuvimos tampoco en las calles en 2007, año en que por primera vez se celebró este día en el Distrito Federal. Ni al año siguiente. Ni, como ya dije, este año en el que también Oaxaca, Quintana Roo y Tabasco participaron, al decretar sus gobernantes el 17 de mayo como día estatal de lucha contra este tipo de discriminación.

Cuando me enteré de que estos estados se unían, lo celebré. Pero me quedé sin entender las causas de la ausencia del resto de México. ¿Qué falta? ¿Qué sobra para que algo tan natural como expresarse contra el odio, sea posible?

El odio mata, me dijo hace mil años mi padre. Mata al amor, a la sensibilidad, mata al alma. Nunca odies, me aconsejó mi padre conservador. Lo que no me dijo es que el odio, no solo mata: también quita la vida. Literalmente, asesina.

Nadie puede saber cuántas personas han sido asesinadas por ser homosexuales en los últimos años. Se denuncian los robos, las amenazas, cada vez más se denuncian las violaciones, los secuestros. Pero todavía es difícil denunciar los crímenes contra los que todavía creen diferentes. Los ocultan los padres, los hermanos, los jefes; los códigos de conducta impuestos por no se sabe quiénes, los ocultan. Y aún así, los casos denunciados, solo los denunciados en México son 464 desde 1995. De estos, el 98 por ciento no han sido investigados a fondo. No se sabe quién los cometió ni porqué. No se sabe; no se quiere saber.

No he hablado con mi hijo sobre el día internacional de la lucha contra el odio. No le he dicho que todavía no entiendo. No entiendo qué es lo que falta, qué es lo que sobra para que el mundo acepte que no hay diferencia entre un homosexual y un heterosexual. Se ama o no se ama, quisiera volver a decirle. Que no olvide nunca que cuando él estaba apenas husmeando los aromas de esta vida, en 1990, la Organización Mundial de la Salud, admitía ya que la homosexualidad no es ni una enfermedad, ni un desorden mental.

La vida, el amor a la vida y el respeto a los demás, es lo que nos concede fuerza, quisiera decirle a mi hijo hoy. A él que lo va a entender a la primera, pero sobre todo a aquéllos que aún no alcanzan a distinguir que no hay ninguna diferencia entre los gays y el resto de los mortales. Y que la única que existe es aquélla que el odio ha generado. La misma diferencia que hay entre la honestidad y la mentira; entre la verdad y el poder. Entre amar y odiar.

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lunes, mayo 4

Los besos que no nos podemos dar

Guadalupe aprovechó la alerta epidemiológica para poner en orden el estudio de su departamento y la cocina. Ella y su hija adolescente han compartido horas cambiando de sitio las cazuelas, las cucharas de palo, los sartenes, y colocando en la estantería los libros por nombre de autor, como lo tenían pensado hacer desde hace casi un año. Se sintieron bien uno o dos días, pero al tercero de verse las caras 24 horas, o casi, comenzaron a reñir por cualquier cosa. Están pensando en pintar una de las habitaciones, pero no han encontrado una sola tienda de pintura abierta, quién sabe si será por el puente o por la alerta, me comentó Guadalupe la otra mañana que aprovechó una salida de su casa para traerme tamales calientitos de cariño.

María no es que esté feliz, pero al menos tiene novio. Así me dice cuando nos llamamos para preguntarnos mutuamente cómo vamos llevando el encierro al que nos obliga la gripa AH1N1. “Yo al menos tengo novio”, me dice con voz satisfecha y una risita cómplice. Ellos sí pueden besarse, acariciarse, abrazarse, pienso. En cambio los amigos y conocidos no podemos ni tocarnos. Para mí eso ha sido terrible, sobre todo porque se me olvida y cuando veo a alguien que estimo, me lanzo a saludarlo de abrazo y beso. Pero me ponen el freno. No me empujan, claro, se supone que no deben tocar a nadie. Pero dan un salto tremendo hacia atrás. Un salto que provoca susto. Y que duele. Un momento nada más, pero duele.

No se si es porque no he estado tan atenta de toda la información que dan los medios de comunicación, pero no recuerdo que hayan abordado con detalle las medidas de prevención, si es que las hay, que deben tomar los amantes. Nadie ha dicho que no hay que tener relaciones sexuales; o que quien las tenga no debe besarse o que si lo hace, mejor que usen tapabocas. Nadie ha dicho si los besos en el cuerpo contagian o no. O si las palabras veloces plagadas de risa están más expuestas al virus que las palabras tristes. Lo digo porque estos días la gente, la poca gente que anda por la calle de la ciudad de México, lleva la tristeza encima. O al menos así lo parece. No creo que sea por el tapabocas, la sonrisa se mira mejor en los ojos. Al menos los que nos quedamos en la ciudad, escuchamos las pisadas de una tristeza generalizada. Una tristeza sin fe, como la nostalgia.

En el edificio donde vivo, solamente hay una familia con niños. Son dos y están en esa edad en que la energía que desparraman podría llegar a incendiar a la ciudad entera. Sus padres, pobrecitos, ya no hallan qué hacer para entretenerlos. Los primeros días se preocupaban por las horas y horas que pasan frente al televisor. Entonces combinaban con videojuegos. Pero también eso les preocupa. Se inventaron juegos de mesa, serpientes y escaleras, dominó cubano que tarda más en acabar, ahorcados, de todo. Francamente los papás merecen la medalla a la paciencia. Pero aún así, todas las tardes, a eso de las 6:00 horas, comienza el estruendo. Alguno de los dos niños abre la función llorando, alguno de los dos padres gritando. Al final los niños no se escuchan. Seguramente estarán otra vez frente a la televisión o en los videojuegos, imagino. Y quedan los reclamos a gritos de la madre al padre o viceversa. Casi todas las tardes desde hace 10 días, la relación entre ellos se erosiona. Ojalá les sobre amor para mañana, cuando llegue el silencio.

A mí me ha tocado estar sola en casa. Decidí no salir de la ciudad y aprovechar para terminar de escribir lo que tengo pendiente. Y sí, el ambiente para ello ha sido propicio, pero no tanto como pensé. Me siento a escribir cada mañana con la decisión firme de atravesar el mundo que narra la escritura sin perderme. O perderme por completo para regresar con la verdad de una historia inventada. Y casi lo consigo. Pero siempre hay alguien, uno o dos amigos, mi hija, que llama desde otro país para preguntarme cómo va la emergencia; como mi soledad, el tejido del ambiente triste. Y yo lo agradezco. Como agradezco igual la insistencia de los amigos también solos, que me acaban convenciendo a diario de que todo el día en casa enferma más que el aire. Un tequila no te caerá mal, me dicen y pasamos parte de la tarde tomando tequila y hablando de la influenza hasta que nos cansamos de escuchar nuestras voces diciendo lo mismo. Cuando callamos sentimos cerca a la tristeza. Y ya no tanto por la soledad de las calles o el encierro. Sentimos la tristeza que desata la etiqueta que nos han colocado a los mexicanos en algunos países del mundo. La tristeza y la rabia de no poder sino dejar abierta la ventana, para que entre la sombra de los besos. Pero tal vez cuando todo esto acabe, habrá sobrado amor para darnos las gracias. Y abrazarnos sin miedo y darnos los besos que no podemos darnos y recibir con amor a los 70 mexicanos sometidos al encierro en China y aplastar a golpe de solidaridad, a todos los racistas del mundo.

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