lunes, marzo 23

El Salvador desmemoriado

Ya no saben guardar silencio. Los salvadoreños tomaron la decisión de salir a las calles para expresar su opinión e inventar por su cuenta el futuro. Las elecciones de este domingo abrieron una vez más la esperanza del país más pequeño del continente. Y uno de los más convulsionados de la historia reciente. Pero en el mundo apenas se informa sobre este acontecimiento. Una nota pequeña en los diarios, unos segundos en los noticieros de radio y televisión. Como si nadie recordara lo que fue este país hace unos años. Como si los años hubieran borrado la preocupación, el dolor, la indignación que El Salvador provocaba en Europa y América Latina. Y con particular intensidad en México.

Hace 20 o 15 años unas elecciones en El Salvador habrían ocupado las ocho columnas de todos los diarios. El Salvador ardía. Día tras día, una masacre, un combate, un atentado, un secuestro revelaba la fuerza del horror en plena guerra. Y en plena guerra también, los sucesivos gobiernos colocaban en casi todo el territorio, urnas. Las urnas de la guerra decíamos los corresponsales. Y en vísperas de las elecciones nos preparábamos para resistir lo que vendría. Intentábamos dormir bien, curarnos las heridas antiguas, agarrar fuerza del silencio. No hablábamos de ello, pero todos sabíamos que las elecciones costarían la vida a uno, dos, tres de nosotros. Y a muchos salvadoreños más.

Hace 20 años, las elecciones en El Salvador costaron la vida a dos colegas salvadoreños y un holandés. Tres de los 36 periodistas que no lograron transmitir el fin de una historia que por difundirla, les arrancó la vida. En 1980 sumaron siete los periodistas muertos. El único colega mexicano que murió en ese pequeño país, estaba entre ellos. Se llama Ignacio Rodríguez Terrazas y era enviado del diario unomásuno. Cayó muerto cuando cubría un combate entre la guerrilla urbana y el ejército. Muchos dijeron que la bala, proveniente de una de las armas del ejército, estaba destinada a Nacho. Nunca se comprobó nada. Como en la mayoría de los casos, quedó la duda. Pero más fuerte la certeza. Y es que a los periodistas nadie, o casi nadie, nos quería. Nos quería la gente, ella sí. Los campesinos, los vendedores, los niños, las mujeres de los mercados, los poetas. Y como la guerrilla del FMLN tuvo la inteligencia necesaria para entender la importancia del papel que jugábamos en esa guerra, nunca nos maltrató ni nos atacó ni nos amenazó, ni menos nos echó de su país. El gobierno, en cambio, sí lo hizo.

Desde el primer día que llegué a El Salvador, en los años 80, supe lo que nos esperaba. Afuera del aeropuerto una enorme manta advertía: Periodista: miente en tu país, no en el nuestro. Y cuando acudíamos a algún acto de la derecha, nos susurraban la frase en el oído. En no pocas ocasiones las mujeres de los políticos nos llegaron a dar patadas en las espinillas. Decían que éramos parte de una campaña orquestada por el comunismo internacional. No importaba para qué medio trabajáramos. Todos, según ellos, éramos comunistas. Rojos del mundo unidos. Rojos, como el demonio.

En vísperas de las elecciones de hace 20 años, Roberto Navas, un fotógrafo salvadoreño que trabajaba para la agencia de prensa británica Reuters, fue detenido en un retén militar. Roberto se bajó de su motocicleta, se identificó, se despidió de los militares y se fue. A los tres metros sintió el proyectil en la espalda. Al día siguiente, la escena se reprodujo en San Miguel, al oriente de la capital. Sólo que en esa ocasión el retén disparó sobre la camioneta en la que se conducía un equipo de televisión local. Todos los intentos que hizo el camarógrafo del grupo por secarle la sangre a Mauricio Pineda, su hermano, fueron inútiles.

El día de las elecciones de hace 20 años, todo el país fue escenario de cruentos combates. En Usulután la guerra no daba tregua. Un grupo de colegas, entre ellos el holandés Cornell Lawgraw, El Coronel le decíamos, se topo con la guerrilla. Bajaron del auto para entrevistarlos, pero a los pocos minutos fueron atacados por el ejército. De nada sirvieron las banderas blancas. O el grito de ¡prensa¡ ¡prensa!, que en otros países ahuyentaba a la muerte. El Coronel hubiera registrado en su cámara su propia muerte, si no hubiera sido porque ese proyectil no le quitó la vida. La vida la perdió fuera del automóvil que intentó trasladarlo al hospital. Un helicóptero militar impidió su avance. Todos los ocupantes del vehículo, con El Coronel a cuestas, tuvieron que abandonarlo para huir de la lluvia de balas.

Hace 20 años las elecciones en El Salvador estaban en las ocho columnas de todos los diarios. El mundo entero denunciaba la sinrazón al lado de las urnas. Ayer los salvadoreños depositaron su voto en las urnas de la paz. Buscan completar su sueño, reinventar la verdad. Y algunos utilizamos la fecha, no para analizar los resultados del conteo ni la viabilidad de gobernar de los candidatos ni la fuerza y las debilidades de la antigua guerrilla. La utilizamos simplemente para recordar. O mejor, para impedir el olvido. Para que los colegas muertos no pasen otra vez 20 años con tanta soledad en la memoria. Y que el tiempo no sea más una nube de polvo que nos impida escuchar voces nuevas.

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martes, marzo 17

El Aura de Alejandro

Lo pidió en una carta que envió a sus hijos desde Madrid. Lo habló con Milagros, su esposa. Lo escribió hace 30 años en un poema. Alejandro Aura quiso que sus cenizas fueran parte de la ciudad de México. Su voluntad se cumplió el sábado 14 de marzo,cuando sus hijos Pablo, María y Juan, junto con Milagros y su hermana Marta, organizaron un acto en el que mezclaron sus cenizas con cemento. Se abrió un agujero en el muro del Hijo del Cuervo, el “cultubar” de Coyoacán, como le decía Alejandro, en el que se colocó la “caja del tiempo” que el artista Juan Manuel de la Rosa diseñó para Alejandro. Dentro colocaron los lentes del poeta, su pluma, dos fotografías, el libro Volver a Casa, una rosa y el delantal que usó en los últimos años para cocinar sus afamadas carnitas y otras delicias. Mientras el cemento secaba, se presentaron dos libros de Aura, Cuentos y Ultramarinos, de Ediciones sin Nombre y la UAM y El Aura de Alejandro, una antología de su blog, editada por la Secretaría de Cultura del gobierno del DF. Los Aura quisieron que Milagros y yo lo presentáramos. Esto fue lo que dije

Alejandro Aura, el poeta, el dramaturgo, el actor, el conductor de programas de radio y televisión. Alejandro Aura, el danzonero, el cocinero de palabras y manjares. Alejandro Aura, el conversador, el diplomático, el que le soltó las amarras a la cultura, el incansable lector y promotor de la lectura; Alejandro, el blogero.

¿Dónde está la sustancia, la identidad de la obra de Alejandro Aura? ¿Dónde se encuentran las entrañas de su creación? ¿En cuál de todos estos Alejandros descubrimos el aura de Alejandro? ¿Dónde la intensidad de la vida?

Ya Julio Trujillo lo escribió en el prólogo del libro que hoy estamos presentando. El blog de Alejandro es vida, pura vida. Trasciende la naturaleza efímera y testimonial de los blogs, dijo Julio y yo agrego: para reventar y salpicar de vida a los lectores, pero también y sobre todo a Alejandro. Por eso, desde que se sentó a escribir todas las mañanas en su blog, Alejandro comenzó a estar cada día más vivo. Mientras más se ataba el cáncer a su respiro, más pura, más fuerte, más intensa se fue haciendo su palabra y su obra.

Nada puede ser más intenso que narrar el dolor, desde la orilla de la vida. Nada más íntegro que escribir mirando de frente a la muerte, convencido de que al morir todo acaba, cesa, se evapora. Con esa intensidad, con ese dolor, con esa convicción, Alejandro retó a la muerte, porque para él mientras tuviera vida, aunque fuera un hilachito de vida, como un día me dijo, la eternidad era posible. La eternidad como la concebía Alejandro: un acto de creación y el encuentro de la obra con sus destinatarios.

Nunca los tuvo tantos como en su blog. A unos días de su muerte, su blog registró al visitante número 100 mil. Él se había preparado para esta cifra. Nos invitó a celebrar con él la llegada del destinatario número 100 mil. “Cien mil veces unos ojos lectores se han detenido en lo que yo voy escribiendo”, dijo sorprendido y agradecido. Luego reconoció la constancia de los lectores que siempre estuvieron ahí esperando el poema del día, la receta de cocina, el resultado de la quimioterapia, la crónica sobre alguno de los viajes que Milagros, su esposa y cómplice, y él hicieron, el soneto, el informe sobre el rumbo que había tomado en las últimas horas su tos, el insomnio; la opinión política, el comentario sobre una obra de teatro, una película, un proyecto. Cualquier cosa podía aparecer en el blog de Alejandro. Y todo interesaba. Cualquier tema atrapaba a los lectores, a todo tipo de lectores. De todos los rincones del mundo, de cualquier isla, pueblo, ciudad. Ahí estuvieron y muchos todavía están, esperando que aparezca al alba el aura de Alejandro.

Sin ser parte ya del personal del gobierno de la ciudad, sin contar con un equipo de promotores culturales, ni jóvenes entusiastas, Alejandro Aura consiguió en los últimos dos años de su vida poner en marcha programas culturales de valor incalculable. Contagió a sus lectores de la necesidad de leer poesía. Les transmitió la urgencia de leerla, de gozarla, de sentirla, comentarla y desearla. Los puso a investigar sobre medicina naturista para remediar su tos, supimos por los lectores de costumbres y culturas diferentes.

Difundió también los cientos de rostros y máscaras que la ciudad de México posee, su ciudad que tanto amó. En su blog escribió, no sólo las más tradicionales recetas de cocina, sino las más completas. Y es que Alejandro no solamente las compartía, sino que explicaba el porqué del corte de la cebolla, del ancho de la rebanada de jitomate, del color de la salsa, del olor del maíz, de la textura del huitlacoche. Y contaba una y otra vez la historia del nombre de las cosas.

A través de sus poemas, crónicas, narraciones, críticas, conocimos rincones de la ciudad de México, supimos cómo fueron sus calles en otros tiempos, sus plazas, sus heridas, sus amores. La ciudad de México desnuda, su ciudad, se asomó en varias ocasiones a su blog. Y lo hizo de la mano de Madrid, esa otra ciudad que Alejandro comenzó a querer casi desde que llegó a España como director del Instituto de Cultura de México. Y que recorrió, acarició, maldijo, besó, tantas horas al día, sólo para venir después a contarnos sobre ella en su blog. Sobre su gente, sus mercados, sus calles empinadas, sus mujeres, sus taxistas y sus fantasmas.

Supimos por el blog también del cáncer. De cómo iba creciendo el tumor en su pulmón, la tos en su garganta, el insomnio en sus párpados. Y Alejandro nos dio otra vez la fórmula para poder beber, comer, caminar, vivir con el cáncer. Lo vimos casi llevarlo con él al balcón y asomarse juntos a mirar a las parejas de la calle Cervantes besarse o a los grupos de jóvenes gozando del prohibido botellón los fines de semana.

Alejandro Aura se impuso la tarea de escribir a diario. Desde que inició el blog, el 20 de febrero de 2007 y hasta un día antes de su muerte, solamente faltó a la cita el día en que ingresó al hospital. A la mañana siguiente apareció el aviso:

“Queridos todos, nos tuvimos que encerrar en el hospital. No teníamos internet y se me perdió por completo el orden del pasar del tiempo. Por fin Milagros lo conectó. Mañana les contamos cómo anda la cosa”, escribió Alejandro el 29 de julio del año pasado.

Fue Milagros la que nos contó cómo andaba la cosa. El 30 de julio los visitantes de su blog leyeron: “Hoy a las cuatro y media de la tarde, de Madrid, Alejandro se fue y en este blog que le hizo seguir adelante cada día, nos dejó su palabra para siempre”.

El aura de Alejandro es sólo una pequeña muestra de lo que fue su blog. Y también una prueba de que si en algo Alejandro se equivocó fue en creer que todo acabaría con su muerte. De ello soy testigo. La selección de textos del blog que Milagros realizó, llegó a las manos de un grupo de jóvenes de la Secretaría de Cultura para quienes Alejandro Aura fue y sigue siendo simplemente Aura, el maestro, el ocurrente, el culpable de haber abierto las puertas de las calles de la ciudad de México para que se fueran acomodando en ellas un canto, una escultura, una torre de libros, una obra de teatro, un viejo amor. En unos cuantos días, concluyeron la tarea. Los vi leer los textos, sentirlos, discutirlos. Revisar cuidadosamente las viñetas que Juan Manuel de la Rosa envió para ilustrar los textos de su amigo. Los escuché hablar de poesía, de política, de teatro, de cocina, del dolor. Alejandro, me dije, completó con éxito uno más de sus proyectos.

Y lo seguirá haciendo.

Desde que Alejandro murió han visitado su espacio unos 60 mil lectores. Muchos de ellos escriben su tristeza, su esperanza, o su transparente opinión sobre la obra de Alejandro Aura. Hoy el blog de Alejandro, como El Cuervo, tiene un hijo. Se llama "encontrando a alejandro" y es principalmente la prueba de amor de Milagros que se ha dado a la tarea de buscar a Alejandro en cada rincón de esta y otras ciudades para arrojarlo con fuerza sobre el hijo del blog. Un hijo que acabará estallando una y otra vez de vida. Pura vida.

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lunes, marzo 9

¿Elegir morir?

Si fuera posible decidir el día, la hora, el lugar donde morir, estoy casi segura de que nadie lo haría. O casi nadie. Es difícil decidir morir. Desear morir. Aun para aquellos que ya recorrieron las montañas, los bosques y los valles de la vida. Es difícil tocarle la mirada a la muerte que mira de frente a todo aquel que testifica, paso a paso, el lento deterioro de la vida. No, nadie, ningún anciano por propia voluntad desea marcharse. Por más insumisas las piernas, por más rígidas las manos, sexo, dedos, cintura. Por más despobladas las uñas y cobarde la memoria, la vida ata al dolor, silencia al discurso pronunciado desde la razón, vence a la voluntad manifiesta de descansar, al fin, en el etéreo espacio donde el alma, desnuda, asume el mando.

Cuando la vida escapa, nada importa más que conservar la vida.

Me lo dijo una mujer de 90 años. Después me pidió que me acercara para susurrarme al oído el nombre del más temido de sus enemigos. Es el tiempo, confesó. El tiempo que lame dulcemente mi cerebro, como si yo fuera roca y él, mar. Eso me dijo y me quedé sin ninguna palabra que darle, ni una frase para responderle. Nada. No supe qué hacer más que ponerme a mirar sus pupilas dilatadas por la persistente luz que imagina le quema los párpados. La luz huidiza de los hombres y mujeres solitarios. De los que tienen todo y nada tienen. Solos.

No digas cómo me llamo, me pidió antes de que saliera de su habitación. No digas cómo me llamo, pero escribe sobre mí. Diles que en ocasiones sueño que estoy muerta. Y que cuando despierto me escucho hablar y pienso que en realidad estoy muerta. Pero regreso, siempre regreso a la vida.

Le pedí que lo siguiera haciendo. Que todavía hay tiempo para regresar. Que hay quien ha vivido más, mucho más de 90 años. Le conté del fotógrafo Manuel Álvarez Bravo que alcanzó los cien. De Andrés Henestrosa que murió a los 102 y de mi bisabuela que lo hizo cuando acababa de cumplir los 104, aunque no le confesé que era esa su edad inventada, pues no tuvo nunca un registro de su nacimiento. Más de cien años dijeron los médicos cuando murió. Ciento cuatro, dijo su hija cuando le cerró los labios todavía tibios de amor.

No diré cómo se llama. Diré sólo que tiene 90 años de vivir y que no tiene ninguna intención de morir. Aunque ella sabe que tendrá que hacerlo, lo sabemos todos. Todos lo llevamos bordado en la memoria desde que nacemos. Vivimos para avanzar hacia la muerte. Paso a paso. Pero ella sabe también que podemos robarle tiempo a la muerte. A la muerte hija de su pinche madre, me dijo, sin disculparse con el médico que entró a la habitación justo cuando subió la voz para calificar a la muerte de hija de su pinche madre. Y el médico trazó una sonrisa inquieta, ignorante, una sonrisa que se mutila el sonido por no saber cómo ingresar al territorio de los sentenciados.

No les digas cómo me llamo, me volvió a decir al día siguiente, segura de que escribiría sobre ella y su palabra. Me pidió que llevara una grabadora. Que guardara uno a uno, los sonidos de su voz, para poder pronunciarse viva cuando muera.

Tres, dos uno, grabando, le dije y comenzó a decir su edad, su deseo de vivir un día más, dos, diez. Tengo noventa años y estoy viva. Viva de tanto vivir, de tanto amar, de tanto gritar que estoy viva, como la vida, como el color rojo , como los recuerdos rojos que saben a pan, dijo y luego guardó silencio por varios minutos. No sé cuántos. Los suficientes para que yo pensara el valor inconmensurable que tiene la vida para quien la ha vivido 90 años. Para quien la ha gozado. Y lo poco, o casi nada que significa hoy la vida para tantos, para tantísimos seres humanos a quienes últimamente les ha agarrado la manía de confundir la vida con el poder. El vértigo que produce el abismo, con la caída. La muerte con el triunfo.

Todos moriremos, me dijo la mujer anciana. No hay dinero que pueda evitarlo, ningún mecanismo que lo consiga. Ni todas las agencia de inteligencia unidas, ni la fortuna y poder de todos los barones de la droga juntos podrán impedirlo. Ni los príncipes, ni los sacerdotes, ni los chamanes, dejarán de morir. Nadie. Morir no tiene remedio, ni precio. No hay nadie a quien corromper para que ponga a morir a otro en nuestro sitio. Morir es lo único personal. Más que amar.

Cuando ella me lo dijo, apagué la grabadora. Presentí que ya todo estaba dicho y además, volvió a quedarse dormida. Está todo dicho, pensé. Al menos mientras vuelva del sueño con otra historia que contarme sobre la forma cómo puede todo ser humano ganarle la batalla a la muerte. Por trozos.

A los 90 años, no siempre se vuelve del sueño con una historia propia. Ella volvió contando que las cosas, los objetos, las paredes de su casa no le pertenecen pues no han envejecido a su lado, a pesar de haber estado juntos los últimos años. La vida es el presente, le dije. Nada más. El presente que no siempre se vive en el mismo sitio, sino en donde el cerebro decide.

Ella lo vive en una habitación distinta a la que estaba antes de dormir. Pregunta quién la trasladó de habitación y por qué. Pregunta en qué país estamos. En qué ciudad. Qué diablos hago yo ahí. Cuando mira la grabadora guarda silencio. No dice nada. No responde a ninguna pregunta. La enciende y escucha. Se escucha viva y sonríe. Después toma mi mano. Tiemblan sus labios, la piel de la frente, tiembla. Es el tiempo que le lame dulcemente su cerebro, como el mar a la roca.

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