lunes, enero 21

Niños casados

A Clara le da miedo la calle. Por más tiempo que ha pasado ahí afuera, le hace temblar, le desata un dolorcito en el vientre, le arranca los párpados y el sueño. Le da miedo la calle a Clara, pero más dolor le causa vivir en su casa. Regresa de tanto en tanto, cuando el pánico la quiebra, pero más temprano que tarde la calle otra vez la llama. El horror de los insultos y los golpes, abre la puerta al otro horror.


Clara tiene 13 años y se acaba de casar con Juan de 15. Juan, que compartía con Clara el dolorcito en el vientre, la soledad anudada en los dedos, la sed. Se conocieron en la calle hace dos años. Se acompañaron, compartieron cobija, comida, miedos. Un día amanecieron abrazados en el interior de un edificio en construcción. Y decidieron casarse, como lo hace cualquier persona adulta. Eso es lo que quieren, ser exactamente como el resto del mundo. El mundo, que desnudo exhibe sus fisuras. Su piel agrietada.

El número de niños que contraen matrimonio no para de crecer. En la ciudad de México y alrededores es donde se da con más frecuencia este fenómeno. Le siguen los estados de Veracruz y Chiapas, ahí donde la marginación y la pobreza se extienden a sus anchas. Los analistas y estudiosos del tema están alarmados. Les preocupa que los niños abandonen la escuela, que se separen de su familia a tan temprana edad, que se relacionen con personas mayores, les alarma la explotación y abuso sexual que esta situación pueda generar. Les preocupa de los niños exactamente lo que ya padecen. Casados o en unión libre, de 13, 16 ó 10 años, saben lo que es estar lejos de los padres y de las escuelas. Le han visto el rostro al desamparo. La orfandad, sólo ella los arropa. No todos los que recurren al matrimonio, naturalmente, pero sí en su mayoría. Son casi todos niños del abandono. Niños y niñas que encuentran en su pareja, el reflejo más claro de su rostro, un sereno espejo de su alma. Su imagen intacta, la única.

La ONU, a través del Comité de los Derechos del Niño, ha pedido al gobierno de México que aumente la edad mínima para contraer matrimonio y que sea igual para mujeres y hombres. Los códigos civiles de 25 entidades, establecen 16 años como edad mínima en el caso de los hombres, y 14 años en el de las mujeres.

Solamente en Guerrero e Hidalgo se exige que ambos contrayentes hayan cumplido ya los 18 para poder casarse. En países como Alemania, la edad establecida es de 21 años. En muchos estados de Estados Unidos la mínima es de 16 para los hombres y 18 para las mujeres. Pero antes de los 21 tienen que contar con la autorización de los padres. En Italia las exigencias son mayores: si no se han cumplido los 25 años, no pueden casarse sin que sus padres les concedan la luz verde. Veinticinco años, la edad en que un elevadísimo porcentaje de mujeres mexicanas ya han dado a luz a cuatro hijos. O más. La edad en que las mujeres mexicanas, casi todas, han recorrido de punta a punta la vida. Le han peinado el cabello embravecido, le han secado las lágrimas, bordado la sonrisa, le han remendado el vestido a la vida.

Hay gente que se casa por amor. O por creer en el amor. Otros lo hacen por conveniencia, por seguir el mudo ritmo de la historia, por darle un hogar al chamaco que viene, por intereses económicos, porque no se les ocurre otra cosa, por el temor que provoca la gente soltera. Pero hay otros que se casan movidos por el mismo dolor, el mismo infierno enterrado, como aguijón, en las uñas. Y si fracasan, si se separan, si se engañan, se maltratan o huyen otra vez al sitio del encuentro, nada tendrá que ver el matrimonio a destiempo. Nada. Como no tiene que ver el hambre con la edad. Ni la miseria, ni el engaño. Ni el vacío que se genera cuando una niña muere de hambre.

Los niños que se casan no son todos niños de la calle, como Clara y Juan. Hay algunos hijos de campesinos que casados trabajan mejor en la comunidad. Hay otros cuya familia goza de mediano o alto nivel económico. Son niños mayores. Niños enamorados. Niños de tierra, niños perdidos en un mundo de adultos. Niños con piel de niños. Un grito que puede tocarse.

Clara y Juan no me invitaron a su boda. Todavía no los conocía. Pero me la contaron con tanta precisión que puedo jurar que sí fui. Clara y Juan se casaron con muy pocos invitados. Sin pastel de boda. Sin banquete, meseros, vino tinto, champagne. Lo que sí no faltó fue la música. La música que le prestó a Juan un amigo de ambos y que junto con otros niños y niñas de la calle, les sirvió para bailar hasta que el sol invadió aquél edificio en construcción, donde Clara y Juan un día despertaron abrazados.

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sábado, enero 5

Sombras nocturnas en Madrid

Anoche me fui de copas con mis amigos madrileños. Quise recorrer los bares, tabernas y restaurantes de los barrios del centro de Madrid. Regresar, mirar, hablar con la noche en el sitio exacto donde la noche se instala a sus anchas. Ahí donde al obscurecer, y aunque no haya luna llena, todo se transforma. Donde reina la obscuridad, y solo las sombras alumbran.


Las sombras en las noches de Madrid, caminan de un bar a otro, de una esquina a otra con el único fin de compartir historias hiladas en la sombra. Son los aliados de la noche, los que te hacen un lugar en la barra, los que te arropan con su hilera de palabras inventadas, los que brindan una y otra vez por los amigos que todavía no tienen y por aquéllos cuyos nombres acaban de olvidar. Como Juan, residente del Madrid de los Austrias, de esa zona que va de la Puerta del Sol al Palacio Real, pasando por La Latina y Lavapiés. El alma de Madrid, donde las sombras nocturnas deambulan con total entereza. Como Juan, el amigo que siempre se encuentran mis amigos en uno u otro bar. Con la misma sonrisa, con la mirada de siempre. Con la misma copa en la mano y un no gracias, cené antes de salir de casa, en la boca. Juan que nunca come nada, pero que recuerda todo lo que se habló la última noche en que te vio. México, mexicana, no te vayas, me dijo hace más de un año y lo recuerda. A pesar de no acordarse de mi nombre, ni de lo qué hacía yo en Madrid, ni de cuándo me dijo, me rogó casi, que no me fuera, me mira y me vuelve a decir que no me vaya nunca de Madrid, qué para qué si se está tan bien, pero tan bien en las noches de Madrid. Y en el día, le digo, y alza los hombros para poco después comenzar a tejer otra historia que escucho apenas unos minutos pues ya mis amigos pagaron esta ronda de copas y hay que ir al bar de la esquina que preparan unas tapas que te mueres, me apresuran y me despido de Juan sin despedirme. Llevándome el olor del plato de embutidos de Extremadura que quise pedir y que no pedí por quedarme escuchando la palabra de Juan que huele a tiempo.
La noche en Madrid despide un aroma diferente, indescriptible, extraño, sorprendente. Un aroma como de joven, como de viejo, como de mujer que espera la llegada del día, sentada al filo de la noche. Un olor que suda sobre la piel.
Cenamos en la barra de al menos cinco bares. Un revuelto de morcilla en uno, un plato de trufa negra sobre cama de patatas en otro, para que veas mexicana que en Madrid no sólo son bares de pueblo, reta un mesero que no sabe que yo sé que en Madrid no solo son bares de pueblo. Emiliano sugiere siempre lo mejor, los berberechos en salsa de algas en reducción de Pedro Ximénez, una media ración de tartar de atún con vinagreta de nueces. Es que yo quiero callos, les explico quedito para no ofender a los otros platillos que la verdad están igual o mejor que los callos pero tengo que decirlo. Los callos a la madrileña, por favor, que llevo ya una semana en Madrid y de callos, nada.
El espectáculo comienza pasada la media noche. ¡Hay que joderse!, me dicen cariñosamente mis amigos que aceptan llevarme a Casa Patas que les encanta pero a donde cada vez que van tienen que decir ¡hay que joderse, guapa!, por qué quesque no les gusta ir a Casa Patas donde solamente van extranjeros, argumentan. No hay otro sito mejor de flamenco en vivo, respondo y luego les reclamo que no vayan a Casa Patas más que cuando yo les pido que vayan conmigo. Si fueran, les digo, no estaría lleno de extranjeros, sino de madrileños.
Fui por lo menos una vez al mes a Casa Patas, durante los ocho años que viví en Madrid. Vi de todo. Algunas veces me aburrí, otras, las más, me divertí, me sorprendí, sentí, viví. Siempre me sorprendió la abundancia de niños. Niños sentados en un sitio de mayores. A la media noche. A la madrugada. Los niños con las palmas de la mano de sus padres en la mirada. Niños gitanos que anoche subieron al tablado. A las dos de la madrugada, se desataron los nudos de la garganta. A pesar del violín retador de Fernando Moreria o por él. Un violín en el tablao, nomás eso me faltaba, escuché decir al vecino de mesa que no era extranjero, ni madrileño, el vecino gitano de Andalucía se quejó de la presencia del violín en un tablado flamenco y acabó gritando ole, ole al violinista que hizo que la bailaora bailara como solo bailan las gitanas cuando alguien las reta.
Regresé a la calle de Cervantes a las no se qué hora de la madrugada. La calle Cervantes, en el barrio de las Letras, dónde Miguel de Cervantes vivió y murió. Donde vive Alejandro Aura y Milagros y donde yo me alojo en estos días y noches de no contar las horas, si da igual si son las dos de la mañana o las cuatro si todavía no cae rendida la noche ante la luz radiante del invierno madrileño. La impuntual luz azul. Esa luz que me obliga a salir de nuevo a las calles de Madrid, a los mercados, a los parques donde la gente busca un rincón, una luz, una sombra. Un sitio donde comenzar el nuevo año inventando una historia cada noche. Creyendo que todavía podemos ser jóvenes, que aún es tiempo de vencer a la quietud, respirar el viento que sopla en las ciudades y después, mucho después, dormir con el alba clavada en la piel. En la invisible piel de una sonrisa.

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jueves, enero 3

Berlin de los ojos abiertos

Hay ciudades que tienen la fuerza necesaria para permanecer con vida, suceda lo que suceda. Son ciudades que se dejan amar, que nos tienden la mano sin mostrar su poderío. Sin perder ni uno solo de los rostros de cal que la construyen, día a día, la salvan de volver a morir. Como en las guerras.

No me importó no entender nada de lo que me decían. Igual preguntaba. Ni me agobió no poder pronunciar lo que leía en los anuncios de las calles y en el Metro. Igual leía. Ignoré al frío y no dejé de sentirlo, pero se acomodó sin violencia en mi cuerpo. Sin perturbar mi encuentro con la ciudad; sin ejercer su dominio sobre la tierra caliente que cubre mis venas. Berlín es así: una ciudad que te hace creer que todo, o casi todo, es posible, sin borrar las huellas. Las huellas que deja la vida.


Llegué a Berlín sin buscar a Berlín. Sin ninguna pregunta qué hacerle, sin una nota en mi cuaderno. Fui por conocer una ciudad más, por compartir con mi amiga María el estreno de su apartamento. No tenía nada que descifrar. Nadie me dijo: no dejes de ir a la Isla de los Museos ni a la Puerta de Brandeburgo; prueba el pato en cama de castañas, compra chocolates y salchichas en el mercadillo navideño, visita tal plaza. No hubo una voz que me hablara del agua que cerca a Berlín y la libera. Los dos ríos que le colman la sed cada mañana.

Llegué a Berlín sin que me advirtieran sobre la forma que tienen los berlineses de mirar. De mirarse en otros. En las calles, en el Metro, en el teatro, en los museos, en las tiendas, en las estaciones, en los restaurantes, en los parques, en la opera, la gente se mira. Todos miran sin que su mirada estorbe, invada, demande una respuesta. Sólo miran. Y cuando se les mira mirar, nunca abandonan. Mantienen su mirada sobre el otro, como si estuvieran de frente al espejo.

No busqué nada y fui encontrando. La casa donde vivió Bertolt Brecht, donde escribió quién sabe cuantas de sus obras de teatro y sus poemas. Sin borrar ninguna huella, dijo lo que quiso decir. Perturbando siempre a los otros, siempre siguiendo el camino que nadie había aún trazado. Bertolt Bretch, llegué sin buscarla, a la puerta de su casa. Y quise saber más de él. Y alguien me entregó sus poemas y canciones en medio de la noche. Como un fantasma de otro tiempo.

Las ruinas de Berlín no se han borrado. No queda nada de todo cuanto las guerras han destruido y está todo. Berlín horizontal, un homenaje a la memoria. Un reto, una desfachatez que se agradece, la violación permanente de los esquemas. La arquitectura naciendo de las ruinas. Una y otra vez, arrancándose cada muerto que asoma por las ventanas falsas. Reconociendo cada uno de los rostros que un día hicieron falta, para contarles que la guerra ha terminado.

A nadie parece importarle el frío. En Berlín los recién nacidos salen a las calles en invierno. Los enredan sus padres en sus vientres, les tapan las orejas con bufandas de colores, los besan en medio del tumulto. Sonríen. Todo el mundo camina con los ojos abiertos. Se suben a un Metro en el que viajan los cinco continentes y que recorre las entrañas de la historia de Berlín. Uno de los metros más eficientes de Europa, tuvo estaciones fantasma. Y nadie ha borrado las huellas.

No sé si es por el invierno, pero las mujeres en Berlín apenas se maquillan. Visten como cualquier otra mujer del mundo. No muestran su vestido nuevo, sus botas tan modernas. No parece importarles la moda de Berlín. Van a su aire, como ajenas a todo menos a las calles. Las calles que recorren a pie o en bicicleta las mujeres y los hombres jóvenes que tanto abundan en Berlín. Como el viento, refrescan las tardes oscuras. Le conceden parte del reflejo que los cubre. Y a nadie le importa la llegada prematura de la noche, nadie abandona las calles, nadie guarda su sombra en el armario.

Fui a Berlín sin buscar a Berlín. Y encontré una ciudad con alas donde nadie se sorprende de ver a una mujer cenando sola en el restaurante más caro o pidiendo una copa de vino en un bar de barrio antiguo. Aunque no dejen de mirar. Y aun en los días sin nieve, se distinguen las huellas que van dejando en las veredas de los cementerios de Berlín. Las huellas abiertas, como sus ojos.

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