sábado, febrero 28

Desamor y amistad

La mayoría de mis amigos no festeja el Día del Amor y la Amistad. No es que duden o no del amor o renieguen de la amistad, simplemente les parece ocioso, ridículo o cursi y se niegan a obedecer las reglas impuestas a las emociones. Detestan lo carente de misterio, lo acabado, lo que tiene sentido, aunque sea un sacerdote que vivió hace 18 siglos quien dio origen a esta festividad y no alguna asociación internacional de comerciantes, como podría pensarse.

A mí me da francamente igual. Ni critico ni celebro que haya una fecha específica para amar. A los jóvenes, en general, les gusta. Al menos así me lo aseguraron un taxista, tres estudiantes, cuatro lavacoches, una mesera, una enfermera, siete empleados y una peluquera, a quienes les lancé la pregunta. Ese día, me dijeron, dan y reciben regalos, se besan con mayor intensidad, hacen una fila enorme para entrar a un hotel de paso, o van al cine, a comer al restaurante que más les gusta, o buscan un parque lejano donde acariciarse. Es un motivo, un pretexto, una razón más para comenzar a acumular recuerdos firmes, miradas y sensaciones nuevas. La oportunidad para mirar lejos sin que el tiempo se presente a molestar sobre unos labios cansados de besar bocas sin alma. O con el alma atrapada en un cuerpo que se resiste a partir.

Ignoro qué pensarán los ancianos sobre el tema. No se me ocurrió preguntarles, pero me imagino que algunos sentirán nostalgia. O sonreirán al recordar que no se irán del mundo sin haber sido amados, besados, muy queridos. Habrá otros que rezongarán y dirán que el amor no existe, ni la amistad, ni nada. Reconocerán a solas que existe el placer, el deseo, el vértigo que producen los abrazos largos, sólidos, incansables, pero ¿el amor? Quizá no quieren o no tienen la capacidad de echar a andar su memoria y volver a soñar el sueño nuevo.

El sábado pasado, mientras miles de parejas viajaban en metro, a pié o como pudieron hacia el Zócalo para participar en el mayor beso colectivo del mundo y escuchar cantar a Vicente Fernández, entré a un restaurante de la Condesa donde había quedado de verme con unos amigos. Uno de ellos me recordó unas horas antes la fecha. “Ve de minifalda y amplio escote”, me dijo riendo antes de anunciarme que era 14 de febrero e invitarme a unirme al grupo. No prometí la minifalda ni el escote, pero le aseguré que pintaría mis labios de rubí, de rojo carmesí, como diría una canción de moda de mi juventud. No cumplí tampoco con lo de la pintura labial que nunca utilizo, pero él llegó a la mesa y nos entregó a todos un malvavisco rosa y rojo en forma de corazón, envuelto en una bolsa de celofán con moño de rubí, de rojo carmesí. Lancé al abismo mi prejuicio hacia lo cursi, y disfruté el gesto. Después de todo, los amigos somos los que más tiempo permanecemos amigos. Más que los novios, que los esposos, que los amantes, casi todos. Los amigos nos perdonamos más fácilmente nuestros errores, ejercemos la solidaridad con mayor libertad. Toleramos nuestros excesos, aguantamos, nos abrazamos sin sospechas, nos mostramos uno al otro con mayor nitidez, sin tanto maquillaje en la sonrisa, sin máscaras nocturnas. Los amigos arriesgamos, dejamos lo que estamos haciendo para acudir al llamado de otro amigo. Somos cómplices de cada una de nuestras verdades. Y de toda mentira.

Hay quien piensa que la amistad existe sólo en la juventud. Yo no lo creo. La amistad, aunque con el tiempo se vaya reduciendo por dentro, como un cerebro, perdura hasta la muerte. Y posee el don de evitar poseernos.

El amor en cambio, no es duradero. Ni lo podemos definir tan fácilmente. Es lo que es mientras se ama. Y nada más. Existe mientras el ser amado existe. Ni antes ni después. Y condiciona, excluye. Nunca un amigo condicionará su amistad a que destruyas tu amistad con otro. El amor es exclusivo, se cree con el derecho de propiedad. Se ama a una persona que exige ser el amor único. Se es amigo, en cambio, de muchos otros amigos. Se crece en ellos. La amistad también, crece, construye, jamás destruye. Si lo hiciera es que dejó de serlo. O nunca lo fue.

El sábado por la noche, después de comer, tomar, reír con mis amigos pensé en el amor. En lo que podría ser el amor si se ejerciera como se ejerce la amistad. Si el amor nos mirara con la mirada tolerante del amigo; si nos acariciara con su frescura y nitidez, si nos abrazara sin desear dominarnos, sin sospecha, sin celos, sin contemplar la traición como arma para sobrevivir al amor... Al amor que la vida crea. La vida, no la muerte, no el dolor. La vida que pregunta lo que no tiene respuesta. La vida que da vida a lo imposible. Y que de tanto en tanto busca amar.

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miércoles, febrero 25

Contra el Miedo a la Crisis

De tanto escuchar, leer, hablar sobre la crisis económica, se nos está agotando la capacidad de mirar hacia otros espacios, dentro de otros ríos, frente a nuevos espejos. Minuto a minuto, los medios de comunicación en el mundo entero reproducen las cifras de la catástrofe. Los analistas, economistas, inversionistas, anuncian la debacle y predicen la continuación del caos, su carrera imparable, la extensión de su dominio hacia cada vez más países, ciudades, pueblos, empresas, comercios, fábricas. No hay ya ningún renglón de la economía a salvo; en ningún rincón del mundo, nos advierten, sin apenas recordar que atrás de las cifras hay rostros, sentimientos, personas, seres humanos que a distintos niveles se han visto afectados pero que, sobre todo, sienten, aman, lloran y aún en medio de la crisis, ríen.

Yo misma he pasado horas hablando con mis amigos sobre el tema. Que si tiene los mismos orígenes que la gran crisis de 1929; que si la recuperación será rápida o no; que si la responsabilidad mayor fue del sistema financiero de Estados Unidos, que si nos siguen y nos seguirán mintiendo; que si alguien conoce a uno de los afectados por la mayor estafa financiera del mundo, dirigida desde el corazón de Wall Street, discutimos. Pasamos horas enredados en un cúmulo de conceptos sin sentido. Sin pies ni cabeza... Y al menos para mí, sin alma.

La economía nunca ha sido ni mucho menos mi fuerte, reconozco. Soy incapaz de entender la tesis más elemental. No me explico por ejemplo cómo puede un sistema financiero caer así con tanta rapidez y fuerza. ¿Dónde comienza?, ¿en qué minuto estalla? ¿Dónde queda el dinero perdido? ¿Habrá seres come-dineros en el mundo?, me pregunto. Si no, ¿por qué entonces puede ser financiera la crisis? El dinero, que yo sepa, no se consume. El dinero se concentra, dicen los que saben. Los que saben ¿sabrán realmente?, pienso. Una y otra vez le doy vueltas al tema hasta que una arma invisible entra a mi defensa. Justo cuando estoy a punto de creer que el tiempo me ha atropellado la agilidad de pensar, aparece en mi mente la voz de un amigo muerto y me hace reír. O la mirada de un niño de luz que me hace sentir la vida tanto como un poema de Pedro Salinas, un recuerdo, una caricia, una buena sobremesa con las palabras de mis amigos yendo de un extremo a otro, de un trago a otro, de una esperanza a otra.

Como el dinero, los amigos en ocasiones se pierden. Un mal entendido, un cambio de piel, un salto hacia el poder, suele alejarlos. Pero los amigos que no se pierden son los que siempre han estado. Aun antes de conocerlos, estaban a la espera de que se diera ese momento en el que la complicidad abre las alas y nos lleva a recorrer un mundo de sueños que se escuchan, crecen, respiran. Y nos oxigenan. Por más crisis económicas, por más deshonestidad en el mundo, por más descontrol en los bancos, por más desconfianza en aquéllos que dicen manejar los hilos del poder, respiramos viento fresco cuando un amigo nos muestra la palma de su mano abierta.

Olvidamos. En ocasiones olvidamos sentir. Nos preocupa el futuro, el anunciado crecimiento del desempleo y con ello el de la violencia, el horror, el del miedo. Nos sentimos frágiles, a punto de quebrarnos. Y olvidamos que aún la fragilidad puede ser una cualidad, una herramienta, una forma de salvarnos, de colocarnos al otro lado del pánico. De ese pánico que nos lacera las venas de la creatividad y las de la imaginación.

La otra tarde un amigo me comentó que la fragilidad posee incluso un tipo de belleza, una belleza inestable que cruje, que aparece y desaparece, como un jarrón chino, un espejo, un objeto envuelto en una caja de cartón con el aviso “frágil” impreso encima. Frágil, como las pieles sensibles que sienten por fuera y por dentro.

Olvidamos sentir también la fragilidad de otros. Los primeros diez o cien o mil puntos de la agenda son la crisis. Y olvidamos mirar las calles, donde hay gente frágil que echa a andar su voluntad y su imaginación. Como lo hacen en el Faro de Oriente, ese centro cultural ubicado en Iztapalapa, uno de los barrios de mayor fragilidad y marginación de la ciudad.

La comunidad del Faro de Oriente le colocó el nombre de Alejandro Aura a su biblioteca, hace ya más de dos años, fue el mismo Alejandro, con el cáncer labrado ya en su voz, quien develó la placa que hicieron para él. Los integrantes del Faro no olvidaron que hace diez años fue Aura quien impulsó la iniciativa para fundar esta escuela de artes y oficios. Y tampoco olvidaron que la convocatoria que Aura le hizo a la comunidad intelectual y a la sociedad civil para formar el libro club más grande de la ciudad de México, generó un apoyo sin precedentes a esa entonces naciente congregación de jóvenes creadores.

Hoy todavía nacen en la ciudad iniciativas como esa. La cultura como arma contra la violencia, el desamor, el hambre, la soledad, las drogas. Y todavía hay gente que las apoya, que acude a diario a las calles, crea talleres, coloca exposiciones, abre la puerta a la calidez en el territorio ocupado por la intolerancia. La crisis económica quizá llegue a afectar el presupuesto destinado a los programas y proyectos culturales. Pero mientras la creatividad, la imaginación, la belleza y el deseo no sean devastados por la crisis, aún habrá lunes y martes y domingos blancos. Y rodeados de amigos o de su recuerdo nos desprenderemos del miedo a levantar las altas tempestades, como diría el poeta.

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viernes, febrero 6

Identidad interrumpida

De vez en cuando, a lo largo de la vida, es preciso revisar la historia. Plantarnos de frente al pasado y mirar con ojos limpios lo que fuimos. Descubrir cómo, por qué, desde cuándo somos lo que somos. Y preguntarnos cómo diablos no nos cansamos de repetir uno a uno los desastres, el caos, los horrores. Uno a uno los engaños, el acoso, las mentiras, las falsas promesas, las traiciones, los actos de violencia, los desamores.

Algunas veces es preciso también atrevernos a tocar los rostros de aquellos que quisieron abrir un hueco a la mentira. Escuchar el respiro de los que se negaron a pasar a la historia como grandes caudillos, jefes de jefes, mesías de mesías. Tenían todo para serlo: inteligencia, valor, preparación, relaciones, capacidad de mando. Pero les falló el tamaño, demasiado pequeño, de su ego. Nunca consiguieron conjugar, con la maestría de los que lo han hecho y aún lo hacen, la primera persona en todos y cada uno de los tiempos. Ni menos con cualquier verbo o sustantivo. No quisieron o por fortuna, no pudieron, hacer otra cosa que crear, pensar, amar. Algunos tallaron una llave de madera en el desierto. Abrieron el desierto y lo tiñeron con colores de un poema que nadie escribió. Es por ello que cuando pensamos en ellos sentimos la tentación de reinventar la historia. Reinventarnos. Tal como siempre hemos pensado que queremos ser. Realizar el deseo, sin permitir que deje de existir. Deseando desear.


Algunas veces es preciso simplemente desatar la memoria. Quitarle los nudos que la arrogancia le ha colocado a la historia. Ver la transparencia en las venas de las mujeres sin nombre ni apellido que se empeñaron en sacarse, una a una, las astillas de la lengua para pronunciarse. Hablar, gritar. Decidir. Las que nos dejaron abierto el espacio para montar a plena calle una pista de baile, un foro, un puesto de tamales, un parque, una voz, un hospital amigo, una biblioteca de libros escritos por los hombres que les tendieron la mano a las mujeres,. Y por mujeres. Un poema, un museo, un canto.

Ignoro cuántos años tenemos que vivir antes de lanzar la pregunta que denuncia. O admitir la ansiedad que nos desnuda y nos descubre en la orfandad en la que ahora, muchos se encuentran. O dicen que se encuentran. Dicen que es producto de la crisis. Pero desde antes aún de la crisis, éramos ya huérfanos, por más padres teóricos, financieros y políticos que nos hayan pronunciado hijos suyos. La crisis estaba ya ante nosotros. Sin rostro quizá, pero con su fauces devoradoras de almas. De casi todas las almas, menos de los adolescentes.

Mi hijo adolescente me preguntó el otro día dónde quedaba el amor. En qué nivel, en qué discurso, en qué caverna de todas las cavernas que va uno cavando en el alma. Sufrió una pena de amor. Y está convencido de que no hay nada peor que quedarse huérfano de amor. No sabe todavía que aunque es cierto que no hay nada peor que quedarse huérfano de amor, habrá pronto de encontrar otro amor que llenará la ausencia de aromas en su cuerpo. No sabe que hay otras heridas que se llevan en la mano a lo largo de décadas. A flor de piel, las heridas de piel. Son heridas que tienen historia. Heridas que no admiten cicatrices. Ni remedios, ninguna vasija para verter la sangre Son las heridas que la sociedad asume como bienes. La herencia maldita. La manía de repetir las mismas calamidades. La herida sobre la herida. Fuimos objeto de la impunidad. Seamos impunes. O aceptemos el nuevo rostro del abuso. Es esa la herida. La más profunda.

No le dije a mi hijo que pronto otro amor habrá de desgajar su piel hasta la asfixia. No lo creería. Nadie que ama de verdad cree en otro amor más que en el amor imposible. Hasta que nace, victorioso el nuevo amor, de la derrota.

Tampoco le dije que tiene razón. Y no se lo dije porque las personas de mi generación ya casi no decimos nada. O si lo hacemos, es por decir cualquier cosa. No exactamente hablamos de lo que creímos. Cuando creímos. Cuando fuimos. Cuando pensábamos que cambiaríamos el horror, desgarraríamos la mentira, bailaríamos en el triple funeral de la violencia, la prepotencia, la impunidad.

Ahora es diferente. No se habla. Ni se pronuncia la palabra del espejo. Nadie lleva un espejo a las citas con los grandes estrategas. O casi nadie. Ayer me contaron que un intelectual le dijo a un mesías lo que no quería escuchar. No tengo ni idea si servirá. O si le servirá al mesías saber que antes de él están los otros que dejaron su piel por él. Pero decirlo es ya un ejercicio. Lo contrario no ha servido más que para hundirnos más. Para ahondar la fosa en el sitio donde ya yacía un cadáver. No ha servido más que para darle respiración boca a boca al cadáver. O a los cadáveres que en estos días iluminan su sombra.

En la última semana de enero, reviso el calendario para ver cuáles y cuántos son los días de fiesta este año. Le comento a mi hijo que estoy buscando las fechas de los días de fiesta para ir a visitarlo a dónde se lo llevó el miedo, y me responde que nunca antes me había visto buscar las fechas de las fiestas. Antes, me dijo, la fiesta estaba en ti. No me atreví a decirle que ahora llevo una herida en la palma de la mano. Ni que últimamente he pensado que es preciso revisar la historia. Plantarnos de frente al pasado y preguntarnos por qué diablos seguimos reproduciendo tanto, tantísimo caos. Por qué no damos el salto, por qué no recordamos para olvidar que nacimos para ser corruptos, serviles, desleales.
Y de una vez por todas negarnos a soportar ser lo que hoy aparentamos ser.

Todavía no me acostumbro a celebrar los días de fiesta que no son. O si, quizá lo son, pero fueron mudados de un jueves o de un viernes, o martes, o miércoles al lunes. No me acostumbro, digo, pero está bien que así sea. Tendremos más tiempo para desatar los nudos a la historia. E intentar saber por qué diablos seguimos siendo lo que fuimos. O en qué momento dar el salto para entrar a la vida. La vida que está debajo de la vida, abrigada e inmóvil, casi ausente, en el único espacio en blanco del pasado. El espacio desde donde podemos construir.

Desde dónde podemos preguntarnos lo que hasta ahora hemos sido. Y por qué.

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