jueves, febrero 21

ANCIANIDAD

Los viejos están solos, casi siempre. Es duro mirarlos de frente, acompañar el movimiento de sus ojos; dar el paso y entrar cuando abren la puerta que conduce al centro de su alma. Pasear con ellos. Escucharlos cuando frente al espejo advierten que ya nada será como solía ser. Absolutamente nada.

Más que estar solos, los ancianos habitan al interior mismo de la soledad. Conocen sus ventanas, distinguen cada uno de sus olores. Adivinan el momento exacto en que habrá de abrir sus fauces para arrancarles un trozo de vida. Uno más. Y algunas veces, cuando rompe el alba, se protegen con su oscuridad. Desaparecen. Saben que no hay nadie que quiera escuchar su grito, el grito inaudible de los ancianos.

Hay quien asegura que la soledad en las mujeres ancianas es aún más intensa, más lúcida, mucho más poderosa que la de los hombres. La soledad de la mujer multiplicada. La piel puesta sobre el fuego que aún conservan, aunque nadie lo note. Ni siquiera la ciudad que las ha visto construirse, volver a nacer, cuando rompieron el silencio impuesto y se descosieron la lengua. Ellas, las ancianas de hoy y sus madres. Sus abuelas guerreras del campo y la ciudad.

En la Ciudad de México más de medio millón de mujeres mayores de 60 años, intentan espantar a la muerte. Eso dicen las estadísticas a las que pude tener acceso. Mas de medio millón de mujeres a quienes el pasado les concede existencia, únicamente el pasado. Y cuentan historias sobre su vida para dignificar su presente. Pero no se entierran en el pasado, buscan también ser en el futuro, lo intentan con fuerza, organizan actividades, planifican, se aferran a la idea de que es posible amanecer con vida, un día más. Solo uno más, dicen al atardecer, y se van acercando al siglo.

Hace un siglo la esperanza de vida de la mujer era de 30 años. Fueron los tiempos de mayor mortalidad en México, las primeras décadas del siglo XX. Hoy sin embargo, la esperanza de vida es de 75 años, cuatro más que la de los hombres. Miles llegan a los cien años y más. Se empeñan en soñar despiertas que aún hay espacio para ellas en un mundo que se ha dado a la tarea de olvidarlas. Quieren vivir más tiempo, siempre y cuando la vida sea más generosa que la muerte. Por eso, casi a escondidas, acarician a la vida con los dedos del deseo.

La voz de las ancianas se asemeja a la palma de la mano. Está llena de líneas, puede leerse casi. Como un libro, cada historia que cuentan es la escritura misma de su vida. Pero no es fácil leerla, ni escucharla, ni soportarla. La cercanía de la muerte aterra. Y levantamos un muro, las obligamos a colocarse la máscara de la locura, cuando no encuentran otra forma posible para alcanzar la serenidad.

El muro es la mirada de los otros. La que les niega acceso al mundo productivo, la que les cercena la capacidad de crear. Aunque continúan creando. A oscuras, se protegen e inventan lo que los otros les roban. La creatividad, la voz, el derecho a la lentitud. A seguir perteneciendo. A ser. Y comprender su historia.

La historia de los ancianos es también nuestra historia. La que fue y la que será. La historia no contada y la que está ya escrita en los rostros de los adolescentes. La historia que necesitamos escuchar, porque nadie nos ha dicho cómo llega la ancianidad, en qué esquina la veremos asomar su sombra, en qué parte de nuestro cuerpo se hospedará. Nadie ha escrito nunca qué forma guarda el camino que el adulto recorre hasta llegar a la vejez. Sabemos qué le sucede al organismo, qué pierde, qué se atrofia. Pero no hemos descifrado la ruta. Ni descubierto su luz.

Simone de Beauvoir estudió la ancianidad. Sus dolores, sus temores. Simone de Beauvoir le limpió el rostro a la vejez, criticó por vez primera la forma que tiene la sociedad de mirar a los ancianos. Pero no nos devolvió la esperanza. Al contrario, por momentos nos hace pensar que no hay forma de remediar la soledad que nubla su mirada. Mientras sigan siendo parte de los marginados, no habrá forma de devolverles la vida. La poca vida que les queda por vivir.

Los ancianos no se olvidan nunca de su vejez. Es imposible apartarla de la almohada, del frasco de medicamentos, de la silla, del espejo. Pero hay algunos que la invitan a caminar de la mano con ellos. Son los que se salvan del terror de verse degradados. Y siguen el camino. No escuchan el lamento de su cuerpo. Ni la sordera del mundo. Ven al mundo y consiguen reconocerse. Cuando en ese mundo encuentran alguien que brinde con ellos, alguien que no agrede, ni grita ni levanta el muro, recuerdan que la vida ya no será como solía ser. Pero sigue siendo vida. Y andar al filo de ella puede incluso ser más intenso, mucho más intenso que la sola ausencia de la muerte.

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martes, febrero 12

Niños dioses

Este año me perdí de los especialmente bien sazonados tamales que se preparan el Día de la Candelaria. Tampoco pude ver cómo visten a los niños Dios para llevarlos a que reciban la bendición en el templo, pero dicen que en la ciudad de México fueron cientos de miles los niños dioses vestidos de blanco o con el traje de algún santo que hicieron cola para recibir la bendición. Me perdí la tamalada, toda la fiesta, aunque cuando salí por la mañana a la calle vi filas enormes de gente en cada esquina, esperando su turno para comprarle al tamalero callejero su tamal. Vi también a la gente llevando en brazos al Niño bien envuelto en telas de seda, de satín o brocadas con oro y plata. Y a un montón de niños de carne y hueso con sonrisa de festejo. Pero no participé en la Fiesta de la Candelaria. Me la perdí.

A Fernando García Arellano le pasó lo mismo. Sólo que a él le importó más. Le dolió incluso. Le dio una rabia inmensa y no dejó de maldecir al cura de su pueblo. Un pueblo que está muy lejos de México y en el que no visten a los niños Dios, ni los llevan al templo, ni comen tamales, pero que celebran el Día de la Candelaria como en pocos sitios. El pobre del Sr. García Arellano no cargó en la procesión a la Virgen de la Candelaria, a pesar de que estaba a punto de cumplir medio siglo de hacerlo. Ni siquiera pudo estar en la procesión, ni en los actos religiosos, ni tuvo alma para rezar. Y todo por que se lo prohibió el párroco de su barrio, Azucaica, en Toledo, España. Quién le manda, pensaron muchos parroquianos. No se puede estar con Dios y con el diablo. Con el diablo que respira y siente; que mira y llora, el que busca, se revuelca de placer o de tristeza, el que besa y siente. Con el diablo que se le metió al cuerpo al infeliz de Fernando García Arellano y le hizo separarse de su esposa. Incumplió su mandato cristiano. Y la gente lo va a notar, le dijo el párroco los días anteriores al festejo. La gente lo va a notar.

Si no fuera por la risa que esta anécdota causa, me daría miedo. Si no fuera torpeza crónica la de ese párroco que ejerce su labor pastoral a menos de una hora de distancia de Madrid, estaría asustada. No podría ni contar esta historia que leí en un diario español. Pensaría en las consecuencias que tiene que el poder lo detente un idiota. Y me acordaría de que hace poco un anciano me advirtió que el día en que los idiotas, los descerebrados, los escasos de ideas, de sangre que fluye, de oxigeno, de sensaciones, de creatividad, llegaran al poder, ese día sería el principio de la nada. La nada que lleva a la muerte. Que termina con ella.

Los niños mexicanos de carne y hueso, cuando sostienen en sus brazos a los niños Dios el Día de la Candelaria, los besan en los ojos. No está escrito en ningún lado, ni lo dicen los antropólogos que comparan esta tradición con otras que se daban justo este mismo día en épocas prehispánicas. Nadie ha escrito sobre el beso que los niños de carne y hueso le dan a los niños Dios en los ojos. No es necesario hacerlo. Es por sí mismo, un texto. El beso. Una obra creativa. Un texto nuevo en cada beso. Eso es lo que en realidad vale la pena de las tradiciones. No importa si se cree o no. Están. Y palpitan como la palabra sobre el papel. La palabra vida. Intentar la vida.

Ya hay pocos que intentan la vida. Son más los que intentan la muerte. La mediocridad hilvanada en la mirada. La violencia. La mirada seca, sin sed ya. Seca total. Son cada día más los que intentan morir antes de abrir la vida. Y es que abrir la vida puede ser también un riesgo. Ante uno mismo o ante el mundo. Pero cuando se está en riesgo, no hay cansancio. No hay tampoco terror o es menos sólido. El terror sólido está en los ojos de un párroco que prohíbe vivir.

Los vecinos de Fernando García Arellano, la mayoría, guardaron silencio. Uno habló. Y dijo que es deber del párroco ser comedido, hasta en el reprender. Eso dijo un vecino de Toledo. Y Fernando García Arellano se marchó del pueblo en busca del demonio de la vida. Nadie sabe aún si regresará al barrio de Azucaica, es todavía demasiado pronto. Pero nadie habla ya de él. Sólo algún periodista que escribe la anécdota del ejemplo que quiso dar el cura al resto del pueblo al castigar a quien se atreve a desobedecer el mandato divino. Habrás de quedarte al lado de una sola pareja el resto de tus días. Aunque se haya terminado la vida de la relación, la sonrisa, el deseo, el incontenible deseo de bailar con su cuerpo. Aunque tu pareja te abomine, te engañe, te prohíba besarla en los ojos, debes cumplir el mandato divino. Aquel mandato que te ordena empezar a morir desde el inicio de la vida.

Desde el inicio de la vida comemos tamales los mexicanos. No hay mexicano que recuerde el día en que comió su primer tamal, el momento en que sintió el sabor a maíz en los labios, su olor, su textura. No logramos recordarlo porque traemos el maíz en nuestros genes. Somos hombres y mujeres de maíz, según los mayas. Hombres y mujeres que en tiempos antiguos, según los mexicas, ofrecíamos el maíz hecho tamal al dios de la Lluvia, Tláloc, a la diosa del Agua, la Chalchitlucue y al dios de los Vientos, Quetzalcóatl, para que no fuera a morir la tierra. Para que sudara su humedad la tierra. La tierra de agua en la que vivimos.

Los trajes de los niños Dios se venden en los mercados y en las casas de las costureras de mayor prestigio de las zonas populares de la ciudad. Los hay de las tallas 14 a la 42. De todos los precios, de varios colores. Con o sin hilos de plata. Dicen que este año comenzaron a vender trajecitos de futbolistas y de narcotraficantes.

Este año me perdí de los tamales y de la Fiesta de la Candelaria. Igual que Fernando García Arellano. Este año ya hay nuevos dioses. Y la gente lo va a notar. A pesar del silencio, la gente lo va a notar.

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sábado, febrero 9

La doble muerte de los niños violados

Escribir las ganas de escribir, la urgencia, el apremio. Escribir cualquier cosa, pero escribir todo lo que puede convertirse en escritura: el agua, el viento, el viento de agua, un muro detrás del árbol, una grieta de luz sobre la alfombra, un chapulín que salta sobre el cristal y atrapa a quien aguarda el momento justo para convertir al chapulín en escritura. Escribir, volver al sentido mismo de la escritura y desafiar. Arrojarse a la nada y crear, aunque desaparecer sea el riesgo. El riesgo que corre por la sangre y la separa.

Anoche soñé que toda yo era escritura. Un invento, una creación de otro sin presencia, una ficción sin dueño. El sueño de otro que en el sueño dibujaba las paredes de una antigua casa repletas de grabados de Toledo. Francisco Toledo de las iguanas y los chapulines quietos. El de los ojos húmedos y la piel de papel. El de las batallas y las voces. En el sueño, los personajes de los grabados podían leerme. Los cangrejos y los borregos, los cocodrilos, las vacas, el burro, la sapa, las escobas, los papalotes todos, se sentaron a leer la escritura que fui en el sueño.

Desperté con ganas de escribir, con urgencia. Escribir cualquier cosa que cobre la forma de la escritura. La luz, la piedra en la ciudad, el templo. Pero eché un vistazo a las noticias del día y vi a dos mil niños y niñas ausentes de mirada. Con menos de seis años en promedio. Violados todos, en el último año, hecha trizas su vida, la poca vida que les tocó vivir. Vivir ya muertos, sin ser. El poder sobre ellos, la ira de otros enterrada en sus cuerpos pequeños de niños y niñas que dejaron de serlo, en el instante mismo del doble crimen.

Los niños y niñas violadas son insomnes, muchos de ellos. Se abstienen de jugar a la pelota, odian la pelota, el afuera. Tiemblan antes de abrir cualquier puerta. Tiemblan y sudan el sudor de la muerte. Algunas veces lloran a escondidas porque nadie les dice que no fue su culpa. Ni curan las heridas de sus cuerpos. Por eso descienden a los infiernos. En busca de un remedio.

Nadie conoce la cifra exacta. Es imposible saberla. No hay quien se atreva a contabilizar la peor infamia. Las organizaciones internacionales y de derechos humanos aseguran que en un año, más de 20 mil menores mexicanos son objeto de abuso sexual, gran parte de ellos en la ciudad. La mayoría niñas. Niñas de tierra y cemento. Veinte mil. Y serán otros tantos los casos del silencio, los que se callan a fuerza de puñaladas de pánico.

Las niñas violadas, cuando crecen, guardan silencio frente a sus hijas. Las agreden, no las toleran. No se toleran ellas mismas. Las perversiones de las que fueron objeto se vuelve en su contra. Soy perversa, se dicen. Perversa como el demonio. Las niñas violadas no tienen salvación, la mayoría. Nadie les arranca el sello. Y reproducen la conducta del verdugo. El verdugo que no se cubre el rostro. Los niños y niñas violados conocen, casi siempre, al agresor. El hermano, el padrastro, un tío, alguien de su confianza, el propio padre. La brutalidad alojada bajo el mismo techo. A la ofensiva.

Hay quien intenta recuperarse. Algunas mujeres de las más de 1.5 millones de mexicanas al año que son víctimas de agresiones sexuales, lo hacen. Lo intentan al menos, lo buscan. No es sencillo. La soledad las asfixia, les corta la palabra. La soledad también de saber que sólo un 5 por ciento de las denuncias penales por violación, alcanzan la sentencia.

No alcanzan todos los menores a vivir después de ser violados. Hay casos de niños que mueren de las enfermedades que el agresor les contagia. Hay otros que mueren sin irse, los que crecen con el dolor sobre los hombros. Pero hay quienes no toleran el dolor y mueren, porque solo la muerte los libera. Se arrojan de las azoteas. O se quedan dormidos sobre una autopista. Para ya no volver a morir. Para no despertar.

Hoy desperté con urgencia de escribir. Con los dedos de las manos temblando de sed. Con los ojos puestos en la ráfaga de luz sobre la sábana. Con la voluntad de desaparecer en la escritura, arrojarme al vacío. Y crear. Pero afuera la vida agoniza. La vida rota de los niños y niñas violadas que cada día son más. Dos o tres más hoy que ayer. Niños y niñas que no sueñan. Que no escriben. Y de los que nadie, o casi nadie, escribe. Da miedo escribir sobre la muerte. Las muchas muertes de los menores violados. Da miedo. Y rabia, repulsión, ganas de no volver a escribir sin tenderles la mano.

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