Cuando la vida mira con los ojos de la muerte
Tenía tanta rabia esta mañana que antes de escribir una sola frase me levanté del escritorio. Me acerqué a la ventana y la abrí con urgencia de viento en las pupilas. Y vi el azul del cielo. Y lloré despacito como se llora el vacío del pasado. Las ausencias que apenas se recuerdan, la sed en la memoria. El primer poema, la abeja en mi rostro adolescente, la humedad, el primer parto, la vida encajada en la oscuridad de otra luna, el árbol minado. Entonces me pregunté hacia dónde vamos los que aún queremos creer que hay gente que quiere creer. En uno mismo, en el otro, en la memoria, en un sol sin quemaduras.
Salió temprano el sol este domingo. Sin demasiadas nubes pude verlo sacando provecho de la soledad, extendiéndose a sus anchas sobre ella. Hasta que vuelva el viento y las nubes y la lluvia que cada tarde de julio cae sobre la Ciudad de México que antes olía a piedra y tierra roja. Antes, cuando se empapaba de agua limpia.
Salió temprano el sol este domingo y me quitó la rabia y casi por completo la tristeza que sentimos en ocasiones las mujeres cuando despertamos. No sé si le suceda lo mismo a los hombres. Ignoro si sienten en el vientre la nostalgia, el deseo de un abrazo. Y si les sucede, me pregunto si son las mismas causas las que les provocan esta sensación de querer creer que ha valido la pena no habernos expulsado de la vida.
Y es que existen los que se expulsan voluntariamente de la vida. No los que se suicidan, o no nada más los que se suicidan. Los que siguen con el corazón puesto en su sitio, pero que han decidido ya no respirar lo poco que todavía se puede mirar sin dudar, sin pensar, sin sospechar. Esas personas que cerraron una tarde su alma y ya no quisieron creer ni siquiera en la muerte.
Hoy salió temprano el sol. Y yo iba a escribir sobre el dolor y la muerte a destiempo. Sobre la necesidad que uno siente de vez en cuando de abrazar a sus muertos. Sobre todo a los que se fueron a destiempo. Sin aviso previo, sin ninguna consideración. Sin haberse enfermado lo suficiente como para poder descansar al verlos partir. Nada. Sin tener la edad que les permitiría hacernos sonreír al irse. Iba a escribir sobre todo eso, pero el sol salió temprano este domingo y encendió el reguero de palabras entre mi sabana.
No sé cuánto tiempo pasó antes de volver a mi escritorio. Se, eso sí, lo que sucedió. Un amigo me invitó a desayunar fruta fresca en el bosque de Chapultepec y comprobé que la ciudad no hace visibles sus heridas los domingos. Mi hijo me dio las gracias por todo, y me dejó con la pregunta ¿qué es todo? rondando en mi cabeza. Otro amigo me invitó a engañar a los gitanos con historias que vuelan y regresan para posarse sobre la palma de la mano o sobre la hoja siempre mugrosa del cuaderno que llevo todo el tiempo conmigo.
Me fui sentando en varios bancos. En una mano, en una silla, un espejo, unos naipes, en una escalera y en otros más. Me pasé un buen rato descubriendo el banco que hizo Francisco Toledo, el de Leonora Carrington, Vicente Rojo, Sergio Hernández y muchos otros artistas que consiguieron poner a dialogar al arte en pleno Paseo de la Reforma. Y que entre un Ángel de la Independencia y Cuauhtémoc, me entregaron una historia de amor, de muerte y de memoria. Como deben ser casi siempre las historias que nos quitan el miedo a mirar. Y nos llevan de la mano a caminar mercados, plazas, olores, sabores y sentimientos. Y aunque por la tarde llueva, quizá se abra una puerta en plena calle. Una puerta donde la vida mire de frente a la muerte. Y la obligue a bajar la mirada.