viernes, abril 27

Mujeres golpeadas


Reflexión

De golpe me invade el cansancio en las piernas. En los brazos también, y en el cuello. El desmayo en la garganta: no logro pronunciar palabra. Ni quiero. Me urge, eso sí, desaparecer del mundo las imágenes que aletean en mis párpados. Un rostro agrietado y azul, el pavor, el abandono de un cuerpo que ignora su piel de mujer; su resistencia. La memoria a mordiscos erradicada.

¿A quién tememos? ¿A qué?

La violencia es todavía el poder, su habla. La violencia también ejercida por nosotras y contra nosotras. Los mismos brazos, los mismos puños que nos arrojaron al suelo, nos abrazan. La misma lengua, los mismos labios, la misma boca que escupió la sangre de nuestra mirada, nos besa. Y nosotras arropamos la caricia. Lloramos, cubierta la herida. Volvemos a sentir la urgencia de creer, la urgencia que nos regresa a la vida y nos levanta. Nos otorga la capacidad de caminar, otra vez, la senda que conduce a las puertas del averno.

Lo sabemos, pero no podemos saberlo. La urgencia de creer nos somete, nos debilita, nos sustrae un trozo de carne, de hueso, de piel. Una a una, cada agresión nos reduce. Hasta que quedan solo despojos de lo que una vez fuimos o quisimos ser. Lo que algún día soñamos ser. Hasta que los sueños desaparecen casi, atada a su cintura nuestro amor.

Algunas madrugadas la urgencia cobra fuerza y nos anima a recobrarnos. A alzar el vuelo al filo del vacío, a buscar nuestra huella en el abismo. Pero el abismo produce vértigo; el vértigo náusea. Nuestra garganta mutilada impide el paso a la palabra. Tan sólo la voz ajena penetra a los oídos. La voz a la que otra vez nos aferramos para al menos ser en el otro. Igual que el otro es el objeto que posee: nosotras.

Dentro de nosotras ya sólo hay silencio. Como en una fosa, el silencio es también ausencia de dolor. El cántaro donde guardar la frase que de conseguir pronunciarla, nos separaría del mundo; la que nos arrancaría la etiqueta de mujer que antes de nacer nos ataron al cuello. El espacio en blanco que nos salva. El triunfo del horror.

El silencio como una daga, la daga como sostén, como el único salvoconducto para deshabitadas, sobrevivir.

Por eso callamos.

Por eso también buscamos estar solas, tendidas sobre el endeble territorio que todavía es la soledad. La solidaria soledad, la lealtad única, nuestra aliada. La que de vez en cuando nos permite reconocernos frente al espejo, en agonía.

Por eso estamos solas.

Pero la soledad es también el sitio donde él encuentra a su presa agazapada, aterrada, muda. A la espera de que él termine de derribar la puerta y profanar otra vez, otra vez, otra vez, la cripta.

Algunas madrugadas, nos atrevemos a enfrentar el riesgo. Las sábanas blancas, la sombra de un pié en el vientre, el dolor entre las piernas. El dolor. Y hay quien decide entonces racimar su cuerpo, cavar una zanja en sus venas, recobrar la antigua forma de inventar los sueños. Deslizar la punta de los dedos sobre el gesto del horror. Colocarse la máscara de piel, sudar rabia. Y desmorir

Aunque afuera la libertad tenga un nudo en las arterias.

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lunes, abril 23

Los niños del no aborto

Son cientos, miles, los niños que llegan deshechos sus cuerpos a las clínicas y a los hospitales. Sucede a diario. Casi todos los casos se registran como accidentes. Pero traen el maltrato impreso en la mirada apuñalada, en la piel, en las manos que tiemblan. Según los más recientes estudios nacionales e internacionales, en casi la mitad de los casos ha sido la madre la responsable de las golpizas, seguidas en un 30 por ciento del padre. En México, Estados Unidos y Portugal es donde se acumula el mayor número de menores a quienes el maltrato los conduce directo a la muerte.


Desde hace 30 años el fenómeno se repite a diario en México: dos niños mueren asesinados a golpes o a balazos. Los menores de cuatro años, que son la mayoría, mueren estrangulados. A los más pequeños los ahogan, les cierran el paso al viento limpio de la vida. En el norte, en el centro, o en el sur del país, los mata el odio, la miseria, la sin razón, la pobreza. Los mata el haber nacido donde nadie quiso que nacieran, donde nadie preparó un espacio para su llegada; donde no hay quien pueda mirarlos de frente.

Todos los días 23 mil niños o niñas son violadas en México, sin sumar los casos que no se denuncian por miedo, por desesperanza, por soledad. Por creer que después de la violación serán despreciados, aún más, por un mundo que ni por un segundo les ha tendido la mano. Ni una sonrisa. Ni un roce de voz amable.

Conocí hace años a Narcisa. Cuando me contó su historia ya no era niña y aún lo era. Tenía 12 años cuando, en el camino que va de su pueblo a la escuela, la violaron. La empujaron y la tiraron detrás de unos matorrales, no sabe si dos o más hombres. No puede recordar, no quiere. Cuando su padre supo que estaba embarazada, le sacó al niño a patadas. Por desagradecida, por abusiva, le dijo. Unos meses más tarde Narcisa fue depositada en una de las llamadas Granjas Psiquiátricas que rodean a la ciudad. Vacía de luz, Narcisa espera ahí la llegada de la muerte. Nada más.

Hace apenas unos meses conocí a Irma. No fue una niña de la calle, aunque llegó buscando consuelo a una fundación de solidaridad con las niñas de la calle. Llegó con los huesos y la voz estrellados; tatuado su cuerpo de heridas, unas recientes, otras ya cicatrices. Tiene siete años. Y nadie puede adivinar en cuántas ocasiones fue violada. Cuando la institución investigó su caso, supo que igual que Irma, su madre fue de niña también víctima de interminables abusos sexuales y maltrato físico. Su madre y su padrastro estuvieron a punto de enviarla un día al cementerio. Ésa fue la vida de la madre de Irma, la vida que padeció y la que renueva, multiplicada, cada vez que mira a su hija. Cada vez que la mira y le pregunta a golpes para qué carajo la trajo al mundo. Para qué.

Todavía no son muchos, pero cada día son más los niños que responden a esa pregunta y deciden quitarse la vida. Hace cinco años 118 niños y niñas se suicidaron. El año pasado fueron 2 mil. También entre los mayores de 15 años y menores de 24, la cifra de suicidas crece. Crecen también el desasosiego, el hambre, la falta de cultura. Del total de los suicidas adultos, sólo el 3.6 por ciento tuvo acceso a la universidad.

Para millones de niños mexicanos, la violencia es un acto cotidiano. Como caminar, como dormir. Como la soledad de los niños abandonados no solo por sus familiares, sino por las leyes. No hay quien los proteja. No hay leyes que impidan a los padres maltratadotes llevarse de nueva cuenta a sus hijos, aun cuando se estén rehabilitando en alguna institución. No hay modo. Si golpean a sus hijos y son denunciados, algunas veces los retienen. Pero regresan casi siempre por ellos a la institución. Están en su derecho, dicen. Y México calla.

Otros temas no se callan. En medio de la incesante información sobre otros nueve o diez o 30 muertos aparecidos a diario en las calles o en una fosa, o en vehículos, escuchamos las voces, cada vez más desafiantes, de quienes se oponen a la despenalización del aborto. Han llegado incluso a tildar de demonios o criminales a los legisladores, a amenazarlos con el castigo divino. Han organizado y lo seguirán haciendo, marchas y otros actos para impedirlo. Están en su derecho. Su consigna es “por la vida”, sería una ruindad no apoyar un proyecto a favor de la vida. Los padres de familia, los movimientos de jóvenes católicos, la Iglesia católica, lanzan un grito a favor de la vida. Pero callan, entre un grito y otro, callan millones de muertes.

Callan los asesinatos de niños, el maltrato, las violaciones. Nadie marcha a favor de detener la espiral de la violencia contra los menores que nacieron gracias a que sus madres no recurrieron al aborto. Pero que mueren todos los días con el dolor de una patada en el cerebro o una herida en el sexo. Nadie marcha a favor de una ley que proteja a los niños cuyas madres se preguntan a diario por qué los trajeron al mundo. Por qué carajos. Y los echan a las calles, deshojada la piel de su alma.

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jueves, abril 19

De entre las grietas

uno

Una lágrima navega mi deseo
se desliza, busca, desespera
Cada mañana una lágrima
ocupa tu lugar
en mi invisible vértigo de arena

dos

La soledad tuya es mi metáfora
el cántaro de tierra inacabado
la caricia aplazada
que me arroja a la vida

tres

Es ella, la vida, la que dibuja al mundo
tu mirada es el instante en que su mano traza
la línea transparente y pétrea
donde el infierno nace

Es tu mirada la que te condena
a no quedarte quieto y elegir
el lado opuesto de la línea
so pena de morir sin juventud

cuatro

Sólo el cuerpo carece de misterio
igual que el agua, se angustia de deseo
y no pronuncia palabra cuando sueña
el sueño del poeta que lo bebe

cinco y final

Bebí del sueño ajeno lo que fui
en ausencia de mi

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lunes, abril 16

¡a volar!

Antes de comenzar las lluvias sopla con fuerza el viento. Se siente con particular intensidad en los alrededores del Bosque de Chapultepec de la Ciudad de México donde además, antes de comenzar las lluvias también cambian los árboles el color de su follaje. Es tiempo de cumplir los sueños. Es tiempo de lanzar a volar a los papalotes. Pero no todos los papalotes vuelan igual de alto, no permanecen el mismo instante suspendidos, no saltan ni bailan al mismo ritmo, ni se utilizan para idénticos fines. En tiempos antiguos y en ciertos rincones del mundo todavía hoy, algunos papalotes se diseñan especialmente para las ceremonias, otros para atraer fortuna o a un amor pasajero. Están también los que se emplean en la investigación científica o aquéllos que se arrojan al viento para que acaben con los malos augurios y las pesadillas. Y por supuesto los que tienen como único fin nutrir, a través del juego, la imaginación de los niños. Para que se pongan “a volar".


“A volar” es la nueva mariposa de papel que el Papalote Museo del Niño de la Ciudad de México ha lanzado al aire. Una revista que encierra, como los libros, los misterios de los sueños. Una especie de espada contra el miedo y los sobresaltos que provoca en ocasiones el mundo, en particular a los niños, pero también a aquellos adultos que no olvidan la sonrisa que exhibe de tanto en tanto la ciudad. Y que se aterran cuando se oculta detrás de los sonidos del alba. Al salir del Papalote, Museo del Niño, los niños se sienten protegidos con su revista en la mano. “A volar”, los ampara. Les revela el secreto de poder seguir soñando en su ciudad; les ensancha el mundo que vieron al interior del museo. Un mundo donde imaginar es un acto cotidiano y aprender desgrana sonidos de carcajadas, asombros, diversión, sueños.

Un día alguien soñó con un papalote e inventó el paracaídas. Años después otra persona vio un papalote enorme en su sueño e inventó las alas delta y el parapento. Hace unos meses un grupo de personas, entre ellas Patricia y Victoria Gaxiola, incansables hacedoras de sueños infantiles, soñaron la posibilidad de abrir las puertas y las ventanas al Museo del Niño; arrancarle el techo y las paredes, sacarlo a la calle. Y sin despertar, inventaron “a volar”.

“A volar” no es una revista como cualquier otra. Tiene alas de mariposa. Pero no de una mariposa común. Es una mariposa de papel que a diferencia de otras, puede volar aunque le toquen las alas. Es su magia. Vuela más alto mientras más la toquen, la acaricien, la arruguen, le den la vuelta, la recorten, la llenen de colores. Fue una niña de ocho años quien me lo dijo cuando le pregunté qué veía en la revista: los colores de las alas de todos los pájaros y las mariposas. También los colores de los niños que vuelan. Dijo lo anterior y se puso a reír. Y riendo se fue a volar.

Es tiempo de abrir el camino a Tláloc. De barrer las calles y las avenidas con alas de mariposas. Por eso tiembla la tierra. Así le respondí a la niña de ocho años cuando me preguntó, asustada, por qué tiembla la tierra. Ella ya sabe qué es lo que sucede en el espacio con el movimiento. Conoce la forma como se producen las colisiones cósmicas. Lo vio en el Museo del Niño y pudo seguirlo en “a volar” donde también conoció el nombre de cada uno de los planetas. Y pudo ver a Plutón, pobrecito, con su rostro triste de haber sido lo que no es.

Del techo de mi casa cuelgan dos papalotes. Uno rojo cangrejo y otro gris murciélago. Son papalotes zapotecas que en las tardes de viento se elevan en la azotea y de noche se enredan en las jacarandas. Aunque nadie los vea, se sabe que lo hacen por las manchas de ciudad que traen encima de sus alas de papel cuando regresan. Antiguamente los papalotes no se elaboraban con papel, sino con hojas de grandes árboles y varillas de bambú. No duraban tanto como los que se hacen hoy, pero derramaban aromas de tierra que se quedaban pegados en las manos. Las manos, en la revista del Museo del Niño, hablan. El primer número de “a volar” les enseña a los niños el alfabeto de letras que utilizan las manos para decir lo que uno siente. O conversar sobre un deseo, un sol, una calle donde encontrar a un amigo y decirle sin sonidos los secretos que se guardan en los labios o en el fondo de los volcanes. La historia del volcán Paricutín y el amor que el pintor Gerardo Murillo “Dr. Atl”, sintió por él, están escritos en “a volar”. El amor también a la escritura entendida como la libertad de la imaginación. Es quizá esta parte la que en lo personal me emociona más de “a volar”, la propuesta que se lanza de escribir una historia loca. Como la locura de los genios, de los ratones que viven en la panza de una tía, o la boda entre un gato y una araña. O la loca historia de una revista que se puso “a volar” por vez primera antes de la llegada de las lluvias. Y que sin duda se elevará muy alto. Sin duda ahuyentará tristezas. La tarde de su presentación, Patricia Gaxiola agradeció a Marinela Servitje, la directora del Papalote Museo del Niño, su solidaridad. De la mano de Mónica Gilardi, José Luis Oliveros y de su hermana Victoria, concedieron a los niños un espacio más para ponerse “a volar” entre las jacarandas de la Ciudad de México y desde lo alto aprender a mirar que es también aprender a sentir, a creer, a crecer sintiendo.

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sábado, abril 14

Cuando la tierra tiembla

Cuando la tierra tiembla, se agrieta el pensamiento
La soledad busca inútilmente a su pareja
No consigue olvidar su ardiente paso
sobre los sepulcros e intenta levantar
trozos de olvido entre la muerte
Pero no hay nadie que abrace su silencio
Nadie que se le asemeje

Ningún doble se sentará a su lado
cuando estalle la noche
y el chirrido de los cristales
en las visibles hendiduras de la tierra
enloquezca al mundo.

Cuando la tierra tiembla,
es mejor mirar la sombra con los ojos del llanto
O correr hacia el muro de luz

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Tiembla la tierra

Antes de comenzar las lluvias
sopla con fuerza el viento.
Es tiempo de volar los papalotes.
Es tiempo de abrir a Tláloc el camino,
barrer calles y avenidas
con alas de mariposa.

Por eso la tierra tiembla
y cambian los árboles el color de su follaje

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jueves, abril 12

Tepoztlán de amores, Tepoztlán de dolores

Tepoztlán no es la Ciudad de México, pero este fin de semana le dio cobijo a cientos de miles de sus habitantes. Llegaron para pasar el día o para quedarse por dos o tres más, los que tuvieron la suerte de encontrar alojamiento. También fue gente de Cuautla, Amatlán, Ahuatepec y otros pueblos cercanos. Muchos de los visitantes, quizá la mayoría, buscaban al Cerro del Tepozteco. Son los que creen en él. En su poder de contagiar energía positiva, limpiar las vibraciones negativas y curar los males que padece el corazón cuando se acumula demasiada tristeza en el alma. Pero había también los que buscaban otra cosa. No se bien qué, no lo cuentan, pero buscaban. Lo noté cuando los vi subir en total silencio hacia la cima y cuando, al llegar a la pirámide, se quedaron inmóviles, sin voz, pero también sin sombra, solamente la mirada en su figura. Más tarde, al ver de lejos el cerro, pensé que quizá había yo inventado a aquellas silenciosas personas. No existen, me convencí. O existen solamente cuando escribo sobre ellas, en busca de una historia que contar.



No puedo contar demasiado sobre Tepoztlán, aunque sé de sobra sobre la resistencia que caracteriza a los tepoztecos. No conozco mucho sobre la leyenda del Tepozteco, ni sobre su historia. Pero durante el trayecto hacia la pirámide y más tarde, durante el descenso, escuché varias versiones sobre los poderes y la magia de la zona. Una de ellas tenía que ver con el tiempo. Con el tiempo que no existe desde que un niño, utilizando instrumentos musicales, su orín y piedras de obsidiana le dio forma a los cerros.

En la cima del Tepozteco no transcurre el tiempo, dijo un hombre a su pareja. Le explicó que los dioses le concedieron este don al cerro por haber hecho valientes a sus hombres y mujeres. Por eso las gigantescas rocas inclinadas nunca se desprenden del cerro. Jamás rodarán sobre las casas por más que parezcan estar apenas detenidas por el viento. Por eso también se siente tantísima energía allá arriba. Es el tiempo que no transcurre, le aseguró seriesísimo a su mujer aquel hombre y le siguió contando más y más cosas sobre dioses, piedras y guerreros, pero al cabo de unos minutos pude solamente escuchar palabras sueltas, mezcladas con las frases de otras parejas, familias, amigos que intentaban, algunos inútilmente, llegar hasta la cima para al menos tener una historia que contar. O para encontrar entre las rocas el rostro de un amigo muerto.

Hay muertos que conservan la memoria. Son los que más dolor provocan, más rabia.

Todavía me duele Tepoztlán, aún me cuesta tomar la decisión de ir. Y no me duele por lo mismo que a los tepoztecos que tienen miedo de que tanta magia acabe con la magia. En cualquier rincón, esquina, galería, patio, iglesia, plaza, se ofrece magia al mejor postor. Una sanación en media hora, un temascal ceremonial y curativo con acento extranjero, o la terapia de cuatro puertas en cama de hierbas, con la mascarilla y el té incluidos. Hasta la fotografía del Aura se anuncia en el estacionamiento más concurrido de Tepoztlán en donde también es posible participar en sesiones de meditación tibetana con el sonido de bowles de cuarzo. Todo un cruce de culturas.

Doña Mari no se queja de que venga tanta gente en Semana Santa y fines de semana. Sube la venta de quesadillas de corolines y de tacos de cecina. Pero mientras asa la flor de calabaza con un poco de epazote fresco con la que rellenará mi quesadilla, me confiesa que no entiende la moda ésta de hacerse curandero o chamán al vapor. Tampoco sabe qué es eso de las lecturas de runas que se ofrecen a la vuelta del mercado, ni menos los masajes Shíatsu. Pero no se queja. Solamente platica con quien quiera conversar sobre la vida y sus andanzas. La vida va y viene, me dice. Viene y va. Los que fundaron este lugar ya se fueron. Después vinieron nuestros padres y nos dejaron solos, como a nuestros antepasados los dioses. Ya veremos si los que vengan después traen la lluvia de la muerte o se quedan arando las rocas.

Quise hacer mil preguntas más. Quise quedarme toda la mañana con Doña Mari hablando de la memoria y de las palabras que le dejaron en la boca sus tatarabuelos. Pero no pude hacerlo. A Doña Mari la fueron a llamar al puesto de comida. Su sobrina estaba en agonía. Sólo ella podía salvarla, le dijeron sus familiares con las manos. Doña Mari se agachó y puso una canasta sobre la improvisada mesa. Sacó un puño de hierbas, colocó de nuevo la canasta en su lugar y se marchó. Otra mujer que hasta ese momento no había estado en la pequeña fonda, o al menos nadie la había visto, se encargó de que no se marchitaran las flores que nos alimentan.

Tiene varios ramos de flores alrededor de su fotografía, amarrada en uno de los barandales que dan a la plaza principal de Tepoztlán. Viste un traje indígena de la zona. Debajo de su imagen, un texto reivindica su presencia, aun muerta. “Estás con nosotros donde quiera que estés. Sigues tejiendo huipiles y bolsos en el cielo, sigues creando. Tepoztlán te mantendrá siempre cerca” No hay firma. No hace falta. La gente que lee el texto regresa al pequeño altar con una flor en la mano. Sobre todo los que conocen la causa de la muerte de la niña de la fotografía, violada hace unas cuantas semanas en esa misma calle, justo en la casa de enfrente. Todo el mundo sabe, o cree saber quién fue el culpable. Pero lo callan. Lo calló la niña de la fotografía cuando decidió morir frente a la plaza principal de Tepoztlán, colgado su cuerpo de niña de una soga. Lo calló o lo gritó, opiné cuando un grupo de personas que la conocieron me contó sobre el suicidio. No hubo ningún comentario más. Sólo miradas sobre las piedras tepoztecas.

Las noches de fin de semana en Tepoztlán no se aquietan. Lo mismo ensordecen las campanas del ex convento y las iglesias, que quiebran tímpanos los cuetes o los “espontáneos” que se arrebatan el micrófono en algunos de los bares del centro. Pero nada como las bocinas “retro” que colocan en las azoteas y desde las cuales sale un ruido infernal, no se sabe si de un conjunto de pop rock o de trash metal. De vez en cuando aparece un espacio de silencio y llanto. Pasa el viento, canta un gallo, brilla la obsidiana.

Tepoztlán no es Ciudad de México, pero disfruta los mismos amores y padece los mismos horrores. E igual que en todo México, comienza a gritar de furia, cuando escucha al viento callar. O cuando se acumulan demasiada tristeza en el alma.

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miércoles, abril 11

Coyotes en Coyoacán

Lleva encima la imagen de un coyote. Tal vez porque antiguamente los coyotes sabían que en Coyoacán el crepúsculo avanza en forma diferente: sin moverse, como aún lo hace hoy ante los cuerpos que comienzan la noche en deseo. O como sucede cuando la escritura tiene el don de ser sólo escritura y se desliza, sin dirigirse a ninguna parte.


Por diferentes motivos y después de incendiar el pueblo entero, también Hernán Cortés eligió a Coyoacán como sitio de residencia. Instaló ahí el campamento de una de sus divisiones y construyó el primer ayuntamiento de la ciudad de México. Ignoro si la Malinche alguna vez vio los atardeceres, si escuchó el aullido de los coyotes, si disfrutó los manantiales, los aromas, el viento, el blanco de la noche, pero vivió en la misma casa de Coyoacán desde la cual Cortés escribía a Carlos V sus hazañas. Otras muchas mujeres y hombres hicieron suyo este barrio fundado por los toltecas entre los siglos X y XII. Frida Kahlo fue una de ellas, quizá una de las que más adentro lo sintió. Octavio Paz, Salvador Novo, Diego Rivera, León Trosky, Manuel Álvarez Bravo, Luis Cardoza y Aragón. Y las religiosas de varias congregaciones católicas.

Por fuera, los conventos eran casi todos iguales. Exactos en fachada y olores a aquél al que de tanto en tanto nos llevaban a mí y a mis hermanos mis padres, para que no se nos olvidara el rostro de mi tía, su rostro de tela. Y para que aprendiéramos a comer polvorones de monja sin ahogarnos de tos. Después de cruzar un pasillo oscuro, frío y plagado de sombras calladas, aparecía un patio luminoso con cascadas de buganvillas, nardos, dalias, begonias y otras flores cuyos nombres fui guardando en un cuaderno por miedo a que desaparecieran entre otras palabras danzantes: nasturcias, cempasúchiles, aretes, manitas. Las manitas, me contó una mañana una monja, tienen poderes curativos. En tiempos antiguos se molía la flor con la corteza del árbol en sangre de golondrina y lagartija. Untado, sanaba los dolores de mujer. Todos, menos la nostalgia de existir.

A las niñas les dan miedo las monjas. A casi todas. A mí me provocaban un poco de asfixia, las pobres, con tanta ropa encima. Pero no sentía ningún temor pues en mi familia se vivía con entusiasmo compartido la historia de mi tía la monja. Con excesiva frecuencia alguien contaba una, diez, cien anécdotas sobre el gran amor que vivió durante años la hermana de mi madre con un joven cultísimo y bien parecido. Cuando escuchaba a los adultos hablar sobre ese amor me imaginaba uno a uno los suspiros, las caricias, el beso en el jardín. Y ese día sabía que tendría seguro un sueño amable. Según contaban, por un tiempo ambos enmudecieron. No les hacía falta sino el silencio. Ninguna frase. Era su fuerza, una fuerza silenciosa. La historia terminó el día en que anunciaron su ingreso a una orden religiosa. Y casi al mismo tiempo, cerraron la puerta a la vida.

Quedó el silencio que callaron. Los sonidos con los que se tocaron, nada más.

Durante años intenté descifrar la mirada de mi tía la monja. Me urgía saber quién de los dos pronunció la palabra inicial. Pero mi tía tiene los ojos azules. Y los ojos claros no pueden mirarse, porque nunca se aquietan. Ni siquiera detrás de los muros de un convento en Coyoacán.

Hay mujeres que nunca se aquietan. Muchas de ellas vivieron también en Coyoacán. Eran los años en que las mujeres comenzaban apenas a imaginar que era posible crearse. Como ser humano, construirse un rostro diferente al rostro que otros ven en nosotras. Y lo intentaron en grupo. Fueron las pioneras del feminismo mexicano organizado. Se consiguieron una enorme y agradable casa en el centro de Coyoacán y se dieron a la tarea de reconocerse. Les tocó soportar el dolor de iniciar otra historia; recorrer las calles solitarias, sin saber nunca lo que venía después.

Después entrará el viento a callar el griterío de los coches. Esa fue la primera frase que escuché decir a Luís Cardoza y Aragón el día en que fui a conocerlo en su casa de Coyoacán. Estaba convencido, poeta al fin, que cuando cerraba el portón principal, el viento de Coyoacán lo protegía a él y a Lya, de toda calamidad. Lo visité en varias ocasiones. Hablábamos de Guatemala y sus heridas. De los sueños echando raíces, de los locos y los guerrilleros. Luis Cardoza y Aragón hablaba. Y navegaba callado por la palma de mi mano. Por todas las manos de los que escuchan todavía hoy lo que dice dentro de él, su mundo maya. Nunca volvió a Guatemala, nunca tampoco murió del todo.

Nunca he vivido en Coyoacán. Pero conozco sus calles y sus tamales. Sus museos, el Anahuacalli, el de Culturas Populares, el Museo de las Intervenciones. Reconozco a los globeros, los heladeros, los artesanos, los vendedores de elotes, las monjas. Disfruté al Hijo del Cuervo en su mejor época, la casa de Frida, las cantinas, el café de librería, la música, y el danzón del Centro Nacional de las Artes.

La otra tarde, paseando por el Zócalo de Coyoacán, vi a una pareja de jóvenes que se juraban caricias eternas sobre una banca. Me pareció escuchar, justo en ese instante, un aullido, como una nota larga muy larga que sube, pero no cae. Se desliza nada más. Y agita la nostalgia de existir.


Coyoacán, México, 19 de febrero de 2007

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martes, abril 3

El Parque México y otros sueños

La otra noche volví en un sueño a mi niñez. Desperté feliz de haber conseguido revivir imágenes que habían pasado sin apenas darme cuenta; sin haberlas siquiera guardado en mi interior, como se guarda el primer amor, el primer susto o el poema que se pronuncia siempre con distinta voz y que no pierde jamás la vida. Los sueños tienen eso: el poder de reinventar otra voz a lo real. Jugábamos a vivir. A ser. Nada más. Esa era nuestra vocación, ser.


Yo era una niña de la Colonia Condesa. Crecí entre niños que jugaban futbol, carreras de bicicleta o patines y luchas de agua; ataban latas a las patas de los gatos y se escondían en el Parque México para simular estar perdidos y sentir en el vientre la dulce turbación que ello provoca. Entonces no lo sabíamos, pero el Parque México es uno de esos milagros que se registra en la planeación urbana de la Ciudad de México, concebida más bien para ser el territorio e imperio del automóvil que hoy es. De existir más actos de generosidad como el Parque México, la ciudad y sus habitantes llevaríamos la dignidad hilvanada a la piel. Seríamos más abiertos, menos huidizos, más humanos. Y la vida no tendría que perdonarnos tanto. Nos atreveríamos a mirarla directamente a los ojos, sin dolor.


Cuando pienso en el Parque México, lo percibo de agua, como una serie de espejos de agua. Con mis hermanos, amigos o vecinos solíamos saltar en los pequeños lagos y fuentes para empapar a quien pasaba a nuestro lado. Luego salíamos corriendo, colmados de risas. Yo solía mirar durante largo rato a los patos y gansos del lago, tratando de distinguir los patos de las patas, los gansos de las gansas. Siempre había alguien que interrumpía mis cavilaciones y me daba un pedazo de bolillo para alimentarlos: una enana, un hombre solitario, un vendedor de merengues, una anciana sin dientes, un vagabundo. Los habituales visitantes del Parque México a los que en esos años nadie les temía. No había razón para tenerles miedo. Ni para huir de ellos, salir disparado con el terror en el rostro.


En aquellos años no existían las bandas de secuestradores, ni ofrecían a los niños drogas en los parques. Si acaso alguna vez, a mí nunca me sucedió, un exhibicionista sorprendía a las niñas. Y a veces los adultos, desesperados por no conseguir controlarnos del todo, nos amenazaban con el “robachicos”. Te va a llevar el robachicos en su costal, decían. Pero nunca logramos verlo. Por más horas en la azotea esperando ver pasar al viejo del costal atiborrado de niños….


En mi sueño el Parque México tenía enormes papalotes, tan grandes casi como los que se exhiben en estos días en la librería Rosario Castellanos, que, por cierto, está también en la Condesa. Son papalotes de Francisco Toledo, fabricados en el taller que fundó hace diez años en Etla, Oaxaca. De niño, Toledo jugaba a peleas de papalote. Se trataba de atarle una navaja a los papalotes que saltaban como gallos, uno sobre el otro en el cielo del Istmo, hasta que caía herido el infortunado papalote.


Los papalotes son las alas de los sueños. Alguien me lo dijo cuando yo era niña. O quizá lo escuché en alguna de las películas que iba a ver al cine Lido, donde ahora está ubicada la librería repleta de papalotes. En el cine Lido, que después se llamó Bella Época, vi por vez primera una escena de sexo. Y todavía recuerdo el aleteo. El primer soplo de agonía de la infancia. A partir de ese día, cambió mi forma de mirar a las parejas que se besaban en las bancas de piedra del Parque México y a aquella fuente con una monumental mujer también de piedra en el centro. De los cántaros que lleva bajo sus brazos brota el agua de la fuente. Algún día tendría el mismo cuerpo que ella, pensaba al mirarla. Un cuerpo sin sed.


Cuando yo era niña, la colonia Condesa estaba repleta de tiendas de dulces. La más cercana a mi casa se llamaba “la viejita”. Así le pusimos los niños del barrio para quienes la vendedora de dulces era una viejita, que en realidad no lo era. En su tienda solamente se vendían dulces de los que ahora se les llama “típicos”. Obleas, alegrías, chiclosos, tamarindos de chile, de dulce y de sal, como tamales. Cerca de Semana Santa aparecía sobre el mostrador, una gran charola con capirotada, para la vigilia. Había también cajitas con cajeta, dulces de leche, acitrones, lágrimas de cocodrilo, morelianas, glorias, mazapanes, charamuscas y trompadas. Y para el día de muertos, decenas de calaveritas de azúcar. Los niños de mi generación tuvimos la fortuna de pronunciar a diario los nombres de los dulces que están hoy en extinción. Nos llenábamos la boca de palabras con sabor a poema. Y pasábamos horas del otro lado del vidrio de la dulcería. Soñando.


La otra noche soñé que la tienda de dulces de la viejita era una casa deshabitada. Cuando entré, la viejita estaba sentada sobre la caja de las sorpresas, unos pequeños tubos de cartoncillo forrados de papel de china de colores, repletos de dulces y miniaturas. No había nada más. Excepto la ausencia de los dulces. Y eso, en un sueño es suficiente. La ausencia que permite ver muy lejos, aún en la sombra. O sobre la rama de un ahuehuete, un fresno, un trueno, o una jacaranda del Parque México.


La infancia es también la ausencia que nos mira. La única posibilidad que tienen nuestros ojos de mirarse a los ojos. Y de que sean nuestros labios los que gritan nuestro nombre. Ignoro si eso mismo sucede con la vejez. Nunca ningún sueño me ha regresado a mi vejez. No soy aún anciana. Pero conozco algunos cuantos viejos que poseen el don de hacer aparecer menos cruel al mundo. Son los que se van yendo como un niño que corre en un parque, sin ningún temor a olvidar lo que todavía no ha llegado. Sin miedo al dolor que causa en ocasiones soñar tan lejos.


Febrero 12, 2007

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De la mano de la muerte

Cualquier cosa puede suceder en la ciudad. En un mismo día es posible recorrer dos, cinco, trece mundos diferentes. Se pueden cruzar esos mundos, se pueden visitar, penetrar, conocer. Se puede correr el riesgo de vivir, o simplemente volar sobre ellos. Cada uno tiene el derecho a decidir qué hacer. Los mira o los ignora. Los siente o cierra los ojos. Los ojos de la memoria.
La memoria del presente se ha empeñado en huir de la ciudad.


Da pereza mirar, es difícil. Pocos lo hacen. Es más fácil desmirar a los niños que se acercan a los automóviles, que concederles el mínimo espacio de existencia en nuestro día. Pocos miran. O pocos saben mirar. Mirar es recordar. Recordar la mugre de los traperos, su olor. Cuando hablo de ellos casi siempre la gente se limita a comentar que apestan, que son una lata, que ensucian, y se cambia el tema. La otra tarde, el taxista que me condujo al norte de la Ciudad de México cerró las ventanas de su coche cuando presintió su cercanía. Le pregunté cuál es la maldad de los niños de las esquinas. En dónde está el peligro. Qué mal contagian. Están drogados, me respondió, fíjese en la mirada. Y me fijé. Los niños de la calle no tienen mirada porque nadie se las mira. La llevan metida en los bolsillos de sus pantalones rotos. A ratos la guardan en la lata de cemento que los lleva al encuentro con el abandono.
Me bajé del taxi y miré. Los niños de la esquina no me vieron. No tienen la costumbre de ser vistos por una mujer ajena al barrio. Eso es lo que me protege cuando camino por las calles prohibidas. Me protege y me excluye. Afuera, me avienta afuera. Mi figura me inexiste. Yo misma he llegado a desconocerme. Pero vuelvo a intentarlo. Lo intento y descubro que los niños mugrosos de las esquinas sonríen. Cuando alguien pregunta su nombre, asoman sus dientes chuecos. Y se alumbra entero, su rostro. Como si en verdad tuvieran alma. O razón, o amor.

Hay un centro cultural muy cerca de la esquina donde los niños tienden su cuerpo en los cristales, como ropa al sol. Un centro cultural que no puede ignorar la existencia de los niños de la calle. No tendría que ignorarla. Si no hay diálogo entre la cultura y la realidad más inmediata de la ciudad más grande del mundo, no hay cultura, no hay realidad, no hay sino mentira, espejismo, sinrazón, engaño. La ciudad del engaño seriamos. Sin más.

Viví años en Madrid y nunca vi niños de la calle. Nadie se arroja sobre el parabrisas de los coches en las esquinas, ni se coloca una nariz de pelota, ni guarda su mirada en el bolsillo de un pantalón roto, ni inhala cemento, ni pide su calaverita en noviembre, su navidad, un peso, algo para comer. Pero hay pandilleros. Bandas de niños y adolescentes en su mayoría latinoamericanos que han sido expulsados del mundo de los eficaces, bien portados, europeos, guapos, cultos. No son huérfanos, ni tienen un padre en la cárcel, no han sido víctimas de abusos sexuales por parte de su padrastro ni han sido arrojados a patadas de su casa. Pero son diariamente lanzados de una tierra a la que le ha costado permitir que el otro la arrope, la haga suya. Los niños de la calle de Madrid y otras ciudades de España son eso: dos veces desterrados, dos veces despojados de su derecho a ser ciudadanos. Ecuatorianos, colombianos, peruanos, bolivianos sin ciudad.

Las pandillas de niños y adolescentes latinoamericanos en España no se ocultan. Se visten como pandilleros, caminan como pandilleros, se escriben el nombre de su pandilla en la piel, lo gritan, ejercen a plena luz del día la violencia. Hace tiempo que comenzaron a matarse entre ellos. Pero no por hambre, ni por dinero. Matan para ser, como un grito que busca su identidad. En Madrid, Barcelona, Valencia, la cultura comenzó hace poco a dialogar con ellos. Las ciudades han decidido mirarlos. Y concederles la oportunidad de gritar, buscar, insultar, pero no con una navaja en la mano, sino con un pincel, una lata de pintura, un lápiz, una computadora, una guitarra, una mirada. Las ciudades en España aprenden a mirarse en el espejo. Crecen.
En la Ciudad de México todavía son pocos los que miran. Algunos escuchan los gemidos de los niños atados prematuramente a su sepulcro. Y deciden o no cerrar los ojos. Pero siempre amanece en la ciudad. Comienza a diario el día y por un instante da la impresión de que no existe la prisa en las calles ni en los corazones. Como si al amanecer el tiempo se quedara tendido sobre una ciudad más honda que extensa, más humana que fiera, más verdad que engaño. Una ciudad que está urgida de soltarle la mano a la muerte y que permanece a la espera de ejercer su derecho a que se entienda la realidad en la que está, ella y nosotros, inmersa.

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En el centro de la Ciudad de México, la soledad compartida

Acudo con frecuencia al centro de la Ciudad de México, sin ningún propósito específico. No voy en busca de objetos que en otras zonas de la capital ya no se encuentran, ni a comprar un libro, ni a comer al Danubio o al patio del Hotel Cortés, o al restaurante de Bellas Artes donde últimamente cocinan los mejores chiles rellenos. Me mueve solamente el deseo de sentir el vértigo que produce el movimiento. Mirar las miradas y las manos que vuelan casi en forma instintiva, siguiendo un ritmo propio, fiero, salvaje y a la vez, profundamente humano. Paseo durante horas por las calles, recorro los callejones solitarios, las avenidas desbordadas de frases que sólo se entienden cuando llegan a trenzarse, como se trenzan las palabras en el canto:
lléveselo marchantita, a cien pesos, baratos y de calidad, las últimas series, dos por uno güerita, dos por uno, hay eloooteeeeees, de a diez los eloooteeeeeeess, para que no lo engañen, para que no le cuenten...


Algunas veces me acerco a los puestos que a media calle proyectan las películas que venden, pero es difícil abrirse paso para llegar hasta adelante. Familias enteras pasan la tarde frente a un televisor conectado al viento, igual que un papalote, pero de metal. El otro día un joven me ofreció un audio libro pirata. Con su propia voz, el muchacho cuenta en un cd cómo transcurren los últimos instantes de vida de un conejo que fue tragado por una boa. Cómo desaparece el infeliz conejo, “propulsado en el túnel costillar por cada vez más tenues estertores”. “Es del Bestiario de Juan José Arreola”, me explicó el muchacho que apenas terminó la secundaria y se dio a la tarea de levantar el negocio de los audio libros. Su abuela, que nunca aprendió a leer, no se mueve de su lado cuando lee en voz alta para grabar un nuevo libro. Pero lo que más le entusiasma es que cuando su novia escucha su voz en un cd, lo besa. Cuando me lo contó comprobé que, como dijo el poeta Rilke, la vida creativa está muy cerca de la sexual. Tan cerca que no sólo llegan a rozarse, sino que en ocasiones se fusionan, se borra la frontera entre una y otra. Se disfrutan igual. También pensé que en el centro de la ciudad, todo se escucha diferente, se mira diferente, como un poema escrito en otro idioma, todo se incrusta hacia adentro, donde la soledad habita.

Pasear por el centro de la Ciudad de México es atreverse a poblar la soledad, amarla, abrir de par en par la ventana al estruendo del país.

Suelo leer el diario El País los fines de semana. Pero este sábado no pude encontrarlo en ninguno de los puestos de periódico del centro de la ciudad. Ya se acabó el país, me dijo a carcajadas una mujer madura. Se vendió todo, toditito, me dijo otra. ¿Quién, quién vendió al país?, le pregunté y también ella soltó una risotada. Al siguiente puesto seguí el juego. Y una mujer, ya anciana, me dijo que no había que darle importancia. Vendido o no, el país tenía a gente valiosa. Somos como el pasto, me dijo. Como el pasto que se seca, se hiela, se corta. Y seguimos. Recuperamos el calor. Eso es lo único que a su edad le importa, dejar a la vida vivir. Está convencida de que la vida tiene siempre la razón.

Los viejos no tienen necesidad de comprender. Observan la dignidad reposada donde se sostienen, donde jamás se aquietan, donde se mueven sin prisa.

El arte popular tampoco tiene prisa. El museo de la calle Revillagigedo, en el Centro Histórico, lo comprueba. Entré ahí este fin de semana, sin prisa, con tiempo. Y me acordé que Octavio Paz escribió en In/Mediaciones que “entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la artesanía es el latido del tiempo humano”. El latido también del barro cocido, del cántaro moldeado, del vidrio. O del jarro pulquero con barriga de mujer preñada que se exhibe en el museo.

Una mujer encinta camina por los salones del museo. De su mano, un niño de unos diez años. Toman fotografías sin flash, las necesita el niño para un trabajo de su escuela. Frente a un gigantesco mapa de México, la señora descubre sus raíces. “De ahí venimos”, le dice a su hijo mientras señala un maizal.

Subió el precio del maíz. Pero ella asegura que no ha subido el de las gorditas, ni el de las flautas que fríe en su anafre a mitad de la calle. Me insiste y no le creo, se lo digo. Le aseguro que en todos los puestos del Eje Central han subido el precio. Ni modo, el precio del maíz subió. Pero ella dice que no y que no. Cuando estoy a punto de irme me confiesa que no ha subido el precio pues apenas lleva tres días de ambulante y ríe. Antes trabajaba de sirvienta en una casa de la colonia del Valle. Pero no aguantó. Es difícil aguantar estando vivo, me dijo. Se aguanta mejor cuando ya uno está muerto. O cuando la muerte y la vida surgen de un mismo cuerpo.

Acudo con frecuencia al centro de la Ciudad de México. Sin buscar nada en concreto, encuentro. Sin siquiera intentarlo, consigo algunas veces que el movimiento encienda el vértigo. El temblor gozoso de la vida, sin tristeza. Porque el centro de la Ciudad de México arranca la tristeza. A golpe de miradas, sonrisas, palabras cantadas, la aleja y la incorpora, la mueve, la detiene sin paralizarla. En el centro de la Ciudad de México no existe la parálisis, porque nadie se espanta de no sentirse vivo. Nadie se detiene. Aunque les corten las piernas, recuperan la fe. Esa fe sin esperanza que protege, que penetra en el tumulto y convierte a la soledad en un plural.

Febrero 5, 1007

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lunes, abril 2

Niña de la calle es nombre propio

A los ocho años Silvia perdió la paciencia. Había aguantado todo tipo de palizas, insultos y torturas de su padre. Había soportado los silencios de su madre y su mirada de espanto. Pero el día en que su papá la violó tomó la decisión de salvar a su hermana menor y escapó con ella de su casa.
A los doce años era adicta a las drogas, apenas comía, pedía dinero en el metro o lo robaba, y dormía bajo algún puente o rincón del Distrito Federal, al lado de muchos otros niños de la calle.Ser niña de la calle le concedió su identidad, su único nombre.

En cinco años pasó de la calle a uno de los albergues del Sistema de Integración Familiar; del DIF a un internado de religiosas, de ahí de nuevo a la calle, después a un “Anexo” y otra vez a la calle. Su estado físico se deterioraba día a día. De vez en cuando alguien se apiadaba de ella y le enviaba a una institución, pero acababan por echarla o ella misma saltaba de nuevo sobre un charco de la calle, un charco de luz.

En 1999, cuando parecía no tener remedio para ninguno de sus males, encontró una casa donde cerca de 90 niñas como ella intentaban reconstruir su vida.

Silvia tiene hoy 21 años y cursa el primer semestre de la licenciatura de Economía en el Politécnico Nacional. María Mar Estrada, la directora de “Ayuda y Solidaridad con las Niñas de la Calle”, me muestra un mural de fotografías que cuenta la historia de la Institución y la de Silvia. La forma cómo se fue desvaneciendo la palidez de su rostro, su delgadez, el pánico en sus ojos. La forma como fue venciendo el deseo de volver con su pandilla, su única familia.

La directora recuerda el vacío que Silvia traía a cuestas. Y sonríe cuando señala el diploma que obtuvo al terminar con mención honorífica la preparatoria. Es su logro, la victoria colectiva sobre el horror, la violencia, la deshumanización. Pero no ha sido fácil. Han sido años de levantar el proyecto, conseguir los fondos para instalar las dos casas que Ayuda y Solidaridad tiene, el Hogar de Transición en La Raza y el Hogar Grupal en Jilotepec. Contratar a sicólogos, trabajadores sociales, médicos, organizar talleres. No ha sido fácil, pero se ha ido avanzando. Lo verdaderamente arduo, complicado, espinoso, es conseguir que las niñas se reintegren a la vida que vela por sus derechos. Que acepten que los tienen, que tenerlos se convierta en su deseo. Que recuperen su dignidad, su orgullo, su autoestima, el valor de ser mujer con el que nacieron. Aunque les haya durado un segundo, lo tuvieron.

Todas las niñas que llegan a Ayuda y Solidaridad han sido violadas por sus padres, padrastros, vecinos, tíos o por algún desconocido. Hay huellas de golpes en su piel y en su alma. Hay secuelas. Pero paradójicamente, a la mayoría no le es fácil permanecer en el sitio que les concede amparo. Pasan años para que olviden la calle. Para que no quieran regresar al hogar de la fiera. Y cuando lo hacen, en algunos casos sucede que la familia decide regresar por ellas sin tener ninguna condición para recibirlas, protegerlas, velar por sus derechos.

La madre de Amelia, una pequeña de once años, cumplió hace unos meses su sentencia. Acusada de narcotráfico, fue capturada junto con su padre y sus hermanos. Amelia fue recibida en “Ayuda y Solidaridad”. Al salir del penal su mamá se presentó y dijo que quería llevársela. Amelia no quería, María Mar suplicaba, explicaba, desesperaba. No hubo forma de impedirlo. La ley se lo permite. Hoy Amelia vende drogas en la escuela de su barrio. Su mamá se las coloca cada mañana en la bolsa del uniforme y entre los libros que lleva en la mochila.

Ayuda y Solidaridad y otras instituciones han intentado unidas conseguir que alguna autoridad las escuche. Que entiendan la urgencia de introducir una enmienda de ley que impida a los padres de los menores de edad recuperarlos sin demostrar que no volverán a abusar de ellos en ningún sentido. Se han cansado de ir de un sitio a otro. De hablar sin tener respuesta. Hay quienes, en palabras de María Mar, consideran que en Ayuda y Solidaridad se fabrican cajas de cartón. Ignoran que lo que se intenta es hilvanar vidas. Vidas prematuramente destrozadas. Hechas añicos.

Carla tiene siete años y lleva un collar tatuado en el cuello. Un collar que le pintaron su padrastro y su madre con un cigarro encendido. En la espalda lleva la sombra de una plancha y muchas otras cicatrices en las piernas, brazos, pecho. Es la niña de más reciente ingreso. Apenas habla. Y cuando lo hace su voz se escucha apagada, en extremo ronca. Sus cuerdas vocales quedaron destrozadas el día en que le introdujeron un gancho por la nariz. Tenía cuatro años. La madre de Carla también fue niña. Una niña violada y torturada sistemáticamente por su padrastro. La crueldad se abre camino y se extiende.Se reinstala en las miradas reventadas.

Antes de entrar al Politécnico, Silvia trabajaba en una pizzería cercana al hogar de Ayuda y Solidaridad en La Raza. La semana pasada encontró un nuevo empleo que se ajusta a su horario de estudios. Vamos juntas a la pizzería a pedir una constancia de trabajo. Mientras caminamos me va soltando poco a poco trozos de su vida. Su hermana terminó sus estudios en el internado de monjas. Ahora tiene dos hijos. Y la fortuna de tener una pareja que respeta a los tres. Del resto de su familia no ha vuelto a saber nada. No tiene ningún recuerdo sobre el sitio donde alguna vez fue a visitar a algún abuelo. Nada en la memoria. Solo la brutalidad del padre.Silvia no tiene muy claro por qué lo hizo. Pero un día fue a una estación de radio y contó su experiencia. Quería probar si alguien reconocía la historia de Silvia y su hermana. No tanto para volver a ver a su madre, sino para saber si todavía está viva. Si no la ha matado su padre.

Una noche que no podía dormir, a Silvia le entraron ganas de enamorarse. Tiene varios amigos en el Poli. Pero no les ha contado su historia. Cree que de hacerlo, huirían, se alejarían de ella, los perdería. O perdería la vida digna que hoy tiene. La que encontró en una institución que intenta hilvanar las vidas mutiladas. Y que en ocasiones lo consigue. Pero afuera el horror se reproduce. Y coloca un nombre propio a cientos de miles de niñas cada día. En un México que no acaba de nacer.

(4 de diciembre, 2006)

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De vuelta a un México que está de parto

Ahora sí, el ciclo está cerrado. Vuelvo a México, pero la vuelta no es el retorno. Es el comienzo. La mirada abierta, los pies descalzos. Es el inicio de la vida nueva lo que me motiva, lo que me nubla la vista cuando intento mirarme nueva. Se lo cuento a un amigo que me responde con un poema de José Bergamín, el ensayista, poeta y dramaturgo madrileño exiliado en México y otros países. Un afortunado maniático de la verdad que quiso sentir a México, no desde el recuerdo lejano, sino bajo sus plantas. Y quiso también sentir su luz quemarle la mirada. “Dice lo mismo que tú”, me dijo mi amigo amparador de poesía. Quizá también sintió lo mismo que yo al volver, pensé decirle. Quizá también estuvo a punto de cortarse en dos el alma, la risa, la tristeza, la alegría, las manos, las piernas, las pupilas, la rabia, las ganas de tener en todo el cuerpo a dos países. O tres, o mil. Pero solamente tuvo un sol en sus ojos que le quemó la mirada. Y sólo un aire le entró hasta los huesos del alma. El aire de México.


Volver a México es permanecer siempre en movimiento.

Las voces mexicanas me reciben a mi llegada al aeropuerto. Bienvenida a su tierra la damita, me dice el encargado de migración. Y sonríe sus dientes de maíz. En la aduana otro señor me ayuda a cargar mis enormes maletas de ocho años en España, “vivimos de las propinas seño, que le vamos a hacer”, me sorprende también la sonrisa franca de su palabra. La sonrisa de piel que algunos llevan como trazada en tinta en un relato escrito.

Lo que se escribe es a veces más real que lo real. La lluvia se escucha mejor cuando se escribe sobre la lluvia. Es el poder de la literatura. Su único dominio. En el avión escribí que escribía y al escribir la soledad se acomodó en la escritura. Como sucede casi siempre que se siente respirar la hoja en blanco. Escribí sobre el acto de escribir para tranquilizar el ritmo del latido dentro mío. Para sostenerme sola. Aunque pienso que escribir no es un acto, ni un derecho, ni el resultado de alguna habilidad extraña.

Escribir lo es todo. O no lo es. Nada es igual al deseo de una palabra no dicha. Nada es más fuerte.

Siempre escribo en los aviones. En el que me trajo a México quise escribir sobre cualquier cosa. De cómo por ejemplo se duermen once horas doscientas personas en el mismo avión. Y los que no duermen se quedan como vacíos de rostro frente a cuatro infames películas, idénticas entre sí. O del postre de plástico que sirven en las charolas, igual que los cuchillos y los tenedores, no vaya a aparecer un terrorista empeñado en cortar el respiro a la palabra con un cuchillo. O inventar que el niño de al lado sueña que un tigre inventa su sueño. Cualquier cosa. Pero sólo conseguí escribir sobre la escritura. Y de cómo cuando el ciclo se cierra, estalla un espacio. Un espacio todavía no escrito. Un muro tendido sobre la nada. El muro que aguarda y guarda el vacío del inicio. Lo que habré de vivir en mi tierra.

Desde tierra española me llega el primer mensaje. Es un boletín informativo sobre el clima. No salió el sol el domingo, me dijeron mis amigos. Y me entregaron al sol de Madrid como los mexicanos lo hicieron con Bergamín hace años. Es posible llorar abierta las yemas de los dedos. Desde lejos fluyen también las sensaciones. Está vivo el recuerdo, como agua, como un beso de agua en plena vida.

México también está vivo. Aunque duela. Aunque algunas voces se escuchen lastimadas. Como cortadas con la navaja de la indignación. Hay quien tiene miedo, me dicen apenas llego. Otros no. Pero hay miedo, desánimo, rabia. Es un México nuevo, me explican algunos. Nunca antes vivimos lo que hoy vivimos. Es inédito. México siempre es inédito, les digo. Siempre se mueve. Siempre. Algunas veces lo hace con ternura. Suavemente. Otras estalla, como una mujer que está de parto. Y se nace para volver a morir violentamente. O con dulzura.

El domingo por la mañana apareció en la puerta de mi casa una canasta de dulces. Un guayabate, pepitoria, un jamoncillo queretano con piñón. Había también cocadas, tamarindos y palanquetas dándome la bienvenida. Sonriendo a pesar del temor, de la indignación, a pesar de la inquietud, me tienden la mano en México. Una mano abierta de humedad y calor. Calor que contagia, quema la mirada, inyecta fuerza. Y que agradezco. Como agradece una mujer el parto.

16 de octubre, 2006

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Cristales en las venas de mi ciudad

El avión en el que viajé desde Madrid hasta México extendió la noche, la hizo crecer, aunque nadie parece haberlo notarlo. Casi todos los pasajeros se durmieron, sin saber que un avión le prestó unas horas más a la noche. Apenas comieron y doblaron sus cuerpos, como sábanas. Y no escucharon crecer a la noche. Ni se enteraron que la nostalgia se instaló a mi lado, antes aún de que fuera la hora de tener nostalgia. Antes de cerrar la puerta de una casa vacía, dejar ociosas las paredes, sin olor la cocina y la cama y sin sombra alguna el techo. El silencio, tan solo el silencio habitando las grietas de los muros de una casa que tendré que cerrar dentro de poco, como quien abre los ojos de la vida. Otros ojos. Los ojos de México.


Vuelvo a mi ciudad. Hay caos en mi ciudad. Mi familia y mis amigos se cansaron de pedirme que me quedara en Madrid. Que esperara. Que hay caos en mi ciudad, me explicaron. Que no podría abrazar a mis cuates, ni jugar con mis hijos. Y que hay miedo. El miedo que causa la incertidumbre, el peor miedo. Pero necesitaba ver, sentir, oler. De cerca. No hay otra forma de tocar las venas de esta ciudad que tiene mucho tiempo de tener cristales en las venas. Y que no muere. Cambia, eso sí. Se sacude y tirita de rabia.

Recorro las calles de mi ciudad. La parte ocupada también la recorro. La camino, como camina uno las calles de Madrid. Intento reconocer lo nuevo, lo que nunca he visto, la forma de ave sin alas que antes la ciudad no tuvo. Escucho la voz que no había jamás pronunciado y que sin embargo, reconozco. Algo en mí la reconoce. Lo puede percibir mi piel. Como percibe el olor a tamal que se desplaza de una calle a otra. De esquina a esquina. Igual que el caos. Hay algo en el caos que invita al reposo. Algo lejano, hondo, oscuro, como cuando un venado cierra los ojos delante del jaguar.

La gente hoy habla de robo. Antes también, pero ahora es diferente. Ya no hablan de los carteristas, ni de los secuestradores, violadores, rateros, rufianes, aunque abunden. Ahora dicen que lo que roban es la esperanza y me ofrecen un tamal. Siempre me ha gustado el olor a tamal. Huelo y escucho. Dicen que no tienen fecha, ni hora para marcharse. Y que no están dispuestos a regresar al territorio de la sumisión. Pienso en el México bronco. En el México profundo y en el imaginario.

El tiempo se ha tomado a la historia por su cuenta. El tiempo que hemos perdido.

Todo el mundo habla de política. No hay otra palabra que pueda pronunciarse en la ciudad. El análisis, la opinión, la reflexión, las discusiones. No hay espacio para otra cosa. Al día siguiente de mi llegada llego a creer que ya nadie se acaricia, ni se besa en las bancas de los parques, ni le tira bolillo duro a los patos. Nadie que cuente su sueño por la mañana. Ni quien te pregunte lo que viste en la noche mientras dormías. Sólo palabras de rabia, insultos, gritos, más gritos. Nunca antes habían gritado tanto los presentadores de los noticieros de televisión. Como queriendo pelea. O quizá quieren taparse los oídos. Por eso gritan. Para no escuchar. En los restaurantes de Madrid se grita. Es parte de la cultura, el grito. Están acostumbrados a entender los sonidos del grito. Y desenredarlos. Pero en esta ciudad antes no se gritaba en los restaurantes, ni en las cantinas que ahora abren más tarde de lo que yo recordaba. Apenas pude tomar un tequila en la parada que hice mientras caminaba las venas de mi ciudad. Y escuchaba su grito de tierra.

Me lo advirtieron. La ciudad está en caos, me dijeron una y otra vez. Cancela tu viaje, quédate a vivir para siempre en Madrid. Hazte viejita. Que te contagien el acento, que engordes de comer tanto jabugo. Pero no vengas al caos. Se cansaron de decirlo. Lo que nadie me dijo es que atrás del grito hay costales de vida. Debajo de la tierra, entre los muros, encima de las patas de los chapulines, en medio del tráfico, en la sonrisa del mesero que me recibe con una amabilidad que en Madrid olvidé, en el rostro cubierto de un ángel que mira el caos. Un ángel atado que vuela. Tampoco me explicaron que si nos quedamos en silencio, se escucha todavía el lenguaje del alma. El alma sobreviviente de una ciudad con cristales en las venas. Y que todavía se deja amar.

Agosto 14, 2006

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