miércoles, noviembre 26

Soledad urbana

Hace tiempo que no notaba tantísima soledad en la ciudad. O quizá no me había detenido a observar los rostros, las manos, los gritos, los silencios. La sombra de la soledad oculta detrás de un vidrio apedreado, un gemido, un insulto, un dolor leve en el vientre del que cruza una calle por la noche; la sombra de la angustia en la mirada de una mujer que espera la llegada a casa de su hijo.

El cuerpo de la soledad crece y se extiende, casi líquido, sobre el asfalto. Como un muro invisible, ciega el alma. Y la altera.

La soledad es hoy ausencia en el exceso. Carencia en la opulencia. El vacío que estalla al centro de la multitud. Nada hay en lo pleno, en lo grandioso, en lo atiborrado. Nada en la memoria de un 2 de octubre de estudiantes baleados. La mayoría de los jóvenes ignora la lucha de aquellos jóvenes que entonces eran mayoría. No la entienden. Están solos los jóvenes de antes y los que hoy no consiguen imaginar las causas de un movimiento estudiantil de aquellas dimensiones. Y no preguntan. Hoy saben de otras batallas. Ven otros cuerpos tirados en las calles, fragmentados, destrozados, arrojados en barriles con ácido. Hoy sentimos los estragos de la narco guerra y cerramos los ojos. Como no queriendo sentir el dolor. Pero la soledad no acepta la derrota. Y nos persigue el dolor de no contar con armas para combatirla.

Hoy, las armas que nos muestran en los noticieros son armas de guerra. No son armas ligeras, ni revólveres ni pistolitas. Son rifles de asalto, AK-47 y AR-15 que llegan desde Estados Unidos para ensanchar el horror. Y llega también armamento antiaéreo, lanzagranadas y otras armas con tiro expansivo para que no quede ni rastro del chaleco antibalas. Ni rastro de esperanza.

Un grupo de los jóvenes que asistieron a la marcha del 40 aniversario del 2 de octubre, atacó a pedradas las ventanas de los establecimientos comerciales. Dicen que robaron varios objetos y que usaron la violencia contra algunos policías y dos integrantes de la Comisión de Derechos Humanos. Eran grupos de vándalos a sueldo. No se sabe quién les paga, quién los contrata. Para qué. Hay otros jóvenes que cometen delitos mayores. Son jóvenes que matan, cortan las cabezas de sus víctimas, los arrojan en las carreteras. Para dejar claro el mensaje de sus amos, los capos de la droga que cuentan con un batallón completo de jóvenes a su servicio. Son jóvenes dispuestos a todo con tal de salir de la miseria en la que viven. La misma que padece gran parte de los mexicanos.

La miseria y el hambre desesperan. Los chavos roban por hambre. Después se habitúan al dinero fácil. A las grandes cantidades de dinero que les ofrecen los narcotraficantes. Y van por la vida con las manos llenas de dinero y sangre, pero con la inteligencia deshabitada. Abandonada, vacía.

La otra tarde me insultó un hombre desde su vehículo. No supe la razón. Estábamos detenidos frente a un semáforo en rojo. No cometí ninguna infracción. No rocé siquiera su automóvil ni toqué el claxon. Nada. Me insultó como insultan los hombres desde tiempos inmemorables a las mujeres. Yo simplemente lo miré a los ojos. Y noté su soledad.

Están plagadas las calles de la ciudad de soledad. Este domingo la miré en las manos arrugadas de la mujer que pide dinero en una esquina. Envuelta su cabeza con un rebozo de bolita, se acercó a la ventana y extendió su mano de anciana. La mano de la soledad. Venía de lejos. Me contó que todos los días camina cuatro horas y se detiene en la misma esquina donde algunas personas ya la conocen. Y de vez en cuando, le sonríen. Antes lo hacían más, me cuenta. Ahora apenas la miran, sin reconocerla. Están solos. Y no tienen ya la capacidad de ver.

La soledad en la ciudad cobra la forma de una garra. No es la soledad compartida que por ejemplo, provoca una obra de arte. La soledad del artista plasmada en la obra y dirigida hacia otra soledad que le mira y la disfruta. Es eso el arte. Lo íntimo. Pero la otra soledad, la soledad urbana, desconoce al otro. Provoca que todos los habitantes de la misma ciudad nos desconozcamos y nos ignoremos. Es la soledad que brota del miedo. El miedo a la violencia, al grito, a la impunidad que se apodera a gran velocidad del mundo.

En menos de dos semanas han entrado ladrones a robar tres diferentes edificios cerca de donde yo vivo. Nadie sabe cómo lo consiguieron. Saltaron las bardas, las cámaras, los vigilantes. Se hicieron invisibles. Los vecinos están asustados. Tienen miedo. Nadie habla con el otro. Sospechan y se envuelven en el despiadado manto de la soledad. Como quien gravita en un espacio oscuro, hacen lo que antes solo hacían los poetas: se cuidan de la esperanza.

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jueves, noviembre 6

Reir a los 94 años

Tiene 94 años y no deja de reír. Le da risa la lluvia, el sol, el frío, el calor, la vida misma. François Chevalier ama a la vida y a México. Lleva cerca de medio siglo dedicado a estudiar su historia, primero en el archivo de Indias en Sevilla y después en México. A fines de los cuarenta él y Joseph, su esposa, vivieron durante unos 15 años en la ciudad a la que ama como si fuera propia. Como a París, o más. Dice que tiene mucho que agradecerle y me cuenta historias de cuando Ignacio Asúnsolo, el escultor, y su esposa Mireille armaban unas grandes parrandas en su casa de la colonia Roma. Ahí conocieron los Chevalier a Diego Rivera, a Siqueiros y a muchos otros personajes de esa época que pasaron a formar parte de su círculo de amigos. Fueron días que Chevalier disfrutó mucho, según me contó riendo este fin de semana, al final de su viaje de dos semanas a México. Pero donde mejor se sentía era en las calles, en el campo, en los volcanes. A viento abierto.
François Chevalier recorrió México a caballo, en motocicleta, en autobús, a pie. Conoció decenas de sitios arqueológicos, buscó la historia en haciendas, iglesias barrocas, en las fiestas populares. Él y su amigo, el también historiador Ernesto de la Torre, se montaban de tanto en tanto en una Harley-Davidson y se lanzaban al rescate de la memoria. Iban con frecuencia a San Juan de los Lagos, sobre todo en días de feria. En 1948 se subieron a un caballo y después de cuatro días de cabalgata, llegaron a Ostula, en Michoacán. Querían conocer a la comunidad indígena de aquel sitio que, según se habían enterado, era de las más aisladas del país. De la Torre consiguió un permiso especial eclesiástico para poder entrar y quedarse en Ostula, pero no más de dos días. Era el tiempo máximo que la comunidad permitía a los “racionales” permanecer en el pueblo. Todos los no indígenas éramos para ellos racionales, recuerda Chevalier y ríe. La racionalidad estorba, dice y vuelve a reír.
Sesenta años después, a sus 94, Chevalier se despojó de su racionalidad de hombre blanco y volvió a Ostula. Solo que no lo hizo a caballo. Llegó con Joseph por carretera y encontró otros rostros sobre el rostro antiguo. Alguno que otro conocido, el mismo faro. Dice Chevalier que los indígenas siguen defendiendo sus tierras como lo hacían entonces. Sólo que antes decían que sus abejas necesitaban toda la selva que los separaba del mar, para que no sembraran los hacendados que los rodeaban. Ahora las cuidan tanto que apenas en julio pasado asesinaron a uno de los dirigentes comunales en lucha por recuperar varias hectáreas en disputa.
A Chevalier le tocó enterarse en Ostula del asesinato. Y también le tocó estar en México la noche en que lanzaron una granada en plena plaza pública de Michoacán. Está informado al detalle de la violencia, de los crímenes, de la guerra del narcotráfico. Pero aún así cree en México. Dice que es su gran pasión. Su segunda patria, su dolor. Me cuenta que le duele el dolor de México, pero está convencido de que la mayoría de los mexicanos grita el grito de la no violencia. Lo dice sin reír. Después me cuenta que uno de sus hijos nació un 15 de septiembre. Como para recordarle siempre la noche del grito, me explica y esta vez sí ríe.
Después de su viaje a Ostula se fueron los Chevalier a Mazatlán. No se hospedaron en ningún hotel. Se quedaron en la casa de la misma familia que hace 60 años le daba alojamiento. Una familia mexicana que también es medio francesa, aunque nunca hayan ido a Francia ni hablen francés y apenas sepan en qué parte del mundo se encuentra el país de los Chevalier. Es medio francesa porque reciben a los Chevalier como recibieran a cualquier miembro de su familia. Y porque François Chevalier lo siente así en el corazón. Un corazón que ha latido 94 años sin mayor complicación. Y que ama tanto a México que cuando camina por sus calles llora. Llora mientras ríe.
Después de recibir la Medalla 1808 que le entregó a Chevalier y a otros siete historiadores más el gobierno de la ciudad de México, y a su regreso de Manzanillo y Michoacán, los Chevalier decidieron hospedarse en un pequeño hotel de la colonia Roma. Querían recordar el México de los cincuenta. Revivir la época en la que Chevalier participó en la fundación del IFAL, donde conoció a Alfonso Reyes y a Alfonso Caso. Quería él escribir otra vez lo imposible. Sentir la piel, debajo de la piel de la historia. Abrir de nueva cuenta el deseo de la memoria. A sus 94 años.
Una mañana fueron al mercado de San Juan. Quedaron felices de ver los mismos puestos, la misma fruta limpia, los mismos aromas a queso y sesos. Pero como en Ostula, vieron otros rostros sobre el rostro del recuerdo. Y echaron de menos a la marchanta de las lechugas que solía platicarles historias del campo, y al vendedor del puesto de pescado fresco que les regalaba palabras con recetas mestizas.
Este domingo los Chevalier regresaron a Francia. Dicen que llevaban la Medalla del Bicentenario en la maleta de mano. Él contó a los policías de aduana la historia de la medalla, les mostró la fotografía del artista Juan Manuel de la Rosa quien la diseñó. Les dijo que era de oro como el sol, como el maíz, como la vida misma. Como un día fue México. Como quizá será cuando se detenga el viento que trae olores de violencia y muerte. Si es que se detiene. Si es que, como dice François Chevalier, los mexicanos recobramos la memoria. Y volvemos a reír.

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