martes, febrero 12

Niños dioses

Este año me perdí de los especialmente bien sazonados tamales que se preparan el Día de la Candelaria. Tampoco pude ver cómo visten a los niños Dios para llevarlos a que reciban la bendición en el templo, pero dicen que en la ciudad de México fueron cientos de miles los niños dioses vestidos de blanco o con el traje de algún santo que hicieron cola para recibir la bendición. Me perdí la tamalada, toda la fiesta, aunque cuando salí por la mañana a la calle vi filas enormes de gente en cada esquina, esperando su turno para comprarle al tamalero callejero su tamal. Vi también a la gente llevando en brazos al Niño bien envuelto en telas de seda, de satín o brocadas con oro y plata. Y a un montón de niños de carne y hueso con sonrisa de festejo. Pero no participé en la Fiesta de la Candelaria. Me la perdí.

A Fernando García Arellano le pasó lo mismo. Sólo que a él le importó más. Le dolió incluso. Le dio una rabia inmensa y no dejó de maldecir al cura de su pueblo. Un pueblo que está muy lejos de México y en el que no visten a los niños Dios, ni los llevan al templo, ni comen tamales, pero que celebran el Día de la Candelaria como en pocos sitios. El pobre del Sr. García Arellano no cargó en la procesión a la Virgen de la Candelaria, a pesar de que estaba a punto de cumplir medio siglo de hacerlo. Ni siquiera pudo estar en la procesión, ni en los actos religiosos, ni tuvo alma para rezar. Y todo por que se lo prohibió el párroco de su barrio, Azucaica, en Toledo, España. Quién le manda, pensaron muchos parroquianos. No se puede estar con Dios y con el diablo. Con el diablo que respira y siente; que mira y llora, el que busca, se revuelca de placer o de tristeza, el que besa y siente. Con el diablo que se le metió al cuerpo al infeliz de Fernando García Arellano y le hizo separarse de su esposa. Incumplió su mandato cristiano. Y la gente lo va a notar, le dijo el párroco los días anteriores al festejo. La gente lo va a notar.

Si no fuera por la risa que esta anécdota causa, me daría miedo. Si no fuera torpeza crónica la de ese párroco que ejerce su labor pastoral a menos de una hora de distancia de Madrid, estaría asustada. No podría ni contar esta historia que leí en un diario español. Pensaría en las consecuencias que tiene que el poder lo detente un idiota. Y me acordaría de que hace poco un anciano me advirtió que el día en que los idiotas, los descerebrados, los escasos de ideas, de sangre que fluye, de oxigeno, de sensaciones, de creatividad, llegaran al poder, ese día sería el principio de la nada. La nada que lleva a la muerte. Que termina con ella.

Los niños mexicanos de carne y hueso, cuando sostienen en sus brazos a los niños Dios el Día de la Candelaria, los besan en los ojos. No está escrito en ningún lado, ni lo dicen los antropólogos que comparan esta tradición con otras que se daban justo este mismo día en épocas prehispánicas. Nadie ha escrito sobre el beso que los niños de carne y hueso le dan a los niños Dios en los ojos. No es necesario hacerlo. Es por sí mismo, un texto. El beso. Una obra creativa. Un texto nuevo en cada beso. Eso es lo que en realidad vale la pena de las tradiciones. No importa si se cree o no. Están. Y palpitan como la palabra sobre el papel. La palabra vida. Intentar la vida.

Ya hay pocos que intentan la vida. Son más los que intentan la muerte. La mediocridad hilvanada en la mirada. La violencia. La mirada seca, sin sed ya. Seca total. Son cada día más los que intentan morir antes de abrir la vida. Y es que abrir la vida puede ser también un riesgo. Ante uno mismo o ante el mundo. Pero cuando se está en riesgo, no hay cansancio. No hay tampoco terror o es menos sólido. El terror sólido está en los ojos de un párroco que prohíbe vivir.

Los vecinos de Fernando García Arellano, la mayoría, guardaron silencio. Uno habló. Y dijo que es deber del párroco ser comedido, hasta en el reprender. Eso dijo un vecino de Toledo. Y Fernando García Arellano se marchó del pueblo en busca del demonio de la vida. Nadie sabe aún si regresará al barrio de Azucaica, es todavía demasiado pronto. Pero nadie habla ya de él. Sólo algún periodista que escribe la anécdota del ejemplo que quiso dar el cura al resto del pueblo al castigar a quien se atreve a desobedecer el mandato divino. Habrás de quedarte al lado de una sola pareja el resto de tus días. Aunque se haya terminado la vida de la relación, la sonrisa, el deseo, el incontenible deseo de bailar con su cuerpo. Aunque tu pareja te abomine, te engañe, te prohíba besarla en los ojos, debes cumplir el mandato divino. Aquel mandato que te ordena empezar a morir desde el inicio de la vida.

Desde el inicio de la vida comemos tamales los mexicanos. No hay mexicano que recuerde el día en que comió su primer tamal, el momento en que sintió el sabor a maíz en los labios, su olor, su textura. No logramos recordarlo porque traemos el maíz en nuestros genes. Somos hombres y mujeres de maíz, según los mayas. Hombres y mujeres que en tiempos antiguos, según los mexicas, ofrecíamos el maíz hecho tamal al dios de la Lluvia, Tláloc, a la diosa del Agua, la Chalchitlucue y al dios de los Vientos, Quetzalcóatl, para que no fuera a morir la tierra. Para que sudara su humedad la tierra. La tierra de agua en la que vivimos.

Los trajes de los niños Dios se venden en los mercados y en las casas de las costureras de mayor prestigio de las zonas populares de la ciudad. Los hay de las tallas 14 a la 42. De todos los precios, de varios colores. Con o sin hilos de plata. Dicen que este año comenzaron a vender trajecitos de futbolistas y de narcotraficantes.

Este año me perdí de los tamales y de la Fiesta de la Candelaria. Igual que Fernando García Arellano. Este año ya hay nuevos dioses. Y la gente lo va a notar. A pesar del silencio, la gente lo va a notar.

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