sábado, marzo 8

Oaxaca de piedra

Tuvieron que convocar al Consejo de Ancianos para poder prepararlo fuera del pueblo. Tuvieron que firmar un convenio mediante el cual el Consejo de Ancianos otorgó su consentimiento, a cambio de que no se lucrara con la venta del caldo de piedra. Yo nunca lo había probado; hasta hace apenas un año se comía exclusivamente en los pueblos de la Sierra Tuxtepec, al norte de Oaxaca. Donde más se cocina es en Usila, el principal pueblo chinanteco, el de mujeres de ojos rasgados, como peces, y de huipiles bordados en telar de cintura con triángulos, rombos, estrellas y sueños que luego lucen sobre su cuerpo, como una gran ola de hilo.

Mari salió de Usila hace un año. Se fue con su tío a la ciudad de Oaxaca para abrir un comedor donde sólo ofrecen el caldo de piedra, que tan sabroso le sale a toda la familia Santos. A los padres y a los abuelos, a los bisabuelos y a los tatarabuelos, y antes de ellos a nuestros antepasados de los tiempos anteriores a la conquista, me cuenta Remigio mientras calienta las piedras blancas y redondas en lumbre de leña. Remigio, quien no te vende ni una sola cerveza ni un mezcal, y no por falta de permiso, que no lo necesita, sino porque vender alcohol es lucrar, y tiene que cumplir la promesa que hizo al Consejo de Ancianos, aunque no se opone a que uno vaya a la tienda de enfrente a comprar su traguito, que con trago sabe más sabroso el caldo de piedra de camarones, de pescado o mixto.

Remigio me contó que cocinar el caldo de piedra es cosa de hombres, no hay mujer que sepa prepararlo. Según la costumbre, el día que se come caldo de piedra, que es comida de ceremonias, es el día que la mujer descansa. Los varones salen de madrugada al río para pescar los camarones y la trucha. Después preparan la lumbre y colocan las piedras bajo los leños. “De noche las piedras echan chispas, pero de día prefieren quedarse en silencio”, comenta Remigio mientras coloca una de las piedras en una jícara de semilla a la que ya antes le puso jitomate picado, chile verde, agua, hierba santa y los camarones o el pescado crudo. En menos de dos minutos todo está cocido. Cuando el caldo deja de hervir a borbotones, Remigio le saca la piedra con una cuchara y personalmente lleva la jícara a la mesa. “Es mi obligación dejarla en su lugar, es comida sagrada”, me dijo cuando intenté que me la diera para llevarla yo. Mari nos trajo las tortillas hechas a mano por varias mujeres. “Qué extraño se mira un hombre cocinando”, le dije a Mari por iniciar la plática. “Muy extraño, extrañísimo”, me respondió y después me reveló en voz bajita que en el pueblo los hombres nunca cocinan. Nunca lo que se dice nunca. Ni siquiera los días en que se prepara el caldo de piedra. Ellos son los que van a pescar. Y las mujeres encienden el fuego y preparan el caldo con sus manos de nixtamal y algodón.

El Caldo de Piedra, que así se llama el comedor, está a las afueras de la ciudad de Oaxaca. Me llevó Marcos, un amigo antiguo de mirada y alma quietas, con quien tropecé casualmente en una calle de Oaxaca. Teníamos cerca de 20 años sin vernos. Dos décadas de palabras guardadas en el hueco que queda en la ausencia. El hueco que un día deja de ocultar lo que guarda y sin apenas darse uno cuenta sale como un gemido del alma y se expande. Como la vida cuando se desnuda a la orilla del viento.

Por la noche sopló fuerte el viento. Pero los que fuimos a escuchar al grupo Mono Blanco de Veracruz, en pleno centro de Oaxaca, no sentimos frío. Ni sed, solamente ganas de bailar, de ahuyentar la soledad, que en Oaxaca tiene un rostro diferente. Se mueve apenas, se aquieta casi. Y a veces baila. Sentimos ganas de bailar y bailamos el puro fandango. El Museo de Filatelia de Oaxaca cumplía 10 años y había que celebrarlo. Había que cantar, bailar y zapatear porque solamente así se llega a viejo. Y porque todos aquellos que bailan se mueren contentos.

Después del baile, Marcos y yo nos fuimos a tomar un mezcal blanco y nos pusimos a hablar. De nuestras andanzas por el mundo, de nuestros amores, de las historias que dejamos a medias. De México. De la ciudad de México y de Oaxaca. De cómo, cuando uno está en Oaxaca, la ciudad de México se vuelve un espejo de agua en el que, en ocasiones, alguien se mira. Un ciego, un colibrí, alguna que otra niña urgida de vivir.

Como aquélla niña de dos años que Marcos vio un día en un autobús. Una niña mexicana con su madre jovencita. Venía lleno, retacado de gente cansada y violenta. Gente herida de ciudad. Hubo un pleito. Se mentaron la madre. Volaron objetos sobre las cabezas de la niña de dos años y su madre. Marcos intentó protegerlas. Las abrazó. Y lanzó un lamento: ¡qué mundo le vamos a dejar a nuestros hijos, qué mundo! La mamá de la niña de dos años abrazó con más fuerza a su hija. “Yo prefiero pensar en qué hija le voy a dejar a este mundo”, le respondió la mamá jovencita. Cuando Marcos me lo contó, se miró en el espejo de agua que en ocasiones es nuestra ciudad. Una ciudad con una piedra que arde en la mano.

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