Anda suelta la vida
Salí muy temprano al barrio de Lavapiés, en Madrid. Ni se te ocurra estar en la calle en la tarde, que te mueres, me habían advertido mis amigos madrileños, como si fuera la primera vez que visito esta ciudad en verano. Pero me dieron las tres y seguí paseando en medio de un tumulto, aunque eso sí, la mayoría extranjeros. El comienzo del verano en Madrid, los casi cuarenta grados centígrados, el peso en las miradas lentas, más y más lentas conforme pasa la mañana, como queriendo apagarse bajo los rayos del sol. Y al final algo sucede que concede de nuevo al mundo la facultad de respirar. Así ha sido siempre.
Todos los veranos son casi iguales en Madrid, pero hay algo diferente este año. La gente se queja igual, pero habla menos de política. Hace apenas seis meses parecían estar más enojados, casi furiosos, descontentos. No había taxista que no lo dijera, ni el panadero, ni el de la pescadería, ni el de la fila, ni el tabernero. Todos hablaban del desastre que vendría. Los de izquierda y los de derecha cada vez más radicales, con las palabras alzadas, con la advertencia permanente. Algo terrible va a suceder decían. Unos culpaban a los “nietos de Franco”, otros a los comunistas. Y los políticos apenas podían verse de frente, apenas rozaban sus miradas resentidas.
Algo sucedió o algo no sucedió. Los discursos son hoy más moderados, aunque continúan los reproches entre los políticos, las acusaciones, los engaños. Pero hay un ritmo diferente. Hay un ritmo. Incluso en las palabras que no se pronuncian. Y en el deseo de seguir respirando, sin que las manos se pudran.
Están llenas de extranjeros las calles de Madrid. Aún en el barrio de Lavapiés, donde hasta hace poco los turistas apenas se acercaban. Por ahí roban, les decían, tengan cuidado. Quizá sigan robando igual o lo hagan más. Pero los turistas se acercan a las tabernas más antiguas de Madrid a tomar cerveza o tinto de verano. O se sientan en las terrazas de la Plaza Tirso de Molina a ver pasar a otros turistas, a un borracho, una china con flores, una pareja de ecuatorianos con tres hijos, un anarquista vendiendo una revista, un hombre rubio y muy alto que pide unas monedas.
Un violinista desafinado, un indio quieto que se mueve cuando los niños le tiran una moneda. Todo sigue igual en Madrid y algo ha cambiado. Quizá hay hoy más gente que pide una moneda. Una ayuda para comer, dicen con acento polaco, o ruso o rumano. Quizá es la vida que se ha puesto más cara, ya un euro no es nada, cuenta el carnicero que no vende ni la mitad de lo que vendía hace un año. Es que se antoja más el pescado con el calor, le digo sin convencerlo de nada, sin convencerme. Pero al final algo sucede que me sonríe.
Ni se te ocurra ir al rastro, me dijeron mis amigos, como si no hubiera ido decenas de domingos al rastro en Madrid. Nada más por ver qué hay, cuánta gente, los colores de los puestos, los collares y los libros rotos, los santeros recién llegados de la isla, Santa Bárbara bendita. Los sueños en frasquitos de colores. Para curar el cansancio, para aliviar la tristeza, para el pulmón, el hígado, para que no vuelva a enfadarse con nadie. Para soñar. Y claro que sí fui al rastro, a pesar del calor y de que los rateros andan sueltos los domingos en Lavapiés, donde Francisco Ciés, el Curro, el tabernero de mayor prestigio de toda la calle Mesón de Paredes, me esperaba sin saber que llegaría precisamente hoy a visitarlo. Me lo decía el corazón, me dijo una y otra vez cuando me vio entrar corriendo a la taberna. Y cuando me abrazó lloró. Está convencido de que fue su corazón lo que me trajo a Madrid. Porque este lunes lo internan en un hospital. Yo no sabía nada Curro, le dije sin convencerlo porque él me mandó llamar con su corazón para que lo viera antes de que los médicos de la clínica Puerta de Hierro le abran la espalda para limarle no sé cuántas vertebras que tiene dañadas desde hace ya años, cuando un toro lo revolcó en un ruedo de Andalucía. Ya ves, me dijo el Curro, aquí estás y me contó que hace poco quiso hablar de mí frente a unos zacatecanos que llegaron de pura casualidad a la taberna, pero se le borró mi apellido. Se llama María, les decía segurísimo de que con el nombre es más que suficiente, pero no. Se acordaba que mi apellido tenía que ver con el algodón, pero nada más. Curro, le dije, no todas las cortinas son de algodón y en lugar de soltar una gran carcajada me dijo que pasara a la cocina a decirle a Merceditas, su compañera, que así como entrará a la clínica saldrá. De pie. Siempre de pie, Curro, siempre de pie.
Al final de la mañana conocí a un madrileño negro. Un madrileño alto, altísimo que llegó hace unos cuántos años de Senegal. Fue uno de los tres sobrevivientes de un grupo de 21. Olvidé su nombre, tiene que ver con mar. Salti, o algo así. Llevaba una camiseta con la bandera de España. Es que hoy jugamos contra Italia, me dijo cuando me vio mirarle la camiseta, tan amarilla como su mirada. Tan viva, tan abierta, tan calurosa como el verano en Madrid.
Terminé el día sentada escribiendo al lado de mis grandes amigos que son los Aura, Milagros incluida. Ellos están pendientes del resultado del partido de futbol, mientras yo me limitó a constatar que al final, algo sucede que nos regresa la luz, el viento, el deseo de creer que la vida anda suelta. Nada más hay que mirarla.
Todos los veranos son casi iguales en Madrid, pero hay algo diferente este año. La gente se queja igual, pero habla menos de política. Hace apenas seis meses parecían estar más enojados, casi furiosos, descontentos. No había taxista que no lo dijera, ni el panadero, ni el de la pescadería, ni el de la fila, ni el tabernero. Todos hablaban del desastre que vendría. Los de izquierda y los de derecha cada vez más radicales, con las palabras alzadas, con la advertencia permanente. Algo terrible va a suceder decían. Unos culpaban a los “nietos de Franco”, otros a los comunistas. Y los políticos apenas podían verse de frente, apenas rozaban sus miradas resentidas.
Algo sucedió o algo no sucedió. Los discursos son hoy más moderados, aunque continúan los reproches entre los políticos, las acusaciones, los engaños. Pero hay un ritmo diferente. Hay un ritmo. Incluso en las palabras que no se pronuncian. Y en el deseo de seguir respirando, sin que las manos se pudran.
Están llenas de extranjeros las calles de Madrid. Aún en el barrio de Lavapiés, donde hasta hace poco los turistas apenas se acercaban. Por ahí roban, les decían, tengan cuidado. Quizá sigan robando igual o lo hagan más. Pero los turistas se acercan a las tabernas más antiguas de Madrid a tomar cerveza o tinto de verano. O se sientan en las terrazas de la Plaza Tirso de Molina a ver pasar a otros turistas, a un borracho, una china con flores, una pareja de ecuatorianos con tres hijos, un anarquista vendiendo una revista, un hombre rubio y muy alto que pide unas monedas.
Un violinista desafinado, un indio quieto que se mueve cuando los niños le tiran una moneda. Todo sigue igual en Madrid y algo ha cambiado. Quizá hay hoy más gente que pide una moneda. Una ayuda para comer, dicen con acento polaco, o ruso o rumano. Quizá es la vida que se ha puesto más cara, ya un euro no es nada, cuenta el carnicero que no vende ni la mitad de lo que vendía hace un año. Es que se antoja más el pescado con el calor, le digo sin convencerlo de nada, sin convencerme. Pero al final algo sucede que me sonríe.
Ni se te ocurra ir al rastro, me dijeron mis amigos, como si no hubiera ido decenas de domingos al rastro en Madrid. Nada más por ver qué hay, cuánta gente, los colores de los puestos, los collares y los libros rotos, los santeros recién llegados de la isla, Santa Bárbara bendita. Los sueños en frasquitos de colores. Para curar el cansancio, para aliviar la tristeza, para el pulmón, el hígado, para que no vuelva a enfadarse con nadie. Para soñar. Y claro que sí fui al rastro, a pesar del calor y de que los rateros andan sueltos los domingos en Lavapiés, donde Francisco Ciés, el Curro, el tabernero de mayor prestigio de toda la calle Mesón de Paredes, me esperaba sin saber que llegaría precisamente hoy a visitarlo. Me lo decía el corazón, me dijo una y otra vez cuando me vio entrar corriendo a la taberna. Y cuando me abrazó lloró. Está convencido de que fue su corazón lo que me trajo a Madrid. Porque este lunes lo internan en un hospital. Yo no sabía nada Curro, le dije sin convencerlo porque él me mandó llamar con su corazón para que lo viera antes de que los médicos de la clínica Puerta de Hierro le abran la espalda para limarle no sé cuántas vertebras que tiene dañadas desde hace ya años, cuando un toro lo revolcó en un ruedo de Andalucía. Ya ves, me dijo el Curro, aquí estás y me contó que hace poco quiso hablar de mí frente a unos zacatecanos que llegaron de pura casualidad a la taberna, pero se le borró mi apellido. Se llama María, les decía segurísimo de que con el nombre es más que suficiente, pero no. Se acordaba que mi apellido tenía que ver con el algodón, pero nada más. Curro, le dije, no todas las cortinas son de algodón y en lugar de soltar una gran carcajada me dijo que pasara a la cocina a decirle a Merceditas, su compañera, que así como entrará a la clínica saldrá. De pie. Siempre de pie, Curro, siempre de pie.
Al final de la mañana conocí a un madrileño negro. Un madrileño alto, altísimo que llegó hace unos cuántos años de Senegal. Fue uno de los tres sobrevivientes de un grupo de 21. Olvidé su nombre, tiene que ver con mar. Salti, o algo así. Llevaba una camiseta con la bandera de España. Es que hoy jugamos contra Italia, me dijo cuando me vio mirarle la camiseta, tan amarilla como su mirada. Tan viva, tan abierta, tan calurosa como el verano en Madrid.
Terminé el día sentada escribiendo al lado de mis grandes amigos que son los Aura, Milagros incluida. Ellos están pendientes del resultado del partido de futbol, mientras yo me limitó a constatar que al final, algo sucede que nos regresa la luz, el viento, el deseo de creer que la vida anda suelta. Nada más hay que mirarla.
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