viernes, julio 25

Palabras de amor y de guerra

No siempre se puede. Algunas veces ni siquiera es posible intentarlo. Pero si el espacio existe, si conseguimos abrirlo, resulta un privilegio desatar la memoria y, sin ninguna restricción, contarle a los hijos las historias que nos cincelaron el semblante del alma. Lo que fuimos para llegar a ser lo que hoy somos. Lo que gozamos, padecimos, ocultamos, exhibimos, todo. Contarles por ejemplo las historias que vivimos cuando teníamos su edad. O antes aún. Cuando comenzamos a creer que nada era imposible.

Aunque casi siempre da miedo.

Nos convencemos de que no podemos, que no debemos, que son anécdotas íntimas, que no tienen por qué enterarse de nuestras locuras, si todavía los estamos educando. Y las guardamos, las olvidamos, las hacemos aparecer únicamente en el sueño. Y entonces recordamos. Y pensamos que sería genial compartirlas con nuestros hijos, pero no hallamos el tiempo, la ocasión, la sonrisa abierta que nos motive. Y nos quedamos con las palabras amontonadas, enredadas, hechas nudo. Nudo tras nudo, al cabo de un tiempo comienzan a estorbar. Y duelen. Duelen como bultos.

Como bultos en la piel.



Algo le debo al caos de la ciudad. Al tráfico maldito. A los baches que revientan las llantas del coche de enfrente y que provocan la paralización total de la circulación. Una, dos horas para cruzar una avenida inundada. Ese caos me ha devuelto en los últimos meses, el tiempo que no tuve en años para compartir con mi hija mi historia. Y ella la suya conmigo. El tiempo para decirle lo que no le pude explicar a los seis años, a los siete, cuando me desaparecía de su vida durante varias semanas. Luego el regreso, su rostro feliz un tiempo. Solo un corto tiempo para después otra vez partir. Y ella sin entender el abandono. Hoy recuerda que yo le dejaba palabras escritas que ella no atinaba a comprender. Y que le prometía que un día leería las palabras que yo guardaba en un cuaderno para ella. El cuaderno de la memoria. ¿Dónde está el cuaderno?, me preguntaba siempre mi hija.

El cuaderno de la memoria.

Hace unos días seguimos la plática frente a una amiga que vio nacer a mi hija. Mi amiga que tampoco entendió por qué diablos tenía que irme a trabajar a Centroamérica. Por qué arriesgar mi vida y hasta la de mi hija, cuando decidí llevarla a vivir conmigo, en países ajenos. En luchas que no fueron nuestras. En guerras que al final no arrojaron más que un cerro de muertos, mucho dolor, rencor, frustración, tristeza. La tristeza de ver nacer otra guerra comandada por los niños de la guerra. Las víctimas que hoy son los verdugos. Los dueños de las armas, los sin padres, los sin madres, los huérfanos de amores y de piel. Las maras salvatruchas. Los que se tatúan las lágrimas que de niños no podían derramar, ni aunque vieran cómo asesinaban los soldados a sus padres. Las lágrimas con las que hoy cuentan a sus víctimas. Dos muertos, dos lágrimas tatuadas. Diez, veinte. Las lagrimas del horror que llevan en las manos. Unas manos que no les pertenecen. Nada les pertenece. Solamente las lágrimas.

Lo único suyo.

Eso le he contado a mi hija y ella pregunta detalles del día en que llegué golpeada a México después de haber estado capturada en Panamá, y exhibe la herida que le brotó cuando vio las huellas moradas en mi piel. ¿Qué hacías en Panamá si vivías en El Salvador? ¿Por qué nunca viste mi miedo? Y yo le respondo las preguntas más duras de responder, lo intento. Respondo con la voz de otro tiempo, porque en estos días ya no existen palabras que en mi generación se utilizaban como balas contra la soledad y el vacío. Palabras como solidaridad, lucha, dignidad. Rabia, también la rabia que nos daba entonces a los jóvenes descubrir el mundo y sus torpezas.

La rabia muda de hoy.

Todavía faltan cientos de páginas habladas. Falta decirle a mi hija lo que he callado siempre, y lo que quizá ella también ha silenciado. Como muchas otras mujeres que una tarde, cualquier tarde, nos sentamos en el balcón a ver pasar nuestra historia. Y algunas veces gritamos, o reímos, o lloramos lágrimas invisibles. Las mujeres que siempre necesitamos caminar, correr, seguir. A las que nos duele la quietud.

La quietud del alma que oprime, como una roca, nuestros pechos.

Nunca se termina de hablar con los hijos. Nunca se termina de vivir, interrumpe la muerte. Siempre interrumpe la muerte, le dije el otro día a mi hijo y me miró con los ojos llenos de intriga y luz. Mi hijo que apenas ha escuchado retazos de la historia de su madre. Y que algunas veces pregunta sus preguntas de adolescente que pincha música en las fiestas de sus cuates y que apenas recuerda la época en que nació y vivió en El Salvador y cuando vio morir frente a la casa a un joven que fue ametrallado por no haberse detenido en el retén que el ejército salvadoreño había montado en la esquina. Un joven menor de edad, como mi hijo que pregunta más sobre los sentidos de la vida que sobre la muerte. ¿A qué edad te llegó tu verdadero amor?, me dijo el otro día también en medio del tráfico y la lluvia. El verdadero amor no llega una sola vez, le dije. Llega varias. O debería llegar varias veces. Cada vez que nos enamoramos, le comenté y él me preguntó si es posible tener un “verdadero, verdadero amor” y si, sí es posible, le dije y siguió ¿por qué estás sola?, ¿por qué no conservaste tu verdadero, verdadero amor?, me arrojó la pregunta de fuego, como el sol, como el volcán, como el amor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola María, ¿cómo estás?, pensaba dejarte un mail en tu correo pero no sé si luego como te llegan muchos no tienes tiempo de leerlos, hace un momento estaba leyendo el universal online, ya ves una de las cosas que aprendí de tí y al leer las noticias del día me quedé muda cuando vi la noticia del fallecimiento de Alejando Aura, sólo quiero decirte que lo siento mucho y que te envío un abrazo enormeee espero que te encuentres bien en lo que se puede y que sepas que está en mis oraciones, ya sabes sé lo que es perder a alguien a quien se quiere y estima mucho, cuídate muchísimo saludos Rocío Soriano (rocs48) ya te escribiré después con más calma de verdad que lo siento muchísimo