Se nos están acabando los recuerdos
Se nos están acabando los recuerdos. Dijo que se nos estaban acabando los recuerdos y detuvo su mirada en la mía, su mirada agrietada y húmeda. A mi hermano que desde que cumplió 50 años, no puede dejar de llorar por cualquier cosa, le preocupa que la vida agarre camino por su cuenta, sin acordarse de nosotros que tanto nos gusta volver a sentir el vértigo de haber caminado de niños sobre la rama delgadita de un árbol muy alto. O haber recorrido a obscuras el parque de enfrente, en busca de un gato que se dejara amarrar latas en la cola.
Los recuerdos tienen vida propia, le dije, para espantar su tristeza. Se nos están acabando los recuerdos, me ignoró mi hermano, buscando mi complicidad ante la alta jerarquía de la familia que nos observaba. Entonces lanzamos la primera pregunta, y la segunda, y la tercera, y la cuarta. Toda la noche concediendo libertad a la palabra impronunciada . La que nos trajo de vuelta a los recuerdos que algún día tuvimos cerca y a los otros. Los que comenzaron a ser recuerdos a partir de que los escuchamos en la voz antigua que les concede existencia. La voz de los otros que cuentan la fuerza, la delgadez, el hambre, el placer. Todo cuando existió antes de que mi hermano y yo estuviéramos presentes. Y lo que de alguna manera permitió que estemos en el mundo.
A mi hermano le preocupa la historia de la sangre. De dónde venimos, cómo nacimos mexicanos. De qué vena, en qué tiempo. Cuando sucedió que dejamos de ser lo que antes fuimos. A mi hermano le preocupa que la nada arranque la raíz de la historia. Si eso sucede, piensa, dejaremos de existir. Lo dice en voz baja y vuelve a llorar la pérdida que presagia. Me da nostalgia ver llorar a mi hermano con tanta soltura. Lo miro y quisiera poder tener esa capacidad de expresar todo cuanto siento a través de las lágrimas.
Hay que construir un sitio de llorar, me propuso mi hermano cuando le comenté que yo no puedo llorar así como lo hace él, en cualquier lugar, frente a quién sea. No le importa. Igual lo hace en su oficina que en el coche, en una fiesta, velorio, cine, concierto, mientras come, lee o se sienta a preguntarle a las mujeres mayores de la familia qué sucedió cuando el general Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo. Qué recuerdos tienen del abuelo, de los tíos, de la familia dividida entre quienes agradecían a los extranjeros por sus inversiones que tanto benefician al país, y los que veían en Cárdenas la oportunidad para al fin tener, ahora si de verdad, un país que lleve las riendas de su historia.
Eran apenas unas niñas y recuerdan poco. O dijeron recordar poco, pero nos contaron con detalle los pleitos entre el abuelo y su hermano. Uno metido en la Compañía El Águila y el otro en el gabinete de Cárdenas, figúrense, no hubo modo de reconciliarlos. Hasta que fueron pasando los años y volvieron a tomarse un trago juntos, y a recordar los tiempos en que se trepaban a un muro para ver a las alumnas del colegio Sagrado Corazón, todas muy bien portadas, hasta que se daban cuenta de que los dos hermanos las estaban espiando. Entonces volteaban a verlos con gran descaro y les sonreían la primera sonrisa del deseo.
Este domingo, una niña de siete años acompañó a sus papás a participar en la consulta energética. Fueron a una de las mesas que se colocaron en la Alameda Central, justo enfrente del Hotel Sheraton donde se dio el encuentro entre los observadores, periodistas, políticos y curiosos que participaron en la consulta. A unos metros de la mesa, una banda musical puso a bailar a centenares de capitalinos. Había de todo: ancianos, jóvenes, meseros, albañiles, taxistas y travestis. La niña de siete años no dejaba de mirarlos mientras su mamá emitía su voto. “Hubieras puesto que sí”, le gritó su esposo que había votado unos minutos antes que ella, quien no quería por ningún motivo, según le explicó, que los extranjeros se lleven nuestro petróleo pues es lo único que nos queda. El esposo, enojadísimo, le respondió que a ella qué más le da, si de todas maneras no les llegan ni les llegaran los beneficios del petróleo; y tú qué sabes, le dijo ella subiendo el tono de la voz, mientras la niña de siete años seguía mirando bailar a una pareja de ancianos y a un travesti chimuelo y calvo que se traía loco a su pareja, un joven de pelo largo que apenas conseguía seguirle el paso.
Cuando miré a la niña mirar con tanta admiración a las parejas que bailaban libremente en la Alameda, también vi como crece la ciudad en cada esquina. En cada rincón, en todos los parques y las avenidas. Crece y cambia esta ciudad que algunos días agrieta el cemento en señal de advertencia de que en cualquier momento la tierra puede abrirse, y otra tarde lo que abre son sus puertas a todo tipo de expresión. Cuando miré a la niña mirar, me dieron ganas de llorar como llora mi hermano cuando intenta salvar los recuerdos.
Los recuerdos tienen vida propia, le dije, para espantar su tristeza. Se nos están acabando los recuerdos, me ignoró mi hermano, buscando mi complicidad ante la alta jerarquía de la familia que nos observaba. Entonces lanzamos la primera pregunta, y la segunda, y la tercera, y la cuarta. Toda la noche concediendo libertad a la palabra impronunciada . La que nos trajo de vuelta a los recuerdos que algún día tuvimos cerca y a los otros. Los que comenzaron a ser recuerdos a partir de que los escuchamos en la voz antigua que les concede existencia. La voz de los otros que cuentan la fuerza, la delgadez, el hambre, el placer. Todo cuando existió antes de que mi hermano y yo estuviéramos presentes. Y lo que de alguna manera permitió que estemos en el mundo.
A mi hermano le preocupa la historia de la sangre. De dónde venimos, cómo nacimos mexicanos. De qué vena, en qué tiempo. Cuando sucedió que dejamos de ser lo que antes fuimos. A mi hermano le preocupa que la nada arranque la raíz de la historia. Si eso sucede, piensa, dejaremos de existir. Lo dice en voz baja y vuelve a llorar la pérdida que presagia. Me da nostalgia ver llorar a mi hermano con tanta soltura. Lo miro y quisiera poder tener esa capacidad de expresar todo cuanto siento a través de las lágrimas.
Hay que construir un sitio de llorar, me propuso mi hermano cuando le comenté que yo no puedo llorar así como lo hace él, en cualquier lugar, frente a quién sea. No le importa. Igual lo hace en su oficina que en el coche, en una fiesta, velorio, cine, concierto, mientras come, lee o se sienta a preguntarle a las mujeres mayores de la familia qué sucedió cuando el general Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo. Qué recuerdos tienen del abuelo, de los tíos, de la familia dividida entre quienes agradecían a los extranjeros por sus inversiones que tanto benefician al país, y los que veían en Cárdenas la oportunidad para al fin tener, ahora si de verdad, un país que lleve las riendas de su historia.
Eran apenas unas niñas y recuerdan poco. O dijeron recordar poco, pero nos contaron con detalle los pleitos entre el abuelo y su hermano. Uno metido en la Compañía El Águila y el otro en el gabinete de Cárdenas, figúrense, no hubo modo de reconciliarlos. Hasta que fueron pasando los años y volvieron a tomarse un trago juntos, y a recordar los tiempos en que se trepaban a un muro para ver a las alumnas del colegio Sagrado Corazón, todas muy bien portadas, hasta que se daban cuenta de que los dos hermanos las estaban espiando. Entonces volteaban a verlos con gran descaro y les sonreían la primera sonrisa del deseo.
Este domingo, una niña de siete años acompañó a sus papás a participar en la consulta energética. Fueron a una de las mesas que se colocaron en la Alameda Central, justo enfrente del Hotel Sheraton donde se dio el encuentro entre los observadores, periodistas, políticos y curiosos que participaron en la consulta. A unos metros de la mesa, una banda musical puso a bailar a centenares de capitalinos. Había de todo: ancianos, jóvenes, meseros, albañiles, taxistas y travestis. La niña de siete años no dejaba de mirarlos mientras su mamá emitía su voto. “Hubieras puesto que sí”, le gritó su esposo que había votado unos minutos antes que ella, quien no quería por ningún motivo, según le explicó, que los extranjeros se lleven nuestro petróleo pues es lo único que nos queda. El esposo, enojadísimo, le respondió que a ella qué más le da, si de todas maneras no les llegan ni les llegaran los beneficios del petróleo; y tú qué sabes, le dijo ella subiendo el tono de la voz, mientras la niña de siete años seguía mirando bailar a una pareja de ancianos y a un travesti chimuelo y calvo que se traía loco a su pareja, un joven de pelo largo que apenas conseguía seguirle el paso.
Cuando miré a la niña mirar con tanta admiración a las parejas que bailaban libremente en la Alameda, también vi como crece la ciudad en cada esquina. En cada rincón, en todos los parques y las avenidas. Crece y cambia esta ciudad que algunos días agrieta el cemento en señal de advertencia de que en cualquier momento la tierra puede abrirse, y otra tarde lo que abre son sus puertas a todo tipo de expresión. Cuando miré a la niña mirar, me dieron ganas de llorar como llora mi hermano cuando intenta salvar los recuerdos.
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