Soledad urbana
Hace tiempo que no notaba tantísima soledad en la ciudad. O quizá no me había detenido a observar los rostros, las manos, los gritos, los silencios. La sombra de la soledad oculta detrás de un vidrio apedreado, un gemido, un insulto, un dolor leve en el vientre del que cruza una calle por la noche; la sombra de la angustia en la mirada de una mujer que espera la llegada a casa de su hijo.
El cuerpo de la soledad crece y se extiende, casi líquido, sobre el asfalto. Como un muro invisible, ciega el alma. Y la altera.
La soledad es hoy ausencia en el exceso. Carencia en la opulencia. El vacío que estalla al centro de la multitud. Nada hay en lo pleno, en lo grandioso, en lo atiborrado. Nada en la memoria de un 2 de octubre de estudiantes baleados. La mayoría de los jóvenes ignora la lucha de aquellos jóvenes que entonces eran mayoría. No la entienden. Están solos los jóvenes de antes y los que hoy no consiguen imaginar las causas de un movimiento estudiantil de aquellas dimensiones. Y no preguntan. Hoy saben de otras batallas. Ven otros cuerpos tirados en las calles, fragmentados, destrozados, arrojados en barriles con ácido. Hoy sentimos los estragos de la narco guerra y cerramos los ojos. Como no queriendo sentir el dolor. Pero la soledad no acepta la derrota. Y nos persigue el dolor de no contar con armas para combatirla.
Hoy, las armas que nos muestran en los noticieros son armas de guerra. No son armas ligeras, ni revólveres ni pistolitas. Son rifles de asalto, AK-47 y AR-15 que llegan desde Estados Unidos para ensanchar el horror. Y llega también armamento antiaéreo, lanzagranadas y otras armas con tiro expansivo para que no quede ni rastro del chaleco antibalas. Ni rastro de esperanza.
Un grupo de los jóvenes que asistieron a la marcha del 40 aniversario del 2 de octubre, atacó a pedradas las ventanas de los establecimientos comerciales. Dicen que robaron varios objetos y que usaron la violencia contra algunos policías y dos integrantes de la Comisión de Derechos Humanos. Eran grupos de vándalos a sueldo. No se sabe quién les paga, quién los contrata. Para qué. Hay otros jóvenes que cometen delitos mayores. Son jóvenes que matan, cortan las cabezas de sus víctimas, los arrojan en las carreteras. Para dejar claro el mensaje de sus amos, los capos de la droga que cuentan con un batallón completo de jóvenes a su servicio. Son jóvenes dispuestos a todo con tal de salir de la miseria en la que viven. La misma que padece gran parte de los mexicanos.
La miseria y el hambre desesperan. Los chavos roban por hambre. Después se habitúan al dinero fácil. A las grandes cantidades de dinero que les ofrecen los narcotraficantes. Y van por la vida con las manos llenas de dinero y sangre, pero con la inteligencia deshabitada. Abandonada, vacía.
La otra tarde me insultó un hombre desde su vehículo. No supe la razón. Estábamos detenidos frente a un semáforo en rojo. No cometí ninguna infracción. No rocé siquiera su automóvil ni toqué el claxon. Nada. Me insultó como insultan los hombres desde tiempos inmemorables a las mujeres. Yo simplemente lo miré a los ojos. Y noté su soledad.
Están plagadas las calles de la ciudad de soledad. Este domingo la miré en las manos arrugadas de la mujer que pide dinero en una esquina. Envuelta su cabeza con un rebozo de bolita, se acercó a la ventana y extendió su mano de anciana. La mano de la soledad. Venía de lejos. Me contó que todos los días camina cuatro horas y se detiene en la misma esquina donde algunas personas ya la conocen. Y de vez en cuando, le sonríen. Antes lo hacían más, me cuenta. Ahora apenas la miran, sin reconocerla. Están solos. Y no tienen ya la capacidad de ver.
La soledad en la ciudad cobra la forma de una garra. No es la soledad compartida que por ejemplo, provoca una obra de arte. La soledad del artista plasmada en la obra y dirigida hacia otra soledad que le mira y la disfruta. Es eso el arte. Lo íntimo. Pero la otra soledad, la soledad urbana, desconoce al otro. Provoca que todos los habitantes de la misma ciudad nos desconozcamos y nos ignoremos. Es la soledad que brota del miedo. El miedo a la violencia, al grito, a la impunidad que se apodera a gran velocidad del mundo.
En menos de dos semanas han entrado ladrones a robar tres diferentes edificios cerca de donde yo vivo. Nadie sabe cómo lo consiguieron. Saltaron las bardas, las cámaras, los vigilantes. Se hicieron invisibles. Los vecinos están asustados. Tienen miedo. Nadie habla con el otro. Sospechan y se envuelven en el despiadado manto de la soledad. Como quien gravita en un espacio oscuro, hacen lo que antes solo hacían los poetas: se cuidan de la esperanza.
El cuerpo de la soledad crece y se extiende, casi líquido, sobre el asfalto. Como un muro invisible, ciega el alma. Y la altera.
La soledad es hoy ausencia en el exceso. Carencia en la opulencia. El vacío que estalla al centro de la multitud. Nada hay en lo pleno, en lo grandioso, en lo atiborrado. Nada en la memoria de un 2 de octubre de estudiantes baleados. La mayoría de los jóvenes ignora la lucha de aquellos jóvenes que entonces eran mayoría. No la entienden. Están solos los jóvenes de antes y los que hoy no consiguen imaginar las causas de un movimiento estudiantil de aquellas dimensiones. Y no preguntan. Hoy saben de otras batallas. Ven otros cuerpos tirados en las calles, fragmentados, destrozados, arrojados en barriles con ácido. Hoy sentimos los estragos de la narco guerra y cerramos los ojos. Como no queriendo sentir el dolor. Pero la soledad no acepta la derrota. Y nos persigue el dolor de no contar con armas para combatirla.
Hoy, las armas que nos muestran en los noticieros son armas de guerra. No son armas ligeras, ni revólveres ni pistolitas. Son rifles de asalto, AK-47 y AR-15 que llegan desde Estados Unidos para ensanchar el horror. Y llega también armamento antiaéreo, lanzagranadas y otras armas con tiro expansivo para que no quede ni rastro del chaleco antibalas. Ni rastro de esperanza.
Un grupo de los jóvenes que asistieron a la marcha del 40 aniversario del 2 de octubre, atacó a pedradas las ventanas de los establecimientos comerciales. Dicen que robaron varios objetos y que usaron la violencia contra algunos policías y dos integrantes de la Comisión de Derechos Humanos. Eran grupos de vándalos a sueldo. No se sabe quién les paga, quién los contrata. Para qué. Hay otros jóvenes que cometen delitos mayores. Son jóvenes que matan, cortan las cabezas de sus víctimas, los arrojan en las carreteras. Para dejar claro el mensaje de sus amos, los capos de la droga que cuentan con un batallón completo de jóvenes a su servicio. Son jóvenes dispuestos a todo con tal de salir de la miseria en la que viven. La misma que padece gran parte de los mexicanos.
La miseria y el hambre desesperan. Los chavos roban por hambre. Después se habitúan al dinero fácil. A las grandes cantidades de dinero que les ofrecen los narcotraficantes. Y van por la vida con las manos llenas de dinero y sangre, pero con la inteligencia deshabitada. Abandonada, vacía.
La otra tarde me insultó un hombre desde su vehículo. No supe la razón. Estábamos detenidos frente a un semáforo en rojo. No cometí ninguna infracción. No rocé siquiera su automóvil ni toqué el claxon. Nada. Me insultó como insultan los hombres desde tiempos inmemorables a las mujeres. Yo simplemente lo miré a los ojos. Y noté su soledad.
Están plagadas las calles de la ciudad de soledad. Este domingo la miré en las manos arrugadas de la mujer que pide dinero en una esquina. Envuelta su cabeza con un rebozo de bolita, se acercó a la ventana y extendió su mano de anciana. La mano de la soledad. Venía de lejos. Me contó que todos los días camina cuatro horas y se detiene en la misma esquina donde algunas personas ya la conocen. Y de vez en cuando, le sonríen. Antes lo hacían más, me cuenta. Ahora apenas la miran, sin reconocerla. Están solos. Y no tienen ya la capacidad de ver.
La soledad en la ciudad cobra la forma de una garra. No es la soledad compartida que por ejemplo, provoca una obra de arte. La soledad del artista plasmada en la obra y dirigida hacia otra soledad que le mira y la disfruta. Es eso el arte. Lo íntimo. Pero la otra soledad, la soledad urbana, desconoce al otro. Provoca que todos los habitantes de la misma ciudad nos desconozcamos y nos ignoremos. Es la soledad que brota del miedo. El miedo a la violencia, al grito, a la impunidad que se apodera a gran velocidad del mundo.
En menos de dos semanas han entrado ladrones a robar tres diferentes edificios cerca de donde yo vivo. Nadie sabe cómo lo consiguieron. Saltaron las bardas, las cámaras, los vigilantes. Se hicieron invisibles. Los vecinos están asustados. Tienen miedo. Nadie habla con el otro. Sospechan y se envuelven en el despiadado manto de la soledad. Como quien gravita en un espacio oscuro, hacen lo que antes solo hacían los poetas: se cuidan de la esperanza.
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