El Salvador desmemoriado
Ya no saben guardar silencio. Los salvadoreños tomaron la decisión de salir a las calles para expresar su opinión e inventar por su cuenta el futuro. Las elecciones de este domingo abrieron una vez más la esperanza del país más pequeño del continente. Y uno de los más convulsionados de la historia reciente. Pero en el mundo apenas se informa sobre este acontecimiento. Una nota pequeña en los diarios, unos segundos en los noticieros de radio y televisión. Como si nadie recordara lo que fue este país hace unos años. Como si los años hubieran borrado la preocupación, el dolor, la indignación que El Salvador provocaba en Europa y América Latina. Y con particular intensidad en México.
Hace 20 o 15 años unas elecciones en El Salvador habrían ocupado las ocho columnas de todos los diarios. El Salvador ardía. Día tras día, una masacre, un combate, un atentado, un secuestro revelaba la fuerza del horror en plena guerra. Y en plena guerra también, los sucesivos gobiernos colocaban en casi todo el territorio, urnas. Las urnas de la guerra decíamos los corresponsales. Y en vísperas de las elecciones nos preparábamos para resistir lo que vendría. Intentábamos dormir bien, curarnos las heridas antiguas, agarrar fuerza del silencio. No hablábamos de ello, pero todos sabíamos que las elecciones costarían la vida a uno, dos, tres de nosotros. Y a muchos salvadoreños más.
Hace 20 años, las elecciones en El Salvador costaron la vida a dos colegas salvadoreños y un holandés. Tres de los 36 periodistas que no lograron transmitir el fin de una historia que por difundirla, les arrancó la vida. En 1980 sumaron siete los periodistas muertos. El único colega mexicano que murió en ese pequeño país, estaba entre ellos. Se llama Ignacio Rodríguez Terrazas y era enviado del diario unomásuno. Cayó muerto cuando cubría un combate entre la guerrilla urbana y el ejército. Muchos dijeron que la bala, proveniente de una de las armas del ejército, estaba destinada a Nacho. Nunca se comprobó nada. Como en la mayoría de los casos, quedó la duda. Pero más fuerte la certeza. Y es que a los periodistas nadie, o casi nadie, nos quería. Nos quería la gente, ella sí. Los campesinos, los vendedores, los niños, las mujeres de los mercados, los poetas. Y como la guerrilla del FMLN tuvo la inteligencia necesaria para entender la importancia del papel que jugábamos en esa guerra, nunca nos maltrató ni nos atacó ni nos amenazó, ni menos nos echó de su país. El gobierno, en cambio, sí lo hizo.
Desde el primer día que llegué a El Salvador, en los años 80, supe lo que nos esperaba. Afuera del aeropuerto una enorme manta advertía: Periodista: miente en tu país, no en el nuestro. Y cuando acudíamos a algún acto de la derecha, nos susurraban la frase en el oído. En no pocas ocasiones las mujeres de los políticos nos llegaron a dar patadas en las espinillas. Decían que éramos parte de una campaña orquestada por el comunismo internacional. No importaba para qué medio trabajáramos. Todos, según ellos, éramos comunistas. Rojos del mundo unidos. Rojos, como el demonio.
En vísperas de las elecciones de hace 20 años, Roberto Navas, un fotógrafo salvadoreño que trabajaba para la agencia de prensa británica Reuters, fue detenido en un retén militar. Roberto se bajó de su motocicleta, se identificó, se despidió de los militares y se fue. A los tres metros sintió el proyectil en la espalda. Al día siguiente, la escena se reprodujo en San Miguel, al oriente de la capital. Sólo que en esa ocasión el retén disparó sobre la camioneta en la que se conducía un equipo de televisión local. Todos los intentos que hizo el camarógrafo del grupo por secarle la sangre a Mauricio Pineda, su hermano, fueron inútiles.
El día de las elecciones de hace 20 años, todo el país fue escenario de cruentos combates. En Usulután la guerra no daba tregua. Un grupo de colegas, entre ellos el holandés Cornell Lawgraw, El Coronel le decíamos, se topo con la guerrilla. Bajaron del auto para entrevistarlos, pero a los pocos minutos fueron atacados por el ejército. De nada sirvieron las banderas blancas. O el grito de ¡prensa¡ ¡prensa!, que en otros países ahuyentaba a la muerte. El Coronel hubiera registrado en su cámara su propia muerte, si no hubiera sido porque ese proyectil no le quitó la vida. La vida la perdió fuera del automóvil que intentó trasladarlo al hospital. Un helicóptero militar impidió su avance. Todos los ocupantes del vehículo, con El Coronel a cuestas, tuvieron que abandonarlo para huir de la lluvia de balas.
Hace 20 años las elecciones en El Salvador estaban en las ocho columnas de todos los diarios. El mundo entero denunciaba la sinrazón al lado de las urnas. Ayer los salvadoreños depositaron su voto en las urnas de la paz. Buscan completar su sueño, reinventar la verdad. Y algunos utilizamos la fecha, no para analizar los resultados del conteo ni la viabilidad de gobernar de los candidatos ni la fuerza y las debilidades de la antigua guerrilla. La utilizamos simplemente para recordar. O mejor, para impedir el olvido. Para que los colegas muertos no pasen otra vez 20 años con tanta soledad en la memoria. Y que el tiempo no sea más una nube de polvo que nos impida escuchar voces nuevas.
Hace 20 o 15 años unas elecciones en El Salvador habrían ocupado las ocho columnas de todos los diarios. El Salvador ardía. Día tras día, una masacre, un combate, un atentado, un secuestro revelaba la fuerza del horror en plena guerra. Y en plena guerra también, los sucesivos gobiernos colocaban en casi todo el territorio, urnas. Las urnas de la guerra decíamos los corresponsales. Y en vísperas de las elecciones nos preparábamos para resistir lo que vendría. Intentábamos dormir bien, curarnos las heridas antiguas, agarrar fuerza del silencio. No hablábamos de ello, pero todos sabíamos que las elecciones costarían la vida a uno, dos, tres de nosotros. Y a muchos salvadoreños más.
Hace 20 años, las elecciones en El Salvador costaron la vida a dos colegas salvadoreños y un holandés. Tres de los 36 periodistas que no lograron transmitir el fin de una historia que por difundirla, les arrancó la vida. En 1980 sumaron siete los periodistas muertos. El único colega mexicano que murió en ese pequeño país, estaba entre ellos. Se llama Ignacio Rodríguez Terrazas y era enviado del diario unomásuno. Cayó muerto cuando cubría un combate entre la guerrilla urbana y el ejército. Muchos dijeron que la bala, proveniente de una de las armas del ejército, estaba destinada a Nacho. Nunca se comprobó nada. Como en la mayoría de los casos, quedó la duda. Pero más fuerte la certeza. Y es que a los periodistas nadie, o casi nadie, nos quería. Nos quería la gente, ella sí. Los campesinos, los vendedores, los niños, las mujeres de los mercados, los poetas. Y como la guerrilla del FMLN tuvo la inteligencia necesaria para entender la importancia del papel que jugábamos en esa guerra, nunca nos maltrató ni nos atacó ni nos amenazó, ni menos nos echó de su país. El gobierno, en cambio, sí lo hizo.
Desde el primer día que llegué a El Salvador, en los años 80, supe lo que nos esperaba. Afuera del aeropuerto una enorme manta advertía: Periodista: miente en tu país, no en el nuestro. Y cuando acudíamos a algún acto de la derecha, nos susurraban la frase en el oído. En no pocas ocasiones las mujeres de los políticos nos llegaron a dar patadas en las espinillas. Decían que éramos parte de una campaña orquestada por el comunismo internacional. No importaba para qué medio trabajáramos. Todos, según ellos, éramos comunistas. Rojos del mundo unidos. Rojos, como el demonio.
En vísperas de las elecciones de hace 20 años, Roberto Navas, un fotógrafo salvadoreño que trabajaba para la agencia de prensa británica Reuters, fue detenido en un retén militar. Roberto se bajó de su motocicleta, se identificó, se despidió de los militares y se fue. A los tres metros sintió el proyectil en la espalda. Al día siguiente, la escena se reprodujo en San Miguel, al oriente de la capital. Sólo que en esa ocasión el retén disparó sobre la camioneta en la que se conducía un equipo de televisión local. Todos los intentos que hizo el camarógrafo del grupo por secarle la sangre a Mauricio Pineda, su hermano, fueron inútiles.
El día de las elecciones de hace 20 años, todo el país fue escenario de cruentos combates. En Usulután la guerra no daba tregua. Un grupo de colegas, entre ellos el holandés Cornell Lawgraw, El Coronel le decíamos, se topo con la guerrilla. Bajaron del auto para entrevistarlos, pero a los pocos minutos fueron atacados por el ejército. De nada sirvieron las banderas blancas. O el grito de ¡prensa¡ ¡prensa!, que en otros países ahuyentaba a la muerte. El Coronel hubiera registrado en su cámara su propia muerte, si no hubiera sido porque ese proyectil no le quitó la vida. La vida la perdió fuera del automóvil que intentó trasladarlo al hospital. Un helicóptero militar impidió su avance. Todos los ocupantes del vehículo, con El Coronel a cuestas, tuvieron que abandonarlo para huir de la lluvia de balas.
Hace 20 años las elecciones en El Salvador estaban en las ocho columnas de todos los diarios. El mundo entero denunciaba la sinrazón al lado de las urnas. Ayer los salvadoreños depositaron su voto en las urnas de la paz. Buscan completar su sueño, reinventar la verdad. Y algunos utilizamos la fecha, no para analizar los resultados del conteo ni la viabilidad de gobernar de los candidatos ni la fuerza y las debilidades de la antigua guerrilla. La utilizamos simplemente para recordar. O mejor, para impedir el olvido. Para que los colegas muertos no pasen otra vez 20 años con tanta soledad en la memoria. Y que el tiempo no sea más una nube de polvo que nos impida escuchar voces nuevas.
1 comentario:
Querida María, hace varios años que no sabía de tí. Como hace casi 20, cuando lei tu libro, es El Salvador el tema que me hace sentirte cerca.
Nadie mejor que tú conoció esa realidad y lo que los resultados de estas elecciones significan para los guanacos.
Recibe un abrazo, del tamaño de mi esperanza porque pueda iniciar la contrucción de un país mejor
Leti Ànimas
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