¿En qué son diferentes los gays?
Cuando un día mi hijo me preguntó en qué eran diferentes los gays del resto de los mortales, le respondí que en nada. Igual que los heterosexuales, le dije, los gays y las lesbianas aman a quienes les hacen sentir amor, a nadie más. Se ama o no se ama. Se desea o no se desea. Seas homosexual o no lo seas. Al terminar mi escueta explicación, mi hijo tenía los ojos más abiertos y grandes que nunca. No sé si ese día entendió el fondo del argumento —tendría apenas unos 11 años—, pero a seis de distancia, ni duda me cabe de que mi respuesta le ha ayudado a valorar a los seres humanos, no por lo que dicen otros que son, sino por lo que ellos mismos hacen, demuestran, entregan y en realidad son. Tampoco sé si los gays y lesbianas están muy de acuerdo con mis argumentos, pero en lo personal, me sentí satisfecha de haberle quitado a mi hijo un peso de encima: el peso de rechazar a quienes los códigos de conducta impuestos por no se sabe quién, nos dicen que hay que rechazar. No importa si los conocemos o no; si sabemos qué han hecho con su vida o lo ignoramos; no importa si llevan nuestra sangre, nuestra sonrisa, nuestro respeto, hay que rechazarlos, nos dictan los que trazan la frontera entre el bien y el mal; entre lo permitido y lo prohibido.
El día en que mi hijo conoció a Chavela Vargas, reafirme mi tesis. La verdad es simple, es transparente, como un niño. Pero también, igual de frágil que su alma. Desde el primer momento en que la conoció, la admiró. Por atrevida, por ser como es, por retadora, me dijo cuando le pregunté el porqué de la confianza con la que se habían tratado. Chavelongas, le llama desde entonces. Y ella le dice jodón. ¿Cómo está el jodón?, me pregunta de tanto en tanto Chavela, que un día me confesó que era el primer jodón respetuoso que había conocido en el mundo. En el mundo raro en que vivimos.
Ni mi hijo ni yo participamos en las marchas y actos del Día Internacional de la lucha contra la Homofobia que se celebraron ayer en la ciudad de México y en otros muchos rincones del mundo. Y no porque no creamos en las exigencias de las organizaciones de defensa de los derechos de la comunidad lésbico-gay, bisexual y transgénero. Creemos en ellas como creer en el derecho a la educación, a la salud. No estuvimos tampoco en las calles en 2007, año en que por primera vez se celebró este día en el Distrito Federal. Ni al año siguiente. Ni, como ya dije, este año en el que también Oaxaca, Quintana Roo y Tabasco participaron, al decretar sus gobernantes el 17 de mayo como día estatal de lucha contra este tipo de discriminación.
Cuando me enteré de que estos estados se unían, lo celebré. Pero me quedé sin entender las causas de la ausencia del resto de México. ¿Qué falta? ¿Qué sobra para que algo tan natural como expresarse contra el odio, sea posible?
El odio mata, me dijo hace mil años mi padre. Mata al amor, a la sensibilidad, mata al alma. Nunca odies, me aconsejó mi padre conservador. Lo que no me dijo es que el odio, no solo mata: también quita la vida. Literalmente, asesina.
Nadie puede saber cuántas personas han sido asesinadas por ser homosexuales en los últimos años. Se denuncian los robos, las amenazas, cada vez más se denuncian las violaciones, los secuestros. Pero todavía es difícil denunciar los crímenes contra los que todavía creen diferentes. Los ocultan los padres, los hermanos, los jefes; los códigos de conducta impuestos por no se sabe quiénes, los ocultan. Y aún así, los casos denunciados, solo los denunciados en México son 464 desde 1995. De estos, el 98 por ciento no han sido investigados a fondo. No se sabe quién los cometió ni porqué. No se sabe; no se quiere saber.
No he hablado con mi hijo sobre el día internacional de la lucha contra el odio. No le he dicho que todavía no entiendo. No entiendo qué es lo que falta, qué es lo que sobra para que el mundo acepte que no hay diferencia entre un homosexual y un heterosexual. Se ama o no se ama, quisiera volver a decirle. Que no olvide nunca que cuando él estaba apenas husmeando los aromas de esta vida, en 1990, la Organización Mundial de la Salud, admitía ya que la homosexualidad no es ni una enfermedad, ni un desorden mental.
La vida, el amor a la vida y el respeto a los demás, es lo que nos concede fuerza, quisiera decirle a mi hijo hoy. A él que lo va a entender a la primera, pero sobre todo a aquéllos que aún no alcanzan a distinguir que no hay ninguna diferencia entre los gays y el resto de los mortales. Y que la única que existe es aquélla que el odio ha generado. La misma diferencia que hay entre la honestidad y la mentira; entre la verdad y el poder. Entre amar y odiar.
Cuando me enteré de que estos estados se unían, lo celebré. Pero me quedé sin entender las causas de la ausencia del resto de México. ¿Qué falta? ¿Qué sobra para que algo tan natural como expresarse contra el odio, sea posible?
El odio mata, me dijo hace mil años mi padre. Mata al amor, a la sensibilidad, mata al alma. Nunca odies, me aconsejó mi padre conservador. Lo que no me dijo es que el odio, no solo mata: también quita la vida. Literalmente, asesina.
Nadie puede saber cuántas personas han sido asesinadas por ser homosexuales en los últimos años. Se denuncian los robos, las amenazas, cada vez más se denuncian las violaciones, los secuestros. Pero todavía es difícil denunciar los crímenes contra los que todavía creen diferentes. Los ocultan los padres, los hermanos, los jefes; los códigos de conducta impuestos por no se sabe quiénes, los ocultan. Y aún así, los casos denunciados, solo los denunciados en México son 464 desde 1995. De estos, el 98 por ciento no han sido investigados a fondo. No se sabe quién los cometió ni porqué. No se sabe; no se quiere saber.
No he hablado con mi hijo sobre el día internacional de la lucha contra el odio. No le he dicho que todavía no entiendo. No entiendo qué es lo que falta, qué es lo que sobra para que el mundo acepte que no hay diferencia entre un homosexual y un heterosexual. Se ama o no se ama, quisiera volver a decirle. Que no olvide nunca que cuando él estaba apenas husmeando los aromas de esta vida, en 1990, la Organización Mundial de la Salud, admitía ya que la homosexualidad no es ni una enfermedad, ni un desorden mental.
La vida, el amor a la vida y el respeto a los demás, es lo que nos concede fuerza, quisiera decirle a mi hijo hoy. A él que lo va a entender a la primera, pero sobre todo a aquéllos que aún no alcanzan a distinguir que no hay ninguna diferencia entre los gays y el resto de los mortales. Y que la única que existe es aquélla que el odio ha generado. La misma diferencia que hay entre la honestidad y la mentira; entre la verdad y el poder. Entre amar y odiar.
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