miércoles, julio 15

Murmullos de guerra

Algunos despiertan con la soledad adherida al cuerpo. Sin saber todavía quiénes son, permanecen con los ojos cerrados hasta estar seguros de lo que verán. Si los abren antes, morirían de susto o de dolor. El dolor de sentir el hueco en el sitio de los sueños. Ahí donde hace años acudían a diario para crear su historia. El futuro luminoso que un día tuvieron en la palma de la mano. En la palma cerrada de una mano que amaneció, no se sabe con exactitud cuándo, vacía. Por eso ahora no levantan los párpados hasta comprobar que siguen siendo los mismos, porque saben que lo que verán les será ajeno, distinto, opuesto a lo que un día encontraron y guardaron en la palma de la mano. Prolongan cada vez más el acto de despertar, porque saben que al abrir los ojos, la imagen misma de la destrucción saltará sobre ellos, con sus garras de caos.

Algunos salen de sus casas con el vértigo a cuestas. La onda expansiva que produce el griterío de los motores de los automóviles, los gases que emiten tan cínicamente cada día más vehículos, las cabezas rodantes, los ejecutados, el dinero evaporado; la corrupción, todas las noticias del día, impiden que el vértigo desaparezca. Falta aire.

El viento limpio se ha desplazado a otras tierras, como las aves, en busca de salvación.

Algunos, cada vez menos, se reúnen al final del día. Intentan untarse una pomada que arranque la piel muerta de sus manos a golpe de palabras.

Y sueltan frases con obuses a tiro rápido. Una opinión destruye otra que apenas comenzaba a formularse. Difícilmente consiguen escucharse. Algunos lloran sin saber que lo hacen. Lloran y se sientan frente al televisor a mirar cómo lloran las actrices y los actores de las telenovelas de Televisa. Cómo saltan al despeñadero de la fantasía, chorros de lágrimas sin sal.

Es entonces cuando algunos vuelven a creer que es posible vivir la vida que narran las pantallas. Y piensan que tal vez mañana un amor calmará la ansiedad. Quizás la herencia de un familiar desconocido o el reconocimiento del jefe, una sonrisa, acaso una mirada. Por una sola vez en la vida, una mirada que detenga el andar de la ansiedad, su acelerada carrera.

La ansiedad que oprime las venas de la razón y libera, al mismo tiempo, la facultad de percibir lo invisible, lo impalpable, lo que antes caminaba al lado de las multitudes. Lo en silencio perdido.

En la ciudad, nunca hay silencio. El silencio también ha emigrado a otro territorio, para evitar su anunciada extinción. Sabe que si muere, moriría también la música. Y la música es, por el momento, la que lleva más carga de mundo.

La que casi todas las noches se ocupa de salvarlo. La que a algunos les tiende la mano para ahogar el desasosiego en una pista de baile. O enredada la tristeza en otro cuerpo que comparte la urgencia de baile, la desconfianza y el deseo de espantarla. Y es que la desconfianza es también la soledad, porque separa al individuo de todo discurso.

Le repleta los oídos de arena. No enloquece del todo, pero al dejar de creer en la capacidad del ser humano de decir la verdad, pierde trozos de algunos de sus sentidos. Por eso de vez en cuando intenta curarse la desconfianza. Y para evitar tropezarse con el reguero de encono que le rodea. Tanta rabia, tanta ira. Da miedo.

Tuvo miedo. Me dijo mi hijo que tuvo miedo cuando se quedó atrapado durante casi tres horas en la lateral del periférico, a unos metros de la salida de Alencastre y muy cerca de donde cayó el avión el martes 4 de noviembre. Recibió varias llamadas que le explicaron lo que sucedía y que le aliviaron un poco el temor.

El temor sin rostro propio que se exhibe tan campante en cientos de miles de rostros. Después encendió el radio para escuchar la noticia y lo invadió el desamparo. No sabe porqué, no entiende.

Pero sintió quizá por primera vez en su vida, el desamparo compartido. A pesar de que a sus 17 años no le preocupa demasiado definir la causa del desplome de la nave, la incertidumbre está en el aire impuro que respira. La duda.

Las imágenes de la guerra que transmite la televisión, las que imprimen los diarios, las que pronuncian las estaciones radiales.

Las cabezas rodantes, los fusiles, los cuerpos rotos de niños y jóvenes, el dolor. Pero sobre todo, están también las voces que a gritos declararon la guerra abierta contra el narcotráfico. Y muestran en público sus armas, su poderío. Sacan a las calles sus vehículos militares repletos de soldados armados en forma ostensible, agresiva, en posición de ataque. Difunden una y otra vez los operativos militares. La violencia como arma contra la violencia. Guerra es guerra, susurran los mensajes que se escuchan día tras día, hora tras hora. Cada segundo con la bala en la boca. La bala de la desconfianza.

Algunos duermen con la soledad adherida al cuerpo. Lo hacen desde que quedó deshabitado el sitio donde un día comenzaron a crear su historia, su futuro de luz.

No se sabe con precisión hace cuánto tiempo. Pero últimamente prolongan cada vez más el acto de cerrar los ojos. Se quedan con los párpados alzados. Creen que si duermen con los ojos cerrados no podrán ver lo que sueñan. Y los sueños, como la música, todavía no han emigrado a otros campos, aunque algunas madrugadas se les ve ya batiendo las alas.