miércoles, abril 11

Coyotes en Coyoacán

Lleva encima la imagen de un coyote. Tal vez porque antiguamente los coyotes sabían que en Coyoacán el crepúsculo avanza en forma diferente: sin moverse, como aún lo hace hoy ante los cuerpos que comienzan la noche en deseo. O como sucede cuando la escritura tiene el don de ser sólo escritura y se desliza, sin dirigirse a ninguna parte.


Por diferentes motivos y después de incendiar el pueblo entero, también Hernán Cortés eligió a Coyoacán como sitio de residencia. Instaló ahí el campamento de una de sus divisiones y construyó el primer ayuntamiento de la ciudad de México. Ignoro si la Malinche alguna vez vio los atardeceres, si escuchó el aullido de los coyotes, si disfrutó los manantiales, los aromas, el viento, el blanco de la noche, pero vivió en la misma casa de Coyoacán desde la cual Cortés escribía a Carlos V sus hazañas. Otras muchas mujeres y hombres hicieron suyo este barrio fundado por los toltecas entre los siglos X y XII. Frida Kahlo fue una de ellas, quizá una de las que más adentro lo sintió. Octavio Paz, Salvador Novo, Diego Rivera, León Trosky, Manuel Álvarez Bravo, Luis Cardoza y Aragón. Y las religiosas de varias congregaciones católicas.

Por fuera, los conventos eran casi todos iguales. Exactos en fachada y olores a aquél al que de tanto en tanto nos llevaban a mí y a mis hermanos mis padres, para que no se nos olvidara el rostro de mi tía, su rostro de tela. Y para que aprendiéramos a comer polvorones de monja sin ahogarnos de tos. Después de cruzar un pasillo oscuro, frío y plagado de sombras calladas, aparecía un patio luminoso con cascadas de buganvillas, nardos, dalias, begonias y otras flores cuyos nombres fui guardando en un cuaderno por miedo a que desaparecieran entre otras palabras danzantes: nasturcias, cempasúchiles, aretes, manitas. Las manitas, me contó una mañana una monja, tienen poderes curativos. En tiempos antiguos se molía la flor con la corteza del árbol en sangre de golondrina y lagartija. Untado, sanaba los dolores de mujer. Todos, menos la nostalgia de existir.

A las niñas les dan miedo las monjas. A casi todas. A mí me provocaban un poco de asfixia, las pobres, con tanta ropa encima. Pero no sentía ningún temor pues en mi familia se vivía con entusiasmo compartido la historia de mi tía la monja. Con excesiva frecuencia alguien contaba una, diez, cien anécdotas sobre el gran amor que vivió durante años la hermana de mi madre con un joven cultísimo y bien parecido. Cuando escuchaba a los adultos hablar sobre ese amor me imaginaba uno a uno los suspiros, las caricias, el beso en el jardín. Y ese día sabía que tendría seguro un sueño amable. Según contaban, por un tiempo ambos enmudecieron. No les hacía falta sino el silencio. Ninguna frase. Era su fuerza, una fuerza silenciosa. La historia terminó el día en que anunciaron su ingreso a una orden religiosa. Y casi al mismo tiempo, cerraron la puerta a la vida.

Quedó el silencio que callaron. Los sonidos con los que se tocaron, nada más.

Durante años intenté descifrar la mirada de mi tía la monja. Me urgía saber quién de los dos pronunció la palabra inicial. Pero mi tía tiene los ojos azules. Y los ojos claros no pueden mirarse, porque nunca se aquietan. Ni siquiera detrás de los muros de un convento en Coyoacán.

Hay mujeres que nunca se aquietan. Muchas de ellas vivieron también en Coyoacán. Eran los años en que las mujeres comenzaban apenas a imaginar que era posible crearse. Como ser humano, construirse un rostro diferente al rostro que otros ven en nosotras. Y lo intentaron en grupo. Fueron las pioneras del feminismo mexicano organizado. Se consiguieron una enorme y agradable casa en el centro de Coyoacán y se dieron a la tarea de reconocerse. Les tocó soportar el dolor de iniciar otra historia; recorrer las calles solitarias, sin saber nunca lo que venía después.

Después entrará el viento a callar el griterío de los coches. Esa fue la primera frase que escuché decir a Luís Cardoza y Aragón el día en que fui a conocerlo en su casa de Coyoacán. Estaba convencido, poeta al fin, que cuando cerraba el portón principal, el viento de Coyoacán lo protegía a él y a Lya, de toda calamidad. Lo visité en varias ocasiones. Hablábamos de Guatemala y sus heridas. De los sueños echando raíces, de los locos y los guerrilleros. Luis Cardoza y Aragón hablaba. Y navegaba callado por la palma de mi mano. Por todas las manos de los que escuchan todavía hoy lo que dice dentro de él, su mundo maya. Nunca volvió a Guatemala, nunca tampoco murió del todo.

Nunca he vivido en Coyoacán. Pero conozco sus calles y sus tamales. Sus museos, el Anahuacalli, el de Culturas Populares, el Museo de las Intervenciones. Reconozco a los globeros, los heladeros, los artesanos, los vendedores de elotes, las monjas. Disfruté al Hijo del Cuervo en su mejor época, la casa de Frida, las cantinas, el café de librería, la música, y el danzón del Centro Nacional de las Artes.

La otra tarde, paseando por el Zócalo de Coyoacán, vi a una pareja de jóvenes que se juraban caricias eternas sobre una banca. Me pareció escuchar, justo en ese instante, un aullido, como una nota larga muy larga que sube, pero no cae. Se desliza nada más. Y agita la nostalgia de existir.


Coyoacán, México, 19 de febrero de 2007

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