martes, abril 3

El Parque México y otros sueños

La otra noche volví en un sueño a mi niñez. Desperté feliz de haber conseguido revivir imágenes que habían pasado sin apenas darme cuenta; sin haberlas siquiera guardado en mi interior, como se guarda el primer amor, el primer susto o el poema que se pronuncia siempre con distinta voz y que no pierde jamás la vida. Los sueños tienen eso: el poder de reinventar otra voz a lo real. Jugábamos a vivir. A ser. Nada más. Esa era nuestra vocación, ser.


Yo era una niña de la Colonia Condesa. Crecí entre niños que jugaban futbol, carreras de bicicleta o patines y luchas de agua; ataban latas a las patas de los gatos y se escondían en el Parque México para simular estar perdidos y sentir en el vientre la dulce turbación que ello provoca. Entonces no lo sabíamos, pero el Parque México es uno de esos milagros que se registra en la planeación urbana de la Ciudad de México, concebida más bien para ser el territorio e imperio del automóvil que hoy es. De existir más actos de generosidad como el Parque México, la ciudad y sus habitantes llevaríamos la dignidad hilvanada a la piel. Seríamos más abiertos, menos huidizos, más humanos. Y la vida no tendría que perdonarnos tanto. Nos atreveríamos a mirarla directamente a los ojos, sin dolor.


Cuando pienso en el Parque México, lo percibo de agua, como una serie de espejos de agua. Con mis hermanos, amigos o vecinos solíamos saltar en los pequeños lagos y fuentes para empapar a quien pasaba a nuestro lado. Luego salíamos corriendo, colmados de risas. Yo solía mirar durante largo rato a los patos y gansos del lago, tratando de distinguir los patos de las patas, los gansos de las gansas. Siempre había alguien que interrumpía mis cavilaciones y me daba un pedazo de bolillo para alimentarlos: una enana, un hombre solitario, un vendedor de merengues, una anciana sin dientes, un vagabundo. Los habituales visitantes del Parque México a los que en esos años nadie les temía. No había razón para tenerles miedo. Ni para huir de ellos, salir disparado con el terror en el rostro.


En aquellos años no existían las bandas de secuestradores, ni ofrecían a los niños drogas en los parques. Si acaso alguna vez, a mí nunca me sucedió, un exhibicionista sorprendía a las niñas. Y a veces los adultos, desesperados por no conseguir controlarnos del todo, nos amenazaban con el “robachicos”. Te va a llevar el robachicos en su costal, decían. Pero nunca logramos verlo. Por más horas en la azotea esperando ver pasar al viejo del costal atiborrado de niños….


En mi sueño el Parque México tenía enormes papalotes, tan grandes casi como los que se exhiben en estos días en la librería Rosario Castellanos, que, por cierto, está también en la Condesa. Son papalotes de Francisco Toledo, fabricados en el taller que fundó hace diez años en Etla, Oaxaca. De niño, Toledo jugaba a peleas de papalote. Se trataba de atarle una navaja a los papalotes que saltaban como gallos, uno sobre el otro en el cielo del Istmo, hasta que caía herido el infortunado papalote.


Los papalotes son las alas de los sueños. Alguien me lo dijo cuando yo era niña. O quizá lo escuché en alguna de las películas que iba a ver al cine Lido, donde ahora está ubicada la librería repleta de papalotes. En el cine Lido, que después se llamó Bella Época, vi por vez primera una escena de sexo. Y todavía recuerdo el aleteo. El primer soplo de agonía de la infancia. A partir de ese día, cambió mi forma de mirar a las parejas que se besaban en las bancas de piedra del Parque México y a aquella fuente con una monumental mujer también de piedra en el centro. De los cántaros que lleva bajo sus brazos brota el agua de la fuente. Algún día tendría el mismo cuerpo que ella, pensaba al mirarla. Un cuerpo sin sed.


Cuando yo era niña, la colonia Condesa estaba repleta de tiendas de dulces. La más cercana a mi casa se llamaba “la viejita”. Así le pusimos los niños del barrio para quienes la vendedora de dulces era una viejita, que en realidad no lo era. En su tienda solamente se vendían dulces de los que ahora se les llama “típicos”. Obleas, alegrías, chiclosos, tamarindos de chile, de dulce y de sal, como tamales. Cerca de Semana Santa aparecía sobre el mostrador, una gran charola con capirotada, para la vigilia. Había también cajitas con cajeta, dulces de leche, acitrones, lágrimas de cocodrilo, morelianas, glorias, mazapanes, charamuscas y trompadas. Y para el día de muertos, decenas de calaveritas de azúcar. Los niños de mi generación tuvimos la fortuna de pronunciar a diario los nombres de los dulces que están hoy en extinción. Nos llenábamos la boca de palabras con sabor a poema. Y pasábamos horas del otro lado del vidrio de la dulcería. Soñando.


La otra noche soñé que la tienda de dulces de la viejita era una casa deshabitada. Cuando entré, la viejita estaba sentada sobre la caja de las sorpresas, unos pequeños tubos de cartoncillo forrados de papel de china de colores, repletos de dulces y miniaturas. No había nada más. Excepto la ausencia de los dulces. Y eso, en un sueño es suficiente. La ausencia que permite ver muy lejos, aún en la sombra. O sobre la rama de un ahuehuete, un fresno, un trueno, o una jacaranda del Parque México.


La infancia es también la ausencia que nos mira. La única posibilidad que tienen nuestros ojos de mirarse a los ojos. Y de que sean nuestros labios los que gritan nuestro nombre. Ignoro si eso mismo sucede con la vejez. Nunca ningún sueño me ha regresado a mi vejez. No soy aún anciana. Pero conozco algunos cuantos viejos que poseen el don de hacer aparecer menos cruel al mundo. Son los que se van yendo como un niño que corre en un parque, sin ningún temor a olvidar lo que todavía no ha llegado. Sin miedo al dolor que causa en ocasiones soñar tan lejos.


Febrero 12, 2007