Los niños del no aborto
Son cientos, miles, los niños que llegan deshechos sus cuerpos a las clínicas y a los hospitales. Sucede a diario. Casi todos los casos se registran como accidentes. Pero traen el maltrato impreso en la mirada apuñalada, en la piel, en las manos que tiemblan. Según los más recientes estudios nacionales e internacionales, en casi la mitad de los casos ha sido la madre la responsable de las golpizas, seguidas en un 30 por ciento del padre. En México, Estados Unidos y Portugal es donde se acumula el mayor número de menores a quienes el maltrato los conduce directo a la muerte.
Desde hace 30 años el fenómeno se repite a diario en México: dos niños mueren asesinados a golpes o a balazos. Los menores de cuatro años, que son la mayoría, mueren estrangulados. A los más pequeños los ahogan, les cierran el paso al viento limpio de la vida. En el norte, en el centro, o en el sur del país, los mata el odio, la miseria, la sin razón, la pobreza. Los mata el haber nacido donde nadie quiso que nacieran, donde nadie preparó un espacio para su llegada; donde no hay quien pueda mirarlos de frente.
Todos los días 23 mil niños o niñas son violadas en México, sin sumar los casos que no se denuncian por miedo, por desesperanza, por soledad. Por creer que después de la violación serán despreciados, aún más, por un mundo que ni por un segundo les ha tendido la mano. Ni una sonrisa. Ni un roce de voz amable.
Conocí hace años a Narcisa. Cuando me contó su historia ya no era niña y aún lo era. Tenía 12 años cuando, en el camino que va de su pueblo a la escuela, la violaron. La empujaron y la tiraron detrás de unos matorrales, no sabe si dos o más hombres. No puede recordar, no quiere. Cuando su padre supo que estaba embarazada, le sacó al niño a patadas. Por desagradecida, por abusiva, le dijo. Unos meses más tarde Narcisa fue depositada en una de las llamadas Granjas Psiquiátricas que rodean a la ciudad. Vacía de luz, Narcisa espera ahí la llegada de la muerte. Nada más.
Hace apenas unos meses conocí a Irma. No fue una niña de la calle, aunque llegó buscando consuelo a una fundación de solidaridad con las niñas de la calle. Llegó con los huesos y la voz estrellados; tatuado su cuerpo de heridas, unas recientes, otras ya cicatrices. Tiene siete años. Y nadie puede adivinar en cuántas ocasiones fue violada. Cuando la institución investigó su caso, supo que igual que Irma, su madre fue de niña también víctima de interminables abusos sexuales y maltrato físico. Su madre y su padrastro estuvieron a punto de enviarla un día al cementerio. Ésa fue la vida de la madre de Irma, la vida que padeció y la que renueva, multiplicada, cada vez que mira a su hija. Cada vez que la mira y le pregunta a golpes para qué carajo la trajo al mundo. Para qué.
Todavía no son muchos, pero cada día son más los niños que responden a esa pregunta y deciden quitarse la vida. Hace cinco años 118 niños y niñas se suicidaron. El año pasado fueron 2 mil. También entre los mayores de 15 años y menores de 24, la cifra de suicidas crece. Crecen también el desasosiego, el hambre, la falta de cultura. Del total de los suicidas adultos, sólo el 3.6 por ciento tuvo acceso a la universidad.
Para millones de niños mexicanos, la violencia es un acto cotidiano. Como caminar, como dormir. Como la soledad de los niños abandonados no solo por sus familiares, sino por las leyes. No hay quien los proteja. No hay leyes que impidan a los padres maltratadotes llevarse de nueva cuenta a sus hijos, aun cuando se estén rehabilitando en alguna institución. No hay modo. Si golpean a sus hijos y son denunciados, algunas veces los retienen. Pero regresan casi siempre por ellos a la institución. Están en su derecho, dicen. Y México calla.
Otros temas no se callan. En medio de la incesante información sobre otros nueve o diez o 30 muertos aparecidos a diario en las calles o en una fosa, o en vehículos, escuchamos las voces, cada vez más desafiantes, de quienes se oponen a la despenalización del aborto. Han llegado incluso a tildar de demonios o criminales a los legisladores, a amenazarlos con el castigo divino. Han organizado y lo seguirán haciendo, marchas y otros actos para impedirlo. Están en su derecho. Su consigna es “por la vida”, sería una ruindad no apoyar un proyecto a favor de la vida. Los padres de familia, los movimientos de jóvenes católicos, la Iglesia católica, lanzan un grito a favor de la vida. Pero callan, entre un grito y otro, callan millones de muertes.
Callan los asesinatos de niños, el maltrato, las violaciones. Nadie marcha a favor de detener la espiral de la violencia contra los menores que nacieron gracias a que sus madres no recurrieron al aborto. Pero que mueren todos los días con el dolor de una patada en el cerebro o una herida en el sexo. Nadie marcha a favor de una ley que proteja a los niños cuyas madres se preguntan a diario por qué los trajeron al mundo. Por qué carajos. Y los echan a las calles, deshojada la piel de su alma.
Desde hace 30 años el fenómeno se repite a diario en México: dos niños mueren asesinados a golpes o a balazos. Los menores de cuatro años, que son la mayoría, mueren estrangulados. A los más pequeños los ahogan, les cierran el paso al viento limpio de la vida. En el norte, en el centro, o en el sur del país, los mata el odio, la miseria, la sin razón, la pobreza. Los mata el haber nacido donde nadie quiso que nacieran, donde nadie preparó un espacio para su llegada; donde no hay quien pueda mirarlos de frente.
Todos los días 23 mil niños o niñas son violadas en México, sin sumar los casos que no se denuncian por miedo, por desesperanza, por soledad. Por creer que después de la violación serán despreciados, aún más, por un mundo que ni por un segundo les ha tendido la mano. Ni una sonrisa. Ni un roce de voz amable.
Conocí hace años a Narcisa. Cuando me contó su historia ya no era niña y aún lo era. Tenía 12 años cuando, en el camino que va de su pueblo a la escuela, la violaron. La empujaron y la tiraron detrás de unos matorrales, no sabe si dos o más hombres. No puede recordar, no quiere. Cuando su padre supo que estaba embarazada, le sacó al niño a patadas. Por desagradecida, por abusiva, le dijo. Unos meses más tarde Narcisa fue depositada en una de las llamadas Granjas Psiquiátricas que rodean a la ciudad. Vacía de luz, Narcisa espera ahí la llegada de la muerte. Nada más.
Hace apenas unos meses conocí a Irma. No fue una niña de la calle, aunque llegó buscando consuelo a una fundación de solidaridad con las niñas de la calle. Llegó con los huesos y la voz estrellados; tatuado su cuerpo de heridas, unas recientes, otras ya cicatrices. Tiene siete años. Y nadie puede adivinar en cuántas ocasiones fue violada. Cuando la institución investigó su caso, supo que igual que Irma, su madre fue de niña también víctima de interminables abusos sexuales y maltrato físico. Su madre y su padrastro estuvieron a punto de enviarla un día al cementerio. Ésa fue la vida de la madre de Irma, la vida que padeció y la que renueva, multiplicada, cada vez que mira a su hija. Cada vez que la mira y le pregunta a golpes para qué carajo la trajo al mundo. Para qué.
Todavía no son muchos, pero cada día son más los niños que responden a esa pregunta y deciden quitarse la vida. Hace cinco años 118 niños y niñas se suicidaron. El año pasado fueron 2 mil. También entre los mayores de 15 años y menores de 24, la cifra de suicidas crece. Crecen también el desasosiego, el hambre, la falta de cultura. Del total de los suicidas adultos, sólo el 3.6 por ciento tuvo acceso a la universidad.
Para millones de niños mexicanos, la violencia es un acto cotidiano. Como caminar, como dormir. Como la soledad de los niños abandonados no solo por sus familiares, sino por las leyes. No hay quien los proteja. No hay leyes que impidan a los padres maltratadotes llevarse de nueva cuenta a sus hijos, aun cuando se estén rehabilitando en alguna institución. No hay modo. Si golpean a sus hijos y son denunciados, algunas veces los retienen. Pero regresan casi siempre por ellos a la institución. Están en su derecho, dicen. Y México calla.
Otros temas no se callan. En medio de la incesante información sobre otros nueve o diez o 30 muertos aparecidos a diario en las calles o en una fosa, o en vehículos, escuchamos las voces, cada vez más desafiantes, de quienes se oponen a la despenalización del aborto. Han llegado incluso a tildar de demonios o criminales a los legisladores, a amenazarlos con el castigo divino. Han organizado y lo seguirán haciendo, marchas y otros actos para impedirlo. Están en su derecho. Su consigna es “por la vida”, sería una ruindad no apoyar un proyecto a favor de la vida. Los padres de familia, los movimientos de jóvenes católicos, la Iglesia católica, lanzan un grito a favor de la vida. Pero callan, entre un grito y otro, callan millones de muertes.
Callan los asesinatos de niños, el maltrato, las violaciones. Nadie marcha a favor de detener la espiral de la violencia contra los menores que nacieron gracias a que sus madres no recurrieron al aborto. Pero que mueren todos los días con el dolor de una patada en el cerebro o una herida en el sexo. Nadie marcha a favor de una ley que proteja a los niños cuyas madres se preguntan a diario por qué los trajeron al mundo. Por qué carajos. Y los echan a las calles, deshojada la piel de su alma.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario