Mujeres golpeadas
Reflexión
De golpe me invade el cansancio en las piernas. En los brazos también, y en el cuello. El desmayo en la garganta: no logro pronunciar palabra. Ni quiero. Me urge, eso sí, desaparecer del mundo las imágenes que aletean en mis párpados. Un rostro agrietado y azul, el pavor, el abandono de un cuerpo que ignora su piel de mujer; su resistencia. La memoria a mordiscos erradicada.
¿A quién tememos? ¿A qué?
La violencia es todavía el poder, su habla. La violencia también ejercida por nosotras y contra nosotras. Los mismos brazos, los mismos puños que nos arrojaron al suelo, nos abrazan. La misma lengua, los mismos labios, la misma boca que escupió la sangre de nuestra mirada, nos besa. Y nosotras arropamos la caricia. Lloramos, cubierta la herida. Volvemos a sentir la urgencia de creer, la urgencia que nos regresa a la vida y nos levanta. Nos otorga la capacidad de caminar, otra vez, la senda que conduce a las puertas del averno.
Lo sabemos, pero no podemos saberlo. La urgencia de creer nos somete, nos debilita, nos sustrae un trozo de carne, de hueso, de piel. Una a una, cada agresión nos reduce. Hasta que quedan solo despojos de lo que una vez fuimos o quisimos ser. Lo que algún día soñamos ser. Hasta que los sueños desaparecen casi, atada a su cintura nuestro amor.
Algunas madrugadas la urgencia cobra fuerza y nos anima a recobrarnos. A alzar el vuelo al filo del vacío, a buscar nuestra huella en el abismo. Pero el abismo produce vértigo; el vértigo náusea. Nuestra garganta mutilada impide el paso a la palabra. Tan sólo la voz ajena penetra a los oídos. La voz a la que otra vez nos aferramos para al menos ser en el otro. Igual que el otro es el objeto que posee: nosotras.
Dentro de nosotras ya sólo hay silencio. Como en una fosa, el silencio es también ausencia de dolor. El cántaro donde guardar la frase que de conseguir pronunciarla, nos separaría del mundo; la que nos arrancaría la etiqueta de mujer que antes de nacer nos ataron al cuello. El espacio en blanco que nos salva. El triunfo del horror.
El silencio como una daga, la daga como sostén, como el único salvoconducto para deshabitadas, sobrevivir.
Por eso callamos.
Por eso también buscamos estar solas, tendidas sobre el endeble territorio que todavía es la soledad. La solidaria soledad, la lealtad única, nuestra aliada. La que de vez en cuando nos permite reconocernos frente al espejo, en agonía.
Por eso estamos solas.
Pero la soledad es también el sitio donde él encuentra a su presa agazapada, aterrada, muda. A la espera de que él termine de derribar la puerta y profanar otra vez, otra vez, otra vez, la cripta.
Algunas madrugadas, nos atrevemos a enfrentar el riesgo. Las sábanas blancas, la sombra de un pié en el vientre, el dolor entre las piernas. El dolor. Y hay quien decide entonces racimar su cuerpo, cavar una zanja en sus venas, recobrar la antigua forma de inventar los sueños. Deslizar la punta de los dedos sobre el gesto del horror. Colocarse la máscara de piel, sudar rabia. Y desmorir
Aunque afuera la libertad tenga un nudo en las arterias.
De golpe me invade el cansancio en las piernas. En los brazos también, y en el cuello. El desmayo en la garganta: no logro pronunciar palabra. Ni quiero. Me urge, eso sí, desaparecer del mundo las imágenes que aletean en mis párpados. Un rostro agrietado y azul, el pavor, el abandono de un cuerpo que ignora su piel de mujer; su resistencia. La memoria a mordiscos erradicada.
¿A quién tememos? ¿A qué?
La violencia es todavía el poder, su habla. La violencia también ejercida por nosotras y contra nosotras. Los mismos brazos, los mismos puños que nos arrojaron al suelo, nos abrazan. La misma lengua, los mismos labios, la misma boca que escupió la sangre de nuestra mirada, nos besa. Y nosotras arropamos la caricia. Lloramos, cubierta la herida. Volvemos a sentir la urgencia de creer, la urgencia que nos regresa a la vida y nos levanta. Nos otorga la capacidad de caminar, otra vez, la senda que conduce a las puertas del averno.
Lo sabemos, pero no podemos saberlo. La urgencia de creer nos somete, nos debilita, nos sustrae un trozo de carne, de hueso, de piel. Una a una, cada agresión nos reduce. Hasta que quedan solo despojos de lo que una vez fuimos o quisimos ser. Lo que algún día soñamos ser. Hasta que los sueños desaparecen casi, atada a su cintura nuestro amor.
Algunas madrugadas la urgencia cobra fuerza y nos anima a recobrarnos. A alzar el vuelo al filo del vacío, a buscar nuestra huella en el abismo. Pero el abismo produce vértigo; el vértigo náusea. Nuestra garganta mutilada impide el paso a la palabra. Tan sólo la voz ajena penetra a los oídos. La voz a la que otra vez nos aferramos para al menos ser en el otro. Igual que el otro es el objeto que posee: nosotras.
Dentro de nosotras ya sólo hay silencio. Como en una fosa, el silencio es también ausencia de dolor. El cántaro donde guardar la frase que de conseguir pronunciarla, nos separaría del mundo; la que nos arrancaría la etiqueta de mujer que antes de nacer nos ataron al cuello. El espacio en blanco que nos salva. El triunfo del horror.
El silencio como una daga, la daga como sostén, como el único salvoconducto para deshabitadas, sobrevivir.
Por eso callamos.
Por eso también buscamos estar solas, tendidas sobre el endeble territorio que todavía es la soledad. La solidaria soledad, la lealtad única, nuestra aliada. La que de vez en cuando nos permite reconocernos frente al espejo, en agonía.
Por eso estamos solas.
Pero la soledad es también el sitio donde él encuentra a su presa agazapada, aterrada, muda. A la espera de que él termine de derribar la puerta y profanar otra vez, otra vez, otra vez, la cripta.
Algunas madrugadas, nos atrevemos a enfrentar el riesgo. Las sábanas blancas, la sombra de un pié en el vientre, el dolor entre las piernas. El dolor. Y hay quien decide entonces racimar su cuerpo, cavar una zanja en sus venas, recobrar la antigua forma de inventar los sueños. Deslizar la punta de los dedos sobre el gesto del horror. Colocarse la máscara de piel, sudar rabia. Y desmorir
Aunque afuera la libertad tenga un nudo en las arterias.
5 comentarios:
h*o*l*a*: graxias a los que escriven estos poemas ya que apenas ayer fui golpeada por mi novio por tercera ocacion el tiene 32 años y yo 18 me doloio tanto que les suplico mujeres no se dejen y nunca anden con hombres mas grandes ni divorciados sus poemas me dan fuersa
Gracias a ti por leerme y creer. Cuìdate, da el salto, cree en ti, nadie tiene el derecho a lastimarte, tu puedes abrir el camino, sin que te aten el alma.
tengo 16 años tambien fui golpeada por un hombre de 24 ¬¬
yo vivi asi tambien con el padre de mi hijo recuerdo k despues de los golpes venian las carisias y el perdoname nunca mas vuelve a pasar pero nunca acababa asta k yo me empese aser igual de violenta no me degabamas claro k yo nunca ganaba asta k un dia desidi degarlo z mi hijo k ya asta se metia asus tres anitos a defenderme bendito dios x darme la fuerza
una mujer no merese ni ser tocada con el petalo de una rosa la violensia en una pareja no es perdonable pensemos en nuestros hijos xk eyos sufren el maltrato con nosotras no mas golpes
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