Tepoztlán de amores, Tepoztlán de dolores
Tepoztlán no es la Ciudad de México, pero este fin de semana le dio cobijo a cientos de miles de sus habitantes. Llegaron para pasar el día o para quedarse por dos o tres más, los que tuvieron la suerte de encontrar alojamiento. También fue gente de Cuautla, Amatlán, Ahuatepec y otros pueblos cercanos. Muchos de los visitantes, quizá la mayoría, buscaban al Cerro del Tepozteco. Son los que creen en él. En su poder de contagiar energía positiva, limpiar las vibraciones negativas y curar los males que padece el corazón cuando se acumula demasiada tristeza en el alma. Pero había también los que buscaban otra cosa. No se bien qué, no lo cuentan, pero buscaban. Lo noté cuando los vi subir en total silencio hacia la cima y cuando, al llegar a la pirámide, se quedaron inmóviles, sin voz, pero también sin sombra, solamente la mirada en su figura. Más tarde, al ver de lejos el cerro, pensé que quizá había yo inventado a aquellas silenciosas personas. No existen, me convencí. O existen solamente cuando escribo sobre ellas, en busca de una historia que contar.
No puedo contar demasiado sobre Tepoztlán, aunque sé de sobra sobre la resistencia que caracteriza a los tepoztecos. No conozco mucho sobre la leyenda del Tepozteco, ni sobre su historia. Pero durante el trayecto hacia la pirámide y más tarde, durante el descenso, escuché varias versiones sobre los poderes y la magia de la zona. Una de ellas tenía que ver con el tiempo. Con el tiempo que no existe desde que un niño, utilizando instrumentos musicales, su orín y piedras de obsidiana le dio forma a los cerros.
En la cima del Tepozteco no transcurre el tiempo, dijo un hombre a su pareja. Le explicó que los dioses le concedieron este don al cerro por haber hecho valientes a sus hombres y mujeres. Por eso las gigantescas rocas inclinadas nunca se desprenden del cerro. Jamás rodarán sobre las casas por más que parezcan estar apenas detenidas por el viento. Por eso también se siente tantísima energía allá arriba. Es el tiempo que no transcurre, le aseguró seriesísimo a su mujer aquel hombre y le siguió contando más y más cosas sobre dioses, piedras y guerreros, pero al cabo de unos minutos pude solamente escuchar palabras sueltas, mezcladas con las frases de otras parejas, familias, amigos que intentaban, algunos inútilmente, llegar hasta la cima para al menos tener una historia que contar. O para encontrar entre las rocas el rostro de un amigo muerto.
Hay muertos que conservan la memoria. Son los que más dolor provocan, más rabia.
Todavía me duele Tepoztlán, aún me cuesta tomar la decisión de ir. Y no me duele por lo mismo que a los tepoztecos que tienen miedo de que tanta magia acabe con la magia. En cualquier rincón, esquina, galería, patio, iglesia, plaza, se ofrece magia al mejor postor. Una sanación en media hora, un temascal ceremonial y curativo con acento extranjero, o la terapia de cuatro puertas en cama de hierbas, con la mascarilla y el té incluidos. Hasta la fotografía del Aura se anuncia en el estacionamiento más concurrido de Tepoztlán en donde también es posible participar en sesiones de meditación tibetana con el sonido de bowles de cuarzo. Todo un cruce de culturas.
Doña Mari no se queja de que venga tanta gente en Semana Santa y fines de semana. Sube la venta de quesadillas de corolines y de tacos de cecina. Pero mientras asa la flor de calabaza con un poco de epazote fresco con la que rellenará mi quesadilla, me confiesa que no entiende la moda ésta de hacerse curandero o chamán al vapor. Tampoco sabe qué es eso de las lecturas de runas que se ofrecen a la vuelta del mercado, ni menos los masajes Shíatsu. Pero no se queja. Solamente platica con quien quiera conversar sobre la vida y sus andanzas. La vida va y viene, me dice. Viene y va. Los que fundaron este lugar ya se fueron. Después vinieron nuestros padres y nos dejaron solos, como a nuestros antepasados los dioses. Ya veremos si los que vengan después traen la lluvia de la muerte o se quedan arando las rocas.
Quise hacer mil preguntas más. Quise quedarme toda la mañana con Doña Mari hablando de la memoria y de las palabras que le dejaron en la boca sus tatarabuelos. Pero no pude hacerlo. A Doña Mari la fueron a llamar al puesto de comida. Su sobrina estaba en agonía. Sólo ella podía salvarla, le dijeron sus familiares con las manos. Doña Mari se agachó y puso una canasta sobre la improvisada mesa. Sacó un puño de hierbas, colocó de nuevo la canasta en su lugar y se marchó. Otra mujer que hasta ese momento no había estado en la pequeña fonda, o al menos nadie la había visto, se encargó de que no se marchitaran las flores que nos alimentan.
Tiene varios ramos de flores alrededor de su fotografía, amarrada en uno de los barandales que dan a la plaza principal de Tepoztlán. Viste un traje indígena de la zona. Debajo de su imagen, un texto reivindica su presencia, aun muerta. “Estás con nosotros donde quiera que estés. Sigues tejiendo huipiles y bolsos en el cielo, sigues creando. Tepoztlán te mantendrá siempre cerca” No hay firma. No hace falta. La gente que lee el texto regresa al pequeño altar con una flor en la mano. Sobre todo los que conocen la causa de la muerte de la niña de la fotografía, violada hace unas cuantas semanas en esa misma calle, justo en la casa de enfrente. Todo el mundo sabe, o cree saber quién fue el culpable. Pero lo callan. Lo calló la niña de la fotografía cuando decidió morir frente a la plaza principal de Tepoztlán, colgado su cuerpo de niña de una soga. Lo calló o lo gritó, opiné cuando un grupo de personas que la conocieron me contó sobre el suicidio. No hubo ningún comentario más. Sólo miradas sobre las piedras tepoztecas.
Las noches de fin de semana en Tepoztlán no se aquietan. Lo mismo ensordecen las campanas del ex convento y las iglesias, que quiebran tímpanos los cuetes o los “espontáneos” que se arrebatan el micrófono en algunos de los bares del centro. Pero nada como las bocinas “retro” que colocan en las azoteas y desde las cuales sale un ruido infernal, no se sabe si de un conjunto de pop rock o de trash metal. De vez en cuando aparece un espacio de silencio y llanto. Pasa el viento, canta un gallo, brilla la obsidiana.
Tepoztlán no es Ciudad de México, pero disfruta los mismos amores y padece los mismos horrores. E igual que en todo México, comienza a gritar de furia, cuando escucha al viento callar. O cuando se acumulan demasiada tristeza en el alma.
2 comentarios:
Tepoztlan de mi amor: Chavela Vargas.
El artista plástico Rolf Bertschin ofrece hospedaje limpio y económico en Tepoztlán, encuéntrenlo en el Hostal Los Pinos, pueden hacer sus reservaciones al teléfono 01 (739) 39 54 568.
Rolf Bertschin es un suizo radicado en México desde hace más de 40 años de los cuales 25 ha vivido en Tepoztlan. Es litógrafo de profesión y fue introductor de la técnica de roto-grabado a nuestro país.
Además es un gran conocedor de México y seguramente es una de las personas que mejor conoce el Tepozteco y sus alrededores, a lo largo de su fructífera vida ha documentado su conocimiento y amor por Tepoztlan en una extensa colección fotográfica.
Si algún día visitan Tepoztlan y quieren conocer su trabajo, compren las postales que ofrecen los distintos comercios pues son hechas por él.
Hostal Los Pinos
Reina Xochitl esq. 5 de Mayo
Col: Centro
Tepoztlan, Morelos 62520
Tel: 01 (739) 39 54 568
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