El mundo de los decapitados o las virtudes del insomnio
Dicen que el insomnio nos llega a enloquecer; que ese es quizá su gran poder. Que más de cinco días sin dormir ni siquiera una hora completa, causa estragos al cuerpo y al pensamiento; que hace que estallen alucinaciones en las paredes de todas las habitaciones, que se desprendan del techo hileras de iguanas vivas y alacranes ciegos que buscan los ojos de aquéllos que no sueñan. Eso es lo que dicen y me consta. Aunque no sea yo la primera en decirlo, ni la única. Con palabras repletas de poesía, lo dijo a principios de 1930 Federico García Lorca que entonces vivía en Nueva York, otra ciudad insomne, otra ciudad sin sueño. Como la Ciudad de México, ciudad de mirada abierta, ciudad de piel y de pájaros cubiertos de ceniza. México y Manhattan, ciudades en las que la muerte se emborracha en las terrazas de humo y alambre de púas. Y nadie, salvo los insomnes y los poetas, consiguen mirar el dolor que trae enterrado la muerte en la minúscula herida de sus pupilas.
El insomnio también tiene virtudes. La virtud de sentir el gélido respiro de la soledad en la nuca, seguido del abrazo, real o imaginario, que el insomne busca cuando le aterra la penuria de sonidos. O el paseo por los dominios de la sombra y el encuentro fugaz con otro insomne. El cruce de las miradas cómplices, su abrazo. Sin miedo a nada. Salvo a quedarse solos y perder la memoria mientras duermen.
Dormir en la ciudad puede traer también funestas consecuencias. Sobre todo si se duerme cuando apenas acaba de cerrar la noche y no nos tomamos el tiempo que requiere prepararnos para transitar al sueño. Si así ocurre, se corre el riesgo de ver aparecer entre los sueños a ese tipo de hombres y de mujeres de carne y hueso, expertos en encontrar la hendidura perfecta para entrar a nuestros sueños, sin que nadie los haya llamado. La otra noche mi hijo que está estrenando adolescencia, se vio en su sueño paseando por las calles de una ciudad sin nombre. Alguna de las varias en las que ha vivido. Podía haber sido Beirut, o Bogotá, podría haber sido Manhattan; San Salvador o aquí en México, me dijo al alba con palabras sin color. En aquélla ciudad de sus sueño, la gente caminaba en sentido contrario al que según él debían caminar. Todos menos él. No sabe por qué lo sabe, pero todos venían hacia él y nadie detrás de él. Ni a los lados. Y sonreían. Ninguno dejó de mirarlo a los ojos ni de sonreírle. Lo extraño es que no tenían cabeza. Habían sido decapitados. Todos menos uno, cuyo rostro le pareció familiar. ¿Sonríen los decapitados? ¿En qué sitio les vi la mirada?, me preguntó más confundido que paralizado de miedo. Más queriendo conocer la razón de su sueño que deseando huir del mundo de los decapitados.
Hace años visitamos en Siria la mezquita que guarda la cabeza de Juan Bautista, la gran Mezquita de los Omeyas de Damasco, la llaman. Me extrañó que una mezquita de tanta importancia para el Islam conservara los restos de uno de los principales personajes contemporáneos de Cristo y además, su primo. Después supe que a Juan Bautista se le menciona en el Islam. Pero a mi hijo lo que le sorprendió no fue naturalmente la ubicación geográfica de una cabeza, sino el llanto que el altar a San Juan Bautista provoca entre las mujeres que a lo largo de todo el día entran a la mezquita, buscan el altar y lo rodean. Vestidas todas de burka negro, las escuchamos más que llorar, gemir, aullar, desgarrarse la voz, como si todo el dolor acumulado bajo una piel de tela emanara de pronto de las arcadas, cúpulas y columnas de lo que un día fue una de las basílicas cristianas más grandes del mundo. Mi hijo, que entonces era todavía un niño, buscaba inútilmente el rostro de las mujeres musulmanas, sus pupilas líquidas. Lloran sin ojos, me dijo. Y entonces me preguntó la razón por la que lloran con tanta tristeza las mujeres musulmanas en sus mezquitas. Es su sitio para llorar, le respondí sin pensarlo demasiado. No tienen otro.
En Colombia también vimos algunos decapitados. Las noticias sobre las ejecuciones entre un cartel de la droga y otro ocupaban gran parte de los espacios de los medios de comunicación. Alguna vez llegó una cabeza sobre una charola de plata a la puerta de una casa que se suponía había sido de uno de los grandes capos. El mismo horror lo testificamos durante la guerra en El Salvador. Mi hijo no lo recuerda. Estaba a punto de nacer cuando la guerrilla lanzó la llamada Ofensiva General. Al mes de iniciada, una unidad especial del ejército decapitó a la Compañía de Jesús, asesinando al padre Ignacio Ellacuria y a otros cinco jesuitas. Esa noche, como muchas otras noches, tuve insomnio. Un insomnio salvador.
Cuando Federico García Lorca vivió en Nueva York no conoció a Walt Whitman, para mi el mejor poeta estadounidense. Murió unos cuarenta años antes. Pero García Lorca lo percibió vivo. Y aprendió de Whitman a dejar libre el canto de la palabra. Y el canto también del cuerpo. Federico García Lorca y Walt Whitman eran insomnes. Se enamoraban despiertos y de vez en cuando lo hacían también dormidos, conforme la locura de amar se los dictaba. Con la misma fuerza con la que creían en la posibilidad de vivir en un mundo sin ojos arañados y sin niños que se sumergen a los pantanos con tal de no asistir al teatro donde las cabezas ruedan. O se quedan sin dormir, esperando que el insomnio los salve de su primera muerte e impida que les arranque el ángel transparente que de tanto en tanto aparece todavía sobre sus mejillas. El ángel al que los insomnes le jalan las alas y le ruegan que no desaparezca. Por que si lo hace morirá la luz del día y la noche no querrá ya venir más a este mundo.
Dormir en la ciudad puede traer también funestas consecuencias. Sobre todo si se duerme cuando apenas acaba de cerrar la noche y no nos tomamos el tiempo que requiere prepararnos para transitar al sueño. Si así ocurre, se corre el riesgo de ver aparecer entre los sueños a ese tipo de hombres y de mujeres de carne y hueso, expertos en encontrar la hendidura perfecta para entrar a nuestros sueños, sin que nadie los haya llamado. La otra noche mi hijo que está estrenando adolescencia, se vio en su sueño paseando por las calles de una ciudad sin nombre. Alguna de las varias en las que ha vivido. Podía haber sido Beirut, o Bogotá, podría haber sido Manhattan; San Salvador o aquí en México, me dijo al alba con palabras sin color. En aquélla ciudad de sus sueño, la gente caminaba en sentido contrario al que según él debían caminar. Todos menos él. No sabe por qué lo sabe, pero todos venían hacia él y nadie detrás de él. Ni a los lados. Y sonreían. Ninguno dejó de mirarlo a los ojos ni de sonreírle. Lo extraño es que no tenían cabeza. Habían sido decapitados. Todos menos uno, cuyo rostro le pareció familiar. ¿Sonríen los decapitados? ¿En qué sitio les vi la mirada?, me preguntó más confundido que paralizado de miedo. Más queriendo conocer la razón de su sueño que deseando huir del mundo de los decapitados.
Hace años visitamos en Siria la mezquita que guarda la cabeza de Juan Bautista, la gran Mezquita de los Omeyas de Damasco, la llaman. Me extrañó que una mezquita de tanta importancia para el Islam conservara los restos de uno de los principales personajes contemporáneos de Cristo y además, su primo. Después supe que a Juan Bautista se le menciona en el Islam. Pero a mi hijo lo que le sorprendió no fue naturalmente la ubicación geográfica de una cabeza, sino el llanto que el altar a San Juan Bautista provoca entre las mujeres que a lo largo de todo el día entran a la mezquita, buscan el altar y lo rodean. Vestidas todas de burka negro, las escuchamos más que llorar, gemir, aullar, desgarrarse la voz, como si todo el dolor acumulado bajo una piel de tela emanara de pronto de las arcadas, cúpulas y columnas de lo que un día fue una de las basílicas cristianas más grandes del mundo. Mi hijo, que entonces era todavía un niño, buscaba inútilmente el rostro de las mujeres musulmanas, sus pupilas líquidas. Lloran sin ojos, me dijo. Y entonces me preguntó la razón por la que lloran con tanta tristeza las mujeres musulmanas en sus mezquitas. Es su sitio para llorar, le respondí sin pensarlo demasiado. No tienen otro.
En Colombia también vimos algunos decapitados. Las noticias sobre las ejecuciones entre un cartel de la droga y otro ocupaban gran parte de los espacios de los medios de comunicación. Alguna vez llegó una cabeza sobre una charola de plata a la puerta de una casa que se suponía había sido de uno de los grandes capos. El mismo horror lo testificamos durante la guerra en El Salvador. Mi hijo no lo recuerda. Estaba a punto de nacer cuando la guerrilla lanzó la llamada Ofensiva General. Al mes de iniciada, una unidad especial del ejército decapitó a la Compañía de Jesús, asesinando al padre Ignacio Ellacuria y a otros cinco jesuitas. Esa noche, como muchas otras noches, tuve insomnio. Un insomnio salvador.
Cuando Federico García Lorca vivió en Nueva York no conoció a Walt Whitman, para mi el mejor poeta estadounidense. Murió unos cuarenta años antes. Pero García Lorca lo percibió vivo. Y aprendió de Whitman a dejar libre el canto de la palabra. Y el canto también del cuerpo. Federico García Lorca y Walt Whitman eran insomnes. Se enamoraban despiertos y de vez en cuando lo hacían también dormidos, conforme la locura de amar se los dictaba. Con la misma fuerza con la que creían en la posibilidad de vivir en un mundo sin ojos arañados y sin niños que se sumergen a los pantanos con tal de no asistir al teatro donde las cabezas ruedan. O se quedan sin dormir, esperando que el insomnio los salve de su primera muerte e impida que les arranque el ángel transparente que de tanto en tanto aparece todavía sobre sus mejillas. El ángel al que los insomnes le jalan las alas y le ruegan que no desaparezca. Por que si lo hace morirá la luz del día y la noche no querrá ya venir más a este mundo.
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