martes, mayo 8

El violin de la memoria

El silencio cubre como una nube transparente las miradas de los campesinos. El silencio en la montaña, sobre la rama de un árbol, encima de los caminos de tierra y del asfalto, en las piernas que huyen hacia el silencio donde la calma se apodera de los niños y de las mujeres y los abriga. Y donde el sonido de un violín no quiebra ese silencio. Al contrario, lo extiende, lo protege, lo resguarda del día en que se acabe la música.


Varias personas salieron llorando de la sala de cine donde se proyecta “El violín”, de Francisco Vargas. Es extraordinaria, dijo una mujer, pero dura, muy dura. Su compañero intentó comentar algo, pero se le quebró la voz y enmudeció. Algo tiene “El violín”, más allá de la crudeza de la historia. Algo que recorre las venas, que proyecta calor en las pupilas y despierta antiguas cicatrices. Cicatrices del alba.

La noche que fui a ver “El violín” soñé que la Ciudad de México estaba vacía. Nadie en sus calles. Ningún automóvil, camión, turibus, bicicletas, nada. Ni siquiera vendedores ambulantes, cantantes, carteristas, violinistas, niños de la calle, carritos de elotes, danzantes, curanderos, nadie. Lo que más me angustió fue la ausencia de palabras. Si no hay palabras, no habrá escritura, pensé en mi sueño y me pasé toda la noche buscando un par de vocales, tres consonantes, algún verbo. Cualquier cosa que sirviera para escribir que el origen de todo, aún el origen de la música, es el vacío de palabra. Escrito lo anterior, el silencio recobraría su sentido.

El amigo con el que fui al cine salió también muy conmovido. Pero fue una conmoción diferente la suya, más íntima. Lloró por dentro y por fuera. Lloró los rostros de los campesinos y la mugre en sus camisas rotas, sus pies descalzos, el hambre en los labios cerrados. Pero también la mirada encendida de los niños, sus voces como de río, sus manos y sus sonrisas de viento. De viento y barro. Así es el campo de México, de norte a sur. Las mismas arrugas sobre la piel sin edad, las escuálidas milpas, las piedras, las rocas, la sonrisa desnuda, sin tapujos, el olor a leña en la comida, en el café, en el queso envuelto, en las tortillas, recordamos al salir del cine mi amigo y yo. Y recordar en ocasiones, desata el llanto. En el campo de México todo es igual a si mismo. Todo lo que está presente es real, tangible, está vivo. Por eso en el campo de México todo es memoria.

En la ciudad nos tropezamos frecuentemente con el olvido. Y aceptamos su mano tendida. Y vivimos así, de la mano del olvido. No volvemos a recordar los rostros, las miradas, los pies, los olores a leña, la sonrisa, los trapitos que cubren el cuerpo de los niños en el campo. Los trapitos que duran y duran, cómo decía mi bisabuela cuando se negaba a tirar alguna prenda mil veces utilizada. ¡Qué durar de trapito!, alzaba la voz y cuando confirmaba que alguien la estaba escuchando continuaba:

¡Qué durar de trapito!,
primero nagua blanca mía,
después calzón de mi marido,
luego pañal del niño y ahora
servilleta de mi tortilla.

Mi bisabuela se parecía a Plutarco Hidalgo. Tenía las mismas arrugas en el rostro, las manchas de tiempo en la piel, el color de un sol anterior a este tiempo. Tenía la manía de contar historias antiguas para protegerlas de la muerte, como Plutarco. Solo que mi bisabuela no era violinista, ni perdió una mano, ni tenía un hijo Genaro y un nieto Lucio. Pero como Plutarco Hidalgo, que en realidad se llama Angel Tabira, estaba convencida de que vendrían tiempos mejores. No era de las que decían que todo tiempo pasado fue mejor. Nunca se le ocurrió. Vendrán tiempos mejores, a su tiempo, decía una y mil veces y luego callaba por un largo periodo. O dos. Pensaba que el silencio, si se sabe sentir, teje forma a la memoria.
Mi bisabuela nunca viajó en avión. Tampoco lo había hecho Ángel Tabira hasta hace poco cuando tuvo que subirse a uno para recibir el premio que le concedieron en el Festival de Cannes como mejor actor, sin haber sido nunca actor. Me pregunto si viajó con su violín o si lo dejó enterrado en su milpa y cubierto con un trapito. Me pregunto con quién habrá platicado sobre su pueblo y a quién le contó que aprendió a tocar el violín a cuerazos. Quizá se encontró con alguien que vivió, como él, una infancia en la miseria. Y tal vez, solo tal vez, pudo convencerlo de aprender a sentir el silencio. El silencio que se tiende como una nube sobre la memoria. Y que protege el sonido de un violín y a la palabra. El silencio que nos hace recordar que recordar provoca el llanto. Pero tal vez, solo tal vez, ayude a evitar que se acabe la música.

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