La más grande flor que García Márquez ha regalado
A mediados del 2005 una mujer de 85 años recibió en su casa de la ciudad de México, la flor más grande de Cien Años de Soledad. Fue el propio García Márquez quien la dibujó en la primera página de un ejemplar de su obra. La mujer lo tomó en sus manos, lo abrió, miró el dibujo y leyó “La flor más grande de esta historia es para Agus, la nana” Antes de comenzar el libro, la nana recordó tiempos con sabor a café. Y sonrió la sonrisa de los sabios que ignoran que lo son.
Agus había trabajado durante años en la casa de la familia Coudurier. De vez en cuando la mandaban a cobrar la renta de una casa que Luís Coudurier tenía en alquiler. Él mismo iba cuando podía. A ambos les gustaba hacerlo. Apenas tocaban a la puerta y una mujer radiante y dulce los invitaba a pasar a la sala. Mientras tomaban café colombiano, Agus o el señor Coudurier compartían historias con los García Márquez. Historias de sueños inventados y esmeraldas de vidrio. Pero un día los García Márquez dejaron de pagar la renta. Seis meses después, Luís Coudurier se los recordó. Y Mercedes le dijo que le pagarían la deuda completa en seis meses más. El no sabía quién era Gabo. Pero algo intuyó, algo leyó en su rostro, en su voz o en sus manos. Sabía solamente que hacía medio año, durante un viaje de los García Márquez a Acapulco, Gabo estuvo insoportable. Apenas pronunciaba palabra. Atendía poco a sus hijos. Ignoraba la presencia de Mercedes. No encontró paz hasta que llegó a su departamento, se sentó en su escritorio y escribió lo que el coronel Aureliano Buendía recordaría frente al pelotón de fusilamiento. A partir de ese momento, no hubo modo de detenerlo. No dejó de escribir ni un solo día, hasta que completó las 590 cuartillas a doble espacio que envió a Argentina bajo el título Cien Años de Soledad.
Luis Coudurier no dijo nunca nada a su familia. Ni cuando le dejaron de pagar el alquiler, ni cuando saldaron su deuda, tal como Mercedes lo había prometido, con las primeras regalías que les envió Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana. El propietario de la casa número 19 de la calle de la Loma en Lomas de San Angel Inn, no habló con nadie sobre sus inquilinos. Por eso nadie supo si Luís Coudurier tuvo una premonición, o creyó por quién sabe qué motivo a ciegas en García Márquez. O lo hizo simplemente como un acto de generosidad. Un acto de generosidad que en cualquier caso, hoy agradecen millones de lectores a quienes Cien Años de Soledad les ha concedido el placer de sentir caricias en el alma.
Ana y Laura Coudurier, hijas del propietario y amigas entrañables me contaron la historia, después de que Laura la escuchara del propio García Márquez en un evento donde se encontraron. García Márquez, que se había enterado de la presencia de Laura por una amiga común, se acercó a saludarla, la tomó del brazo y delante de todos los presentes dijo: “Soy lo que soy por el papá de esta mujer, si él no hubiera creído en mí, no sabemos qué me hubiera deparado el destino”. Acto seguido le solicitó a Laura que organizara un encuentro con su padre. Me urge verlo, aseguró. Dos meses más tarde la familia Coudurier y la nana Agus compartieron seis horas de plática y comida mexicana con los García Márquez. Ahí recordaron las modificaciones que le hicieron al departamento para que Gabo pudiera aislarse del ruido. Hablaron del tiempo en que Gabo dejó de escribir guiones para Alfredo Ripstein, quien aparece en el contrato de renta como el aval de Gabo; del café tan sabroso que les mandaban de Colombia, de las idas y venidas de Mercedes al Monte de Piedad para ver si acaso le daban algo por las joyas que le heredó su familia y que ella ingenuamente consideró auténticas.
Mercedes se las arregló como pudo para sacar adelante a sus hijos Gonzalo y Rodrigo. El propio Gabo lo contó en marzo anterior en su discurso pronunciado en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Contó Gabo las penurias que pasaron y sin decir su nombre, hizo por segunda ocasión pública la anécdota sobre su casero a quien describe como “el buen licenciado, un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido”.
Al encuentro con los García Márquez, los Coudurier llevaron cada uno un ejemplar de Cien Años de Soledad. Antes de despedirse, Gabo se los dedicó. A todos menos a la nana que no había llevado ningún libro. Al día siguiente Agus lloraba de emoción sobre la flor más grande de Cien Años de Soledad. Cuando Laura Coudurier se casó, se mudó a la casa de la calle de la Loma 19. En 1982, cuando le concedieron el Nóbel de Literatura a García Márquez, Laura recibió una llamada telefónica. Colocarían, le informaron, una placa en la fachada de la casa para que quedara constancia del sitio donde se escribió la segunda obra más importante de la literatura de la lengua castellana. Unos días más tarde develaron la placa, pero Gabo no asistió a la ceremonia. Las placas son para los muertos, dijo al disculparse.
Después de su primer encuentro, Luís Coudurier y Gabriel García Márquez acordaron reunirse nuevamente los dos solos. Gabo estaba interesado en que su antiguo casero le contara su experiencia como Oficial Mayor de la Ciudad de México. Fijaron la fecha, pero Luís Coudurier no consiguió llegar. Seis horas antes de la cita, su corazón se detuvo. En la fachada de la casa número 19 de la calle de la Loma no existe ninguna placa. Tan sólo dos días después de develada desapareció. A sus 87 años, la nana Agus sigue recordando a los colombianos que le ofrecían café y le contaban historias de un pueblo imaginario donde una mujer y sus hijos sembraban en su huerta el plátano y la malanga, la yuca y el ñáme, la ahuyama y la berenjena. Y sigue sonriendo cuando toma en su mano una flor. La más grande flor que Gabo ha regalado.
Agus había trabajado durante años en la casa de la familia Coudurier. De vez en cuando la mandaban a cobrar la renta de una casa que Luís Coudurier tenía en alquiler. Él mismo iba cuando podía. A ambos les gustaba hacerlo. Apenas tocaban a la puerta y una mujer radiante y dulce los invitaba a pasar a la sala. Mientras tomaban café colombiano, Agus o el señor Coudurier compartían historias con los García Márquez. Historias de sueños inventados y esmeraldas de vidrio. Pero un día los García Márquez dejaron de pagar la renta. Seis meses después, Luís Coudurier se los recordó. Y Mercedes le dijo que le pagarían la deuda completa en seis meses más. El no sabía quién era Gabo. Pero algo intuyó, algo leyó en su rostro, en su voz o en sus manos. Sabía solamente que hacía medio año, durante un viaje de los García Márquez a Acapulco, Gabo estuvo insoportable. Apenas pronunciaba palabra. Atendía poco a sus hijos. Ignoraba la presencia de Mercedes. No encontró paz hasta que llegó a su departamento, se sentó en su escritorio y escribió lo que el coronel Aureliano Buendía recordaría frente al pelotón de fusilamiento. A partir de ese momento, no hubo modo de detenerlo. No dejó de escribir ni un solo día, hasta que completó las 590 cuartillas a doble espacio que envió a Argentina bajo el título Cien Años de Soledad.
Luis Coudurier no dijo nunca nada a su familia. Ni cuando le dejaron de pagar el alquiler, ni cuando saldaron su deuda, tal como Mercedes lo había prometido, con las primeras regalías que les envió Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana. El propietario de la casa número 19 de la calle de la Loma en Lomas de San Angel Inn, no habló con nadie sobre sus inquilinos. Por eso nadie supo si Luís Coudurier tuvo una premonición, o creyó por quién sabe qué motivo a ciegas en García Márquez. O lo hizo simplemente como un acto de generosidad. Un acto de generosidad que en cualquier caso, hoy agradecen millones de lectores a quienes Cien Años de Soledad les ha concedido el placer de sentir caricias en el alma.
Ana y Laura Coudurier, hijas del propietario y amigas entrañables me contaron la historia, después de que Laura la escuchara del propio García Márquez en un evento donde se encontraron. García Márquez, que se había enterado de la presencia de Laura por una amiga común, se acercó a saludarla, la tomó del brazo y delante de todos los presentes dijo: “Soy lo que soy por el papá de esta mujer, si él no hubiera creído en mí, no sabemos qué me hubiera deparado el destino”. Acto seguido le solicitó a Laura que organizara un encuentro con su padre. Me urge verlo, aseguró. Dos meses más tarde la familia Coudurier y la nana Agus compartieron seis horas de plática y comida mexicana con los García Márquez. Ahí recordaron las modificaciones que le hicieron al departamento para que Gabo pudiera aislarse del ruido. Hablaron del tiempo en que Gabo dejó de escribir guiones para Alfredo Ripstein, quien aparece en el contrato de renta como el aval de Gabo; del café tan sabroso que les mandaban de Colombia, de las idas y venidas de Mercedes al Monte de Piedad para ver si acaso le daban algo por las joyas que le heredó su familia y que ella ingenuamente consideró auténticas.
Mercedes se las arregló como pudo para sacar adelante a sus hijos Gonzalo y Rodrigo. El propio Gabo lo contó en marzo anterior en su discurso pronunciado en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española. Contó Gabo las penurias que pasaron y sin decir su nombre, hizo por segunda ocasión pública la anécdota sobre su casero a quien describe como “el buen licenciado, un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido”.
Al encuentro con los García Márquez, los Coudurier llevaron cada uno un ejemplar de Cien Años de Soledad. Antes de despedirse, Gabo se los dedicó. A todos menos a la nana que no había llevado ningún libro. Al día siguiente Agus lloraba de emoción sobre la flor más grande de Cien Años de Soledad. Cuando Laura Coudurier se casó, se mudó a la casa de la calle de la Loma 19. En 1982, cuando le concedieron el Nóbel de Literatura a García Márquez, Laura recibió una llamada telefónica. Colocarían, le informaron, una placa en la fachada de la casa para que quedara constancia del sitio donde se escribió la segunda obra más importante de la literatura de la lengua castellana. Unos días más tarde develaron la placa, pero Gabo no asistió a la ceremonia. Las placas son para los muertos, dijo al disculparse.
Después de su primer encuentro, Luís Coudurier y Gabriel García Márquez acordaron reunirse nuevamente los dos solos. Gabo estaba interesado en que su antiguo casero le contara su experiencia como Oficial Mayor de la Ciudad de México. Fijaron la fecha, pero Luís Coudurier no consiguió llegar. Seis horas antes de la cita, su corazón se detuvo. En la fachada de la casa número 19 de la calle de la Loma no existe ninguna placa. Tan sólo dos días después de develada desapareció. A sus 87 años, la nana Agus sigue recordando a los colombianos que le ofrecían café y le contaban historias de un pueblo imaginario donde una mujer y sus hijos sembraban en su huerta el plátano y la malanga, la yuca y el ñáme, la ahuyama y la berenjena. Y sigue sonriendo cuando toma en su mano una flor. La más grande flor que Gabo ha regalado.
1 comentario:
nnnn
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