¿Morirá la Ciudad de México?
Hablar de la Ciudad de México no me ha sido nunca fácil. A lo largo de los años y mientras viví en el extranjero fueron aumentando las preguntas de los otros sobre mi ciudad y sus males. Que si la inseguridad, contaminación, robos, secuestros. Que las zonas prohibidas, la miseria, los rincones con bultos de niños, el desamparo, el miedo. Mi argumento al principio era siempre el mismo. No es toda la ciudad, decía. No son todos sus habitantes los que la maltratan, la desfiguran, le abren una o dos heridas en las piernas o intentan dejarla sin ojos. Mi familia entera vive ahí, argumentaba. Ahí trabajan, pasean, duermen y quizá uno que otro sueñe que algún día la Ciudad de México recuperará su forma de agua, se lavará la cara por las noches y despertará húmeda de vida para emerger del fondo del pantano donde hoy se sofoca. El pantano de la agonía.
Las grandes ciudades comparten los mismos males, decía también a mis amigos extranjeros. Pero de casi nada valían mis argumentos, sobre todo frente a los españoles. En Madrid, a pesar de los cada vez más constantes robos, poco se sabe sobre pájaros que mueren envenenados por el aire y del miedo que se acomoda cada mañana en la mirada de los habitantes de las calles de la ciudad. Aún así, en los últimos años testifiqué en Madrid un nuevo fenómeno que si bien no le ha arrancado a la ciudad su capacidad de ser libre, sí trastocó su perfil y su forma habitual de hacerse escuchar. Me refiero al fenómeno de la migración. A los millones de extranjeros que se han acomodado en Madrid y otras ciudades de España. Latinoamericanos, árabes, orientales, africanos que le han cambiado el color a las calles de varios barrios de la ciudad donde el silencio, aún en la hora de la siesta, está en franca extinción. La causa, la irrupción de miles de carcajadas, risas y gritos infantiles. Los emigrantes no solamente llegan con sus hijos, sino que además en muy poco tiempo la familia retoma su ritmo natural de crecimiento. Un ritmo que hace mucho tiempo dejó de asemejarse al de las familias españolas. Donde más se nota es en el alumnado de las escuelas, donde los niños aprenden en la práctica a respirar el aire nuevo del mundo. Pero de un tiempo para acá, no solo en la práctica, las editoriales han respondido a este nuevo escenario y los orienta. Me contó un amigo español que las librerías están atestadas de títulos infantiles y juveniles que enfocan la diversidad cultural. Cuentos árabes, relatos sobre la selva, poemas de niños africanos y cuentos populares gitanos, entre otros, pronuncian las realidades de los niños que crecen en una ciudad que por el momento intenta tenderles la mano.
En las ciudades es también donde más padecen las mujeres la violencia machista. Es ahí donde se produce el mayor número de asesinatos de mujeres por sus parejas o ex parejas. De entre 23 países europeos, España se sitúa casi a la cola en número de asesinadas. Me sorprendió el dato pues hasta el año pasado a diario se difundían dolorosas historias sobre los crímenes que se cometen a plena luz del día y pensé que estaba entre los primeros. Después entendí que lo que sucede es que en España los noticieros radiales y televisivos, al igual que la prensa escrita, han emprendido una campaña, ignoro si concertada o no, de difusión del horror que padecen las mujeres cuando su pareja decide que con él o con nadie. Y las queman vivas, les pasan encima el automóvil dos o tres veces, las apuñalan, les cortan la cara y las avientan de un tercer piso, de un sexto. Y avientan también la imagen una y otra vez al mundo. Por si acaso queda alguien capaz de morir de vergüenza.
En la Ciudad de México la violencia intrafamiliar está tipificada como delito desde hace apenas unos años. Y aunque no sea tan aparatoso como en Madrid, existe y se extiende. Casi invisible, la violencia hurta trozos de vida, la inutiliza. Y apenas lo escuchamos. Sólo cuatro de cada diez mujeres agredidas lo denuncian. De éstas solo tres consiguen entablar un procedimiento legal.
El silencio lo impone el temor a las represalias, la desconfianza en la justicia, la burocracia. El silencio lo impone una sociedad que poco a poco ha ido olvidando a sentir. Y es que sentir es para cada vez más gente, un fastidio. Un obstáculo, como pensar. En verdad pensar.
Hablar de mi ciudad no me ha sido nunca fácil. Aunque confieso que no dejado de hacerlo casi nunca. Al menos cuando vivía fuera de ella hablaba y hablaba de la ciudad en la que crecí y aprendí a mirar a fuerza de mirarla. En una ocasión imaginé sus ojos. Quería verlos. Para conocer la edad de la ciudad en su mirada. Mirar, decía Fernando Pessoa, vale más la pena que vivir. Sólo que mirar también es vivir. Es ahí donde la vida se tiende y aletea sin apenas moverse. En la mirada.
Escribir sobre la Ciudad de México ha sido menos arduo. La escritura siempre fluye con más valor que la palabra hablada. Llega más lejos y nos abre el espacio para callar. Escribo en silencio sobre la Ciudad de México y cuento los sueños que tuve de niña en sus parques y plazas. Y de cuando a nadie aterraban las calles ni la noche y los secuestradores de niños eran un personaje más de un cuento o de una leyenda, los “robachicos”, le decían. O el hombre del costal. Algunos días decido ir a buscar una historia viva a los barrios del centro o de la periferia de la ciudad. Entonces la palabra se va por su cuenta, me aventaja. Y la gente, lejos de rechazar mi indirecta oferta de iniciar una plática, sonríe, habla, cuenta la historia que nunca ha contado, aunque lo haya hecho mil veces, porque las historias contadas son siempre nuevas. Idénticas a nada. Después las escribo y cobran una nueva vida, también distinta, también única. Como cuando escribí sobre el chamán que recorre a diario las principales avenidas del sur de México, cargado de pócimas y hierbas que sanan casi todos los dolores, menos el dolor de la ciudad que enloquece, se desespera, tiembla y se extiende en el territorio de la soledad.
No me gusta decirle D. F. a la Ciudad de México. Antes sí. Pero defe suena a objeto, no a canto. Y no se puede escribir un objeto. O se podría, pero la Ciudad de México no es un objeto, ni un anuncio publicitario, ni un avión. Se puede escribir sobre eso, pero sería como no escribir. Como no mirar. Como creer que ya no hay remedio. Y sentarnos a esperar la llegada del día en que la Ciudad de México habrá de morir. Seca, muda, sin ningún poema que la salve. Sin nadie que la piense. Sería como dejar de soñar en que un día recuperará su forma de agua, se lavará la cara por las noches y despertará húmeda de vida para emerger del fondo del pantano donde hoy se sofoca. El pantano de la desesperanza.
Las grandes ciudades comparten los mismos males, decía también a mis amigos extranjeros. Pero de casi nada valían mis argumentos, sobre todo frente a los españoles. En Madrid, a pesar de los cada vez más constantes robos, poco se sabe sobre pájaros que mueren envenenados por el aire y del miedo que se acomoda cada mañana en la mirada de los habitantes de las calles de la ciudad. Aún así, en los últimos años testifiqué en Madrid un nuevo fenómeno que si bien no le ha arrancado a la ciudad su capacidad de ser libre, sí trastocó su perfil y su forma habitual de hacerse escuchar. Me refiero al fenómeno de la migración. A los millones de extranjeros que se han acomodado en Madrid y otras ciudades de España. Latinoamericanos, árabes, orientales, africanos que le han cambiado el color a las calles de varios barrios de la ciudad donde el silencio, aún en la hora de la siesta, está en franca extinción. La causa, la irrupción de miles de carcajadas, risas y gritos infantiles. Los emigrantes no solamente llegan con sus hijos, sino que además en muy poco tiempo la familia retoma su ritmo natural de crecimiento. Un ritmo que hace mucho tiempo dejó de asemejarse al de las familias españolas. Donde más se nota es en el alumnado de las escuelas, donde los niños aprenden en la práctica a respirar el aire nuevo del mundo. Pero de un tiempo para acá, no solo en la práctica, las editoriales han respondido a este nuevo escenario y los orienta. Me contó un amigo español que las librerías están atestadas de títulos infantiles y juveniles que enfocan la diversidad cultural. Cuentos árabes, relatos sobre la selva, poemas de niños africanos y cuentos populares gitanos, entre otros, pronuncian las realidades de los niños que crecen en una ciudad que por el momento intenta tenderles la mano.
En las ciudades es también donde más padecen las mujeres la violencia machista. Es ahí donde se produce el mayor número de asesinatos de mujeres por sus parejas o ex parejas. De entre 23 países europeos, España se sitúa casi a la cola en número de asesinadas. Me sorprendió el dato pues hasta el año pasado a diario se difundían dolorosas historias sobre los crímenes que se cometen a plena luz del día y pensé que estaba entre los primeros. Después entendí que lo que sucede es que en España los noticieros radiales y televisivos, al igual que la prensa escrita, han emprendido una campaña, ignoro si concertada o no, de difusión del horror que padecen las mujeres cuando su pareja decide que con él o con nadie. Y las queman vivas, les pasan encima el automóvil dos o tres veces, las apuñalan, les cortan la cara y las avientan de un tercer piso, de un sexto. Y avientan también la imagen una y otra vez al mundo. Por si acaso queda alguien capaz de morir de vergüenza.
En la Ciudad de México la violencia intrafamiliar está tipificada como delito desde hace apenas unos años. Y aunque no sea tan aparatoso como en Madrid, existe y se extiende. Casi invisible, la violencia hurta trozos de vida, la inutiliza. Y apenas lo escuchamos. Sólo cuatro de cada diez mujeres agredidas lo denuncian. De éstas solo tres consiguen entablar un procedimiento legal.
El silencio lo impone el temor a las represalias, la desconfianza en la justicia, la burocracia. El silencio lo impone una sociedad que poco a poco ha ido olvidando a sentir. Y es que sentir es para cada vez más gente, un fastidio. Un obstáculo, como pensar. En verdad pensar.
Hablar de mi ciudad no me ha sido nunca fácil. Aunque confieso que no dejado de hacerlo casi nunca. Al menos cuando vivía fuera de ella hablaba y hablaba de la ciudad en la que crecí y aprendí a mirar a fuerza de mirarla. En una ocasión imaginé sus ojos. Quería verlos. Para conocer la edad de la ciudad en su mirada. Mirar, decía Fernando Pessoa, vale más la pena que vivir. Sólo que mirar también es vivir. Es ahí donde la vida se tiende y aletea sin apenas moverse. En la mirada.
Escribir sobre la Ciudad de México ha sido menos arduo. La escritura siempre fluye con más valor que la palabra hablada. Llega más lejos y nos abre el espacio para callar. Escribo en silencio sobre la Ciudad de México y cuento los sueños que tuve de niña en sus parques y plazas. Y de cuando a nadie aterraban las calles ni la noche y los secuestradores de niños eran un personaje más de un cuento o de una leyenda, los “robachicos”, le decían. O el hombre del costal. Algunos días decido ir a buscar una historia viva a los barrios del centro o de la periferia de la ciudad. Entonces la palabra se va por su cuenta, me aventaja. Y la gente, lejos de rechazar mi indirecta oferta de iniciar una plática, sonríe, habla, cuenta la historia que nunca ha contado, aunque lo haya hecho mil veces, porque las historias contadas son siempre nuevas. Idénticas a nada. Después las escribo y cobran una nueva vida, también distinta, también única. Como cuando escribí sobre el chamán que recorre a diario las principales avenidas del sur de México, cargado de pócimas y hierbas que sanan casi todos los dolores, menos el dolor de la ciudad que enloquece, se desespera, tiembla y se extiende en el territorio de la soledad.
No me gusta decirle D. F. a la Ciudad de México. Antes sí. Pero defe suena a objeto, no a canto. Y no se puede escribir un objeto. O se podría, pero la Ciudad de México no es un objeto, ni un anuncio publicitario, ni un avión. Se puede escribir sobre eso, pero sería como no escribir. Como no mirar. Como creer que ya no hay remedio. Y sentarnos a esperar la llegada del día en que la Ciudad de México habrá de morir. Seca, muda, sin ningún poema que la salve. Sin nadie que la piense. Sería como dejar de soñar en que un día recuperará su forma de agua, se lavará la cara por las noches y despertará húmeda de vida para emerger del fondo del pantano donde hoy se sofoca. El pantano de la desesperanza.
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