El habla oculta de la Ciudad
Hay historias que no se dejan escribir. Se defienden, patalean, se ponen furiosas, simulan haberse cortado las venas. Se pintan de rojo las arterias del sonido y hasta consiguen hacerse las muertas. Hay historias que nos ponen a temblar cuando se plantan altivas frente la memoria y nos retan. Son las historias que inventamos antes de poderlas pronunciar. Antes de que ellas sean las que acaben por convencernos de haber sido lo que nunca fuimos.
Aunque lo que nunca fuimos es también una verdad.
La otra mañana se preguntaba en su blog Alejandro Aura dónde queda lo que somos. Si en el recuerdo o en la imaginación. Y es que siempre que contamos a trozos nuestra vida, nace otra parte de nosotros. Lo que fuimos sin haber sido, pero que de todas formas somos porque así nos recordamos. Y vamos hilvanando con hilos de palabras esa otra parte de nosotros que brota, como agua dulce, del recuerdo imaginado.
Entre una y otra actividad, este tema ha estado rondando en mi mente durante la última semana. Surge cuando camino por el Zócalo de la ciudad de México y cruza frente a mi una mujer que completamente desnuda pide tierra para sembrar su maíz, y a la que ya pocos miran. O un hombre de hojalata que permanece parado e inmóvil a la orilla de una calle hasta que comienza la lluvia o el desalojo. O la mujer policía con los ojos maquillados de azul celeste y verde luminoso que para espantar el cansancio o el hambre coquetea con un taxista; el muchacho sin piernas que camina sobre una tabla de madera; el niño que en tres segundos limpia el parabrisas de un automóvil y sonríe cuando se le mira a los ojos. Los miro y me pregunto cómo contarán ellos la historia de su día cuando llegue la noche. O mañana. O ya cuando sean viejecitos. Pero tal vez ni siquiera la cuenten y si lo hicieran, no lo harían como yo la escribiría el día en que intente escribir la vida de las mujeres que caminan desnudas en el centro de la ciudad más grande del mundo pidiendo que escuchen sus demandas de tierra.
En esas he andado esta semana, buscando el habla oculta de la ciudad, pero sin reflexionarlo mucho pues el trabajo me ha dejado solo un manojito de tiempo libre que más bien he empleado para tomarme una copa de vino en el silencio inquieto que aparece cuando cerramos la mirada. Un silencio que inquieta sin lastimar, ni menos se enreda en las manos, porque aletea sin volar. Más bien ampara, alivia el cansancio.
La otra noche una amiga que tocó a mi puerta para conversar un rato, sin saber que el tema lo traigo pegado a la piel, me dijo que las historias que han dejado de existir es mejor callarlas. Para no sentir al viento soplar hurgando en las páginas de lo que ya otros han leído. Que no valía la pena, me insistió, comenzar a contar lo que fuimos si en realidad no sabemos dónde queda lo que fuimos, si en el recuerdo o en la imaginación. Las mismas palabras que había yo leído en el blog de mi querido amigo Aura. Para qué perder el tiempo soltando historias que no sabemos quién escuchará ni cómo. Al oírla pensé en los años en que nos conocimos y comenzamos juntas a mirar el mundo con ojos adolescentes que creían en el mundo y en las historias que construíamos. Historias todas que tenían que ver con dignidad, solidaridad, igualdad. Así hablábamos cuando éramos adolescentes y escuchábamos las historias que México nos contaba a diario y que existen porque nadie las calló. Ni el viento, ni el cansancio, ni el miedo, ni siquiera el poema que algún poeta dejó en blanco.
El blanco, me dijo otra amiga una noche, es un negro luminoso. Así lo miran los niños ciegos en el libro que acaba de inventar mi amiga para que los niños ciegos sonrían cuando descubran que el negro es luminoso y el rojo es negro cuando se acaricia a ciegas una fresa. O que el amarillo se hunde color tierra cuando cae la tarde.
O sea, nada es imposible.
Hay que contar todas las historias que guardamos en la memoria, respondí a la propuesta de mi amiga que más bien quería silenciarlas. Si no le sirven a nadie, repitió. Para qué. Para hablar, le dije. Para que escuchen los adolescentes de hoy la palabra adolescente que aún sobrevive en uno que otro adulto. Y para que escuchen también los que también estuvieron ahí cuando estuvimos y recuerden cómo éramos en los setenta, en los ochenta, en los noventa. Hace tan poco tiempo que se nos olvida tanto. Hace tan poco que muchos no recuerdan casi nada.
Quizá ya no interese. Pero qué más da, nada se pierde, a nadie daña. Al contrario, si alguien por casualidad escucha que solíamos escuchar lo que otros decían, quizá se interesen en saber la causa de nuestra adulta locura. Adulta y muchas veces también, oculta locura. Por mi parte tomé al final de la semana la decisión de ir hilando la imagen de las historias que viví cuando México nos decía que valía la pena tenderle la mano a nuestros vecinos del sur y muchos nos lanzamos a buscar la forma de dibujarle al mundo un cuerpo nuevo. Libre, fresco. Las iré hilando a base de trazos y sonidos quietos. Sin perturbar la libertad que busca desesperadamente el alma de quienes de tanto en tanto vuelven a creer que es todavía posible sorprendernos, indignarnos, rabiar y sonreír la sonrisa del niño que un día dejará de limpiar parabrisas para hablar el habla oculta de la calle. Y quizá incluso hasta nos cuente en tiempo pasado los horrores que hoy vive.
Hoy sigue la luz en la calle. Afuera continúan los gritos que temen al silencio, pero el viento lucha fuerte por su poder. Un viento urbano transparente y visible.
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