Una antigua maravilla mexicana
Fue un amigo español quien me dio la noticia sobre la designación de la pirámide de Kukulcán en Chichén Itzá como una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo. Confieso que casi me había olvidado que el sábado era siete del siete del dos mil siete, el día que eligieron para dar a conocer el resultado del voto de cien millones de personas. Por ello cuando recibí la llamada telefónica se me vinieron a la mente las mil preguntas que quería formularle sobre el debate que sostuvo hace unos días el presidente José Luis Rodríguez Zapatero con el líder de la oposición Mariano Rajoy. Me urgía saber qué pensaba él y el resto de mis amigos sobre la renovación del gobierno que Zapatero anunció dos días después del debate que incrementó sensiblemente su popularidad. Pero mi amigo tenía más preguntas que yo. Y más urgencia. Necesitaba escucharme hablar sobre la sabiduría de la cultura maya, deshilvanar los secretos de su magia y de su historia; entender cómo es posible escuchar el oculto sonido de una serpiente emplumada cuya sombra desciende una vez al año desde la cima de la pirámide para anunciar la llegada del equinoccio de primavera. Y cómo la luz, también oculta, transparenta poco a poco la vida, como una piedra de cristal.
No es que me de igual, le dije cuando se dio cuenta de que no estaba muy al tanto de la gigantesca campaña mediática que se lanzó en torno a Chichén Itzá y el resto de las obras que compitieron. No me interpretes mal, le dije a mi amigo sin decirle nada nuevo. Me pasa lo mismo con el fútbol, no lo tengo en la mente, le expliqué como convenciéndolo de lo que él sabía mejor que yo sobre mi, pero finalmente acabamos hablando casi una hora de otras siete o setenta, o setecientas maravillas con las que uno se tropieza en México.
Hoy comí en el centro de la Ciudad de México le comenté. Y sostuve un diálogo con al menos diecinueve miradas. O más. Hablamos mi hijo adolescente y yo con los vendedores ambulantes que antes de pronunciar palabra alguna hablan con su voz invisible. Es su terreno. Y todo depende de la forma cómo uno reciba el mensaje y de la respuesta que se le dé para salir de la zona repleto de historias y de aire limpio. Todo en la Ciudad de México es subjetivo. Al menos un siete del siete del dos mil siete. O un día antes, o uno después.
Kukulcán, la Serpiente Emplumada, cobra vida un día al año en la pirámide en la que se le rinde culto, como prueba de la sabiduría de los antiguos mayas. Ya nadie lo duda. Es ella misma sobre la piedra. Es el Quetzalcoatl maya. Mitad dios, mitad humano, llegó a Yucatán como invasor tolteca para establecerse en Chichén Itzá, donde se le veía comunicarse por igual con dioses y demonios. El amo y señor del agua quien, como dios del viento barría el camino que habrían de tocar los dioses de la lluvia. Pero que también habitó y habita en las calles de la ciudad donde se siente su presencia, sobre todo en este julio de viento y lluvia. En este territorio urbano de agua donde nada ha sido aún descubierto, aunque se sepa casi todo. A pesar de los innumerables poetas que le han cantado, todavía existe el misterio. El líquido misterio de una ciudad que abre las puertas de la noche para acariciar a todo aquél que desde el laberinto de la soledad grite su nombre. El nombre de un monstruo que aguarda siempre, sin saber lo que aguarda. Y se estremece al desear siempre desear.
Hoy comí en el centro de la Ciudad de México le comenté. Y sostuve un diálogo con al menos diecinueve miradas. O más. Hablamos mi hijo adolescente y yo con los vendedores ambulantes que antes de pronunciar palabra alguna hablan con su voz invisible. Es su terreno. Y todo depende de la forma cómo uno reciba el mensaje y de la respuesta que se le dé para salir de la zona repleto de historias y de aire limpio. Todo en la Ciudad de México es subjetivo. Al menos un siete del siete del dos mil siete. O un día antes, o uno después.
Kukulcán, la Serpiente Emplumada, cobra vida un día al año en la pirámide en la que se le rinde culto, como prueba de la sabiduría de los antiguos mayas. Ya nadie lo duda. Es ella misma sobre la piedra. Es el Quetzalcoatl maya. Mitad dios, mitad humano, llegó a Yucatán como invasor tolteca para establecerse en Chichén Itzá, donde se le veía comunicarse por igual con dioses y demonios. El amo y señor del agua quien, como dios del viento barría el camino que habrían de tocar los dioses de la lluvia. Pero que también habitó y habita en las calles de la ciudad donde se siente su presencia, sobre todo en este julio de viento y lluvia. En este territorio urbano de agua donde nada ha sido aún descubierto, aunque se sepa casi todo. A pesar de los innumerables poetas que le han cantado, todavía existe el misterio. El líquido misterio de una ciudad que abre las puertas de la noche para acariciar a todo aquél que desde el laberinto de la soledad grite su nombre. El nombre de un monstruo que aguarda siempre, sin saber lo que aguarda. Y se estremece al desear siempre desear.
Cuando vivíamos fuera de México, me daba por contarle a mis hijos historias de Quetzalcoatl, aunque quizá algunas de ellas eran un poco historias inventadas en medio del desierto, de una vía rápida, en la montaña o en algún otro de los sitios que recorrimos durante algunos años. Les decía por ejemplo que Quetzalcoatl carece de origen porque posee todos los orígenes. Y dado que nadie sabe bien a bien quién fue su madre, tuvo todas las madres. Por ello puede ser al mismo tiempo viento y hombre, dios y ser barbado. Pero sobre todo una serpiente con plumas. Una serpiente de ciudades de agua. De todas las historias que les narré sobre Quetzalcoatl, la que más les gustaba escuchar es aquélla que cuenta la tristeza que un día sintió al ver que los hombres que habían creado los dioses no conocían la risa, ni el baile, ni el placer que provoca sentir la vida en las pupilas. Fue tan grande su pesar que una madrugada raptó a una diosa virgen llamada Mayahuel y con ella en brazos bajó a la tierra. Pero un ejército de guardianes que fue tras ellos les lanzó un rayo de fuego. Quetzalcoatl, para evitar el daño, abrazó a Mayahuel y se convirtió en árbol. Un árbol cuyas ramas ardieron. En el sitio donde Quetzalcóatl enterró los restos de Mayahuel, brotó una planta de maguey. Con el tiempo los hombres aprendieron a extraer del maguey el líquido que consiguió dar fin a su eterna tristeza. Fue así como nació el mezcal y más tarde el tequila.
A Quetzalcoatl lo instruyeron dos ancianos del cielo. Entre los tres inventaron el calendario. Por ello se les conoce como patrones del sortilegio. A Quetzalcoatl se le atribuye también el poder de enamorar a mujeres de los cielos y a las de la tierra. Se ha dicho de él que un día estando borracho enamoró a su hermana y avergonzado salió del mundo de los mortales para entrar en lo más alto y convertirse en una estrella. O en una sombra que cada año aparece en la escalinata norte del Palacio de Kukulkán de la ciudad maya de Chichén Itzá, ante la mirada de un millón de personas que acuden a presenciar el fenómeno. Un fenómeno que no es leyenda, ni historia inventada, sino testimonio fiel de la sabiduría de la antigua civilización maya que consiguió hacer coincidir la sombra de siete triángulos ubicados en la escalera norte de la pirámide con el movimiento del sol hasta alcanzar la cabeza de la Serpiente Emplumada que en la base del templo, aguarda el momento del descenso, para de inmediato alzar el vuelo.
De no haber sido por otro amigo español a quien le llamé más tarde, me hubiera quedado sin saber qué se dice en Madrid sobre los cambios en el gabinete de Zapatero. En lo personal, me alegró el nombramiento de César Antonio Molina como Ministro de Cultura. Lo conocí cuando dirigía el Círculo de Bellas Artes y concedió a México un espacio para que dialogara con Madrid desde el último piso del edificio. Durante tres años, Radio Círculo lanzó a través de la voz de Alejandro Aura sonidos de México. Lo acompañábamos Eduardo Vázquez, Kilo Helguera y yo. A fuerza de contar historias de sabores, texturas, amores y dolores, conseguimos que los madrileños escucharan los murmullos de México e imaginaran la sombra de una serpiente emplumada que habita las ciudades de agua. Tuvimos el programa hasta que a Molina lo nombraron Director del Instituto Cervantes y las nuevas autoridades del Círculo de Bellas Artes no quisieron escuchar a México con equis. Ni los poemas que le conceden su fortaleza. O los rostros abiertos como ventanas de los mexicanos que como si fueran todos poetas, buscan respuestas que les permitan seguir siempre preguntando. Y que desean más que ninguna otra cosa, seguir deseando. Una antigua, muy antigua maravilla mexicana.
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