miércoles, agosto 8

Los niños de las armas

La primera vez que vi a un niño con un fusil al hombro me dolió la piel y la cintura. Tendría el chamaco unos doce años y la convicción de que en su país, El Salvador, los hijos de los campesinos no tenían otra forma de sobrevivir en medio de la guerra. Si permanecían en su casa, el ejército los reclutaba, sin importar la edad. Y su instinto y las historias que escuchaban en secreto, les decían que era mejor que se marcharan con los guerrilleros. Los padres de los chamacos también lo preferían. Pensaban que el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) les daría un mejor trato, más humano, más digno. Y de hecho, los frentes de la guerrilla tenían fama de desparramar carcajadas frescas en las madrugadas. Al final de la guerra, a nadie se le ocurrió contar cuántos niños murieron en combate; cuántos en sus casas quemadas, en los bombardeos, en las cárceles, en un puente, sobre un río. Solamente un sacerdote jesuita, Jon Cortina, se empeño en buscar a los cipotes que desaparecieron en la guerra. Fundó la Asociación Pro Búsqueda de Niñas y Niños Desaparecidos de El Salvador (Pro Búsqueda) e intentó sin descanso encontrar a los 754 menores arrebatados de sus familias, en su mayoría campesinas, durante el conflicto armado. Localizó a 301 antes de morir, hace ya un año y medio en Guatemala.

Es difícil acostumbrarse a ver niños armados. Es imposible olvidar la imagen de un niño muerto en combate. Pero es todavía más doloroso, más arduo, más inquietante ver el rostro sonriente de un pequeño que acaba de matar a un hombre por encargo. La primera vez que vi a un niño sicario, a principios de los 90 en Colombia, rogué que no fuera verdad la vida. Que como la muerte, la vida también fuera irreversible. Y se quedara sola. Otro día entrevisté a un sicario. Aún no cumplía la mayoría de edad y ya era el líder de su grupo, el más admirado, el que más encargos había cumplido y el que había conseguido evadir sistemáticamente a la muerte durante los últimos ocho años. Estaba por cumplir los 16.

Hay verdades que no se pueden pronunciar sin que irrumpan ráfagas de cólera, como gemidos en una ciudad de espinas.

Cuentan que en Michoacán está de moda entre los niños el juego de matar. El juego de matar al enemigo imaginario. No importa de dónde venga, ni quién sea, ni nada. Se trata simplemente de matar. No hay indios ni vaqueros. No hay policías ni ladrones, ni soldados ni invasores. Simplemente cierran las calles con las camionetas que les prestan sus papás. Y a quien intente incursionar a “su terreno”, le vacían las balas de goma de sus pistolas o los espantan con sus AK-47 y R-15 de juguete, parecidísimos a los de verdad. Algunas veces, cuando comienzan a aburrirse, juegan el juego de secuestrar.

Los niños de Michoacán llevan años escuchando historias de los que mueren en manos de narcotraficantes. De las emboscadas en Tierra Caliente, de los enfrentamientos en Apatzingán, en las calles de los pueblos. Han visto los cuerpos de los soldados y de los sicarios en las carreteras, en las avenidas y sobre los techos. Cada día escuchan una nueva cifra, un caso más, el comandante de la Policía de Paracho, fue ejecutado a balazos este fin de semana, escuchan y cuentan y cantan el corrido que habrán de componerle al comandante de Paracho, Michoacán. O a alguno de los mil 493 seres humanos que en lo que va del año han sido asesinados por presuntos narcotraficantes.

Los niños de Michoacán quieren saber qué se siente ser sicario o narco. Imaginan que pueden matar de verdad. Sin miedo, sin titubeos, como lo hacían los sicarios de Medellín en los tiempos de Pablo Escobar. Disparan las balas de colores de sus escopetas y ensayan la sonrisa en el rostro, la mirada extinta.

Nada se piensa dos veces. Nadie duda.

Los niños de la montaña de Guerrero mueren en los campos agrícolas donde intentan ganar unos pesos. De cansancio o de enfermedad mueren. Y no hay quién informe a su familia sus muertes No hay quién sepa de dónde llegaron. A dónde iban. De qué bando son. Hay informes en la Cámara de Diputados sobre la impunidad, la pobreza, el narcotráfico, la violencia extrema que ha ocupado por asalto la montaña de Guerrero. Como el hambre aprieta demasiado, los indígenas de la zona acaban sembrando, cosechando o transportando droga. No hay de donde más comer. Y pronto ya no habrá tampoco dónde ir. En que tierra esconder el dolor que siente aquél a quien expulsa en vida, la vida.

La otra noche agarraron un tráiler con 121 migrantes, en su mayoría centroamericanos. Estaban a punto de quedarse sin oxígeno. A unas horas de asfixiarse. Los encontraron amontonados detrás de unas rejas de refrescos vacíos. Se tardaron un buen rato en conseguir pronunciar una palabra. Regresaron llorando este domingo a su tierra. 65 de ellos son salvadoreños. Cuando miré una fotografía que apareció en un diario, pensé en el rostro del niño que en los años ochenta llevaba un fusil al hombro, un sueño, un deseo.

Según los más recientes informes, cerca de 300 personas han perdido la vida en su intento por llegar a Estados Unidos en los últimos seis meses, muchos de ellos, muchísimos son niños. Es la más alta cifra registrada en décadas. Hay que huir del hambre y del horror, me dijo un amigo argentino a quien la otra noche le conté algo sobre estas historias. Y luego me invitó a escuchar música en Ruta 61, un antro en la calle Baja California de la ciudad de México, en el que se escucha solamente blues. Y ahí nos quedamos casi hasta el amanecer. Hablamos poco. Nos quedamos pensando nada más en lo difícil que es acostumbrarse a ver que la gente se acostumbra a ver la violencia, el horror, la muerte, con una serenidad que aterra.

Al amanecer, la música de un grupo argentino de niños “los Mini Cooper” que enviaron a la ciudad de México su presentación en video, consiguió abrir la puerta del día y me permitió entrar a una ciudad que en ocasiones sonríe la sonrisa de un niño que aún no ha perdido la mirada.

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