miércoles, agosto 15

El secreto del placer


Este domingo me despertó la memoria. El sonido de una voz que olía a mi infancia, cuando en una taberna del castizo barrio de Lavapiés en Madrid, a la que entré de la mano de mi padre, percibí por vez primera el olor del vino. Conservo intactas las sensaciones que se me desataron apenas se abrió la puerta de la taberna de Antonio Sánchez. La nariz, los ojos, las manos, la piel del rostro. Todo en mí recibió de golpe un aroma nuevo, seductor, arriesgado casi. Era demasiado joven para comprender que en realidad el olor de esa taberna fue el primer vino que bebí. Pero entonces los sentidos carecían de nombre, porque las palabras eran todavía un bosque callado.

Guapa, me dijo la voz que me despertó este domingo y luego me preguntó en andaluz cómo se encontraba “er arma mía”, es decir mi alma. Era la voz de Curro, un gitano que posee el don de mirar hacia adelante para saber lo que no se sabe y poder comprender el mundo. Curro, mi amigo que me leyó la mirada hace años y lloró por mí la ausencia que miró llegar de lejos. Curro, que me sirvió los mejores callos picantes de España y la más deliciosa morcilla con pasas y piñones blancos que he probado y la insuperable olla gitana, elaborada con todas las hierbas y sabores que en las ollas de Merceditas, su esposa, se quedaban arropados durante la semana. Curro, que me reconoció lustros después de haber llegado de la mano de mi padre y que durante los años que viví en Madrid me enseñó los trozos de vida que se han ido quedando en las paredes de su taberna. Como los retratos que pintó Ignacio Zuloaga a fines del XIX y que le regaló a su amigo y torero Antonio Sánchez. O como las palabras de las mujeres y los hombres solos que dejaron su sombra de sed debajo de las mesas.

Me llamó por teléfono Curro sólo porque sintió “argo”, una como nostalgia de mi ausencia, me dijo, y decidió gastarse en una prolongada conversación telefónica Madrid-México gran parte de lo poco que ha ganado este verano caluroso de Madrid. El Curro, que en realidad se llama Francisco Cies, es un sobreviviente. Igual que la taberna, que es una de las cien que quedan de las 816 que llegaron a existir en la Villa de Madrid. En ese barrio de gitanos, toreros y una que otra emperatriz. Un barrio que en los últimos años ha cambiado aceleradamente su fisonomía. Las tabernas, casi todas, han sido sustituidas por cervecerías en el mejor de los casos o por establecimientos de comida rápida, en el peor. Los restaurantes de comida china, marroquí o ecuatoriana también se han venido abriendo espacio en las calles de Lavapiés, donde es cada día más común mirar a un asiático besando a una joven marroquí, o a una pareja de ecuatorianos comiendo en la misma mesa con un español o a una niña gitana soñando con ser un día la Emperatriz de Lavapiés. Un barrio donde el cuerpo nuevo de España se expresa sin tanto miedo a caer en otras huellas. Sin miedo a enloquecer.

Le dije a Curro que me encontraba bien. En serio, le insistí, ya me reconoce la ciudad de México y yo a ella. Ya no me duelen los ojos, ni me abruman la soledad, los gritos, los aullidos sordos en las tardes de lluvia. He ido encontrando una que otra taberna donde sirven vino del bueno, sin etiqueta. Y alguna que otra mirada con quien llorar lo no dicho. Claro que nadie cocina como Merceditas ni he vuelto a probar los revueltos que me servía cuando llegaba a deshoras a la taberna y me ponía a escuchar los sonidos de la memoria y a sentir, con placer, el olor de una taberna.

A Curro le dio un ataque de risa cuando le dije que un día de éstos viajaría a Madrid para llevarle un libro que no he escrito. Algún pretexto tengo que encontrar para volver pronto a España, le dije. Total que todo el mundo escribe libros, aunque no lo sepan. Los que lo saben lo comparten con nosotros los lectores. Así es la escritura. Aunque en ocasiones también es la soledad.
Alejandro Aura fue algunas veces conmigo a la taberna. Pero como él nació con el don de hacer de la comida un placer casi erótico o más, prefería que comiéramos las ocurrencias que cocinaba en su casa del Barrio de las Letras de Madrid. Y luego nos quedábamos todos los amigos durante horas hable y hable de comida con palabras que se iban convirtiendo en otro platillo más y otro y otro. Y así hasta que llenábamos páginas completas.

Escribir no es sólo escribir. Es también vivir la voz escrita de los otros.

Alejandro Aura escribe a diario en su blog. Lo ha hecho desde hace meses, sin faltar a su cita ni una sola mañana. Lo ha hecho sintiéndose feliz o triste; con náuseas o con ganas de chutarse un mezcal. Desde la cama, la mesa del comedor, el escritorio de un hotel. Nos ha invitado a leer su poesía y su cáncer y mentarle la madre a coro al maldito tumor. Y todos los que lo leemos escribimos con él. Creemos con él. El 1 de agosto pasado su blog fue invadido (hackeado, le dicen) por un tal “Jaime Ruiz”, quien reivindicaba el regreso del “Paiz Bizarro”. El blog, según el autor de esta canallada, fue hackeado por la Unión de Bloggers colombianos Aprix11, que actúa, dice, en contra de los blogs comunistas. Un absurdo, un atropello. Una insensatez de la que vale la pena sólo informar. No merece nada más.

El que sí recibió lo que merece fue Alejandro. En cosa de horas se movilizó todo el mundo. Corrió la voz de un blog a otro: todos somos Alejandro Aura, decía alguien que se multiplicaba. Y Alejandro y Milagros, que como ellos mismos dicen, antes eran unos que hacían un blog, ahora pertenecen ya a una comunidad creativa. Y muy solidaria. Montaron de inmediato su nuevo espacio y sus lectores se extendieron. El contador de visitas no se detiene desde entonces.
Pensé en Alejandro y en Milagros después de la llamada telefónica de Curro el tabernero milagroso. Pensé en ellos y en las calles de Madrid, que ayer sintieron por primera vez el movimiento de la tierra. Me imagino el susto. Pero Curro no me contó nada del temblor. Casi todo el tiempo preguntó por mi alma. Y luego compartió conmigo un secreto. Me dijo que todas las ciudades guardan en el mismo sitio sus sabores. Y que, como cualquier otro placer, el que te produce el sabor de las ciudades te condena o te salva. Según la elección que uno haga. Según el tamaño de nuestra mirada sobre nuestra mirada. Hasta donde te ves, niña, me dijo, llegarás. Aun en la oscuridad, se ve la noche. Es ése el secreto, el secreto del placer.

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