martes, agosto 28

Un grito en la memoria

Aun cuando he vivido varios años fuera de México, a mí nunca me ha expulsado mi ciudad. Fue mi elección salir al mundo, recorrer otras tierras, ver otros mares, habitar nuevas ciudades. Pasé de un país a otro, de una guerra a otra, de un continente a otro, sin mayores problemas, sin trabas. Sin poner en duda la voz abierta del planeta tierra, sin dejar de llorar la nostalgia que siempre llegó envuelta en palabras que aguardan el momento de ser dichas. Una tras otra, las ciudades en las que viví, me llenaron de sonrisas amigas. A pesar de las guerras que me tocó testificar. O por ello.


Elvira Arellano no ha contado con la misma fortuna. Tiene 32 años y diez buscando un espacio donde respirar. Maravatío, Michoacán, la expulsó a patadas de hambre, igual que a sus vecinos, a sus tíos, a sus hermanos, a los hermanos del vecino, de los tíos, igual que a la mitad de la población de los pueblos vecinos. La primera vez que entró a Estados Unidos, en 1997, fue de inmediato deportada. Unos días después volvió a intentarlo y lo logró. Hace ocho años, en Oregon, California, nació Saúl, su hijo. Y con él la fuerza para convertirse en defensora de los derechos de los mexicanos y latinoamericanos en Estados Unidos.

Elvira Arellano solo quería trabajar. Ganar lo suficiente para darle de comer a su hijo, enviarlo a la escuela, vestirlo, mirar la sonrisa de un niño que nació en el país de los perseguidores de su madre. Aquéllos que hace siete años, tras el atentado contra las Torres Gemelas, se dieron a la tarea de colocar la etiqueta de terroristas a todo aquél que pareciera diferente. Fue la época en que las redadas se intensificaron y se llegó a deportar por igual al indocumentado que al que tenía papeles. Elvira cometió el delito de estar trabajando cuando la encontraron en Chicago. La condenaron por ello a tres años de libertad condicional. Se salvó de ser deportada cuando un senador intercedió por ella con el argumento de que Saúl necesitaba atención médica especial. Y se quedó con la palabra desatada.

Elvira Arellano habló una y mil veces sobre su situación y la de millones de mexicanos y latinoamericanos en Estados Unidos. Las autoridades le advirtieron, le dijeron que no lo hiciera, que la echarían otra vez, que le quitarían a su hijo, que la encerrarían en el territorio de la incertidumbre. Pero ella aprendió a utilizar la palabra como arma. Y pronto su discurso recorrió de punta a punta, el país. Otras voces se unieron y formaron la organización Familias Latinas Unidas. Son, en su mayoría, los padres de niños que han nacido de aquél lado. Juntos han buscado sensibilizar a los legisladores estadunidenses, a la gente en la calle, al viento. Se pronuncian en contra de las redadas y deportaciones y a favor de una nueva ley migratoria. En el fondo, lo único que quieren es trabajo. Construir un futuro para sus hijos. Recuperar la dignidad que llevaban encima cuando nacieron. A pesar del hambre.

Nada hay más terrible que soñar que es posible y despertar con un grito en la memoria.

Elvira Arellano recibió hace un año una orden para presentarse ante las autoridades migratorias. Sería deportada. Pero en lugar de acudir a la cita eligió encerrarse en una iglesia metodista junto con su hijo. Oficialmente pasó a ser una criminal, prófuga de la justicia, hasta que al año de mantenerse en la iglesia, desde donde continuó su campaña a favor de una reforma migratoria, la detuvieron y deportaron apenas abandonó el templo.

El caso de Elvira Arellano es el de alrededor de 12 millones de personas que viven en Estados Unidos sin tener los documentos que se requieren para hacerlo. Elvira Arellano ha luchado para obtenerlos, igual que todos. Su historia ha sensibilizado, ha abierto una polémica, ha colocado en las calles a muchos mexicanos, latinoamericanos y estadounidenses. Aunque hay quien asegura que Elvira Arellano tiene lo que se merece porque violó la ley. Y no lo dicen solamente ciudadanos estadunidenses. Lo dicen también algunos mexicanos que llevan años en Estados Unidos y que, indocumentados o no, creen que las leyes, sólo por serlo, son justas.

Esos mexicanos que se han expresado a través de infinidad de blogs o en cartas que han enviado a los periodistas que han contado la historia de Elvira Arellano, aseguran que de delincuente, la michoacana ha pasado a ser una heroína. Y se retuercen de rabia. Les da lo mismo si vuelve a reunirse con su hijo o no. Le lanzan insultos. Quieren que se siga deportando a los mexicanos que trabajan en Estados Unidos. No creen en la solidaridad, ni en la fuerza del alma. No quieren a más mexicanos en ese territorio al que llegaron antes que Elvira Arellano. A ni uno más. Y se pronuncian a favor del silencio. Del abismo que abre el silencio.

Ojalá sucediera. Ojalá que solamente se fueran de México quienes lo deciden. No los expulsados a patadas de hambre. No los campesinos, los albañiles, los artesanos, los pescadores, las cocineras, los chamanes, los de las manos vacías. Ojalá que nadie se muriera en el camino hacia la esperanza. Ojalá que nadie tuviera que otear un nombre sobre el muro.

Pero nada hay más terrible que soñar que es posible y despertar con un grito en la memoria.

No hay comentarios.: