La oscuridad y el deseo
Leyó en voz alta la palabra escrita por su madre. Y la voz fue trazando la historia que Carmen Boullosa imaginó una tarde oscura en París. Pero más que escucharse, la voz de María Aura, la actriz, la hija de Carmen y Alejandro Aura, la hermana de Juan, se miró. La miramos todos los que asistimos el jueves pasado a la presentación de “El velásquez (así, con minúsculas) de París” en la librería Rosario Castellanos de la Ciudad de México. Yo miré a Carmen mirar la voz de María con sus ojos de poeta que escucha lo que nadie ha pronunciado. O que mira la historia que cuenta un cuadro de Velásquez que fue dado por perdido en el incendio del Alcázar de Madrid de 1734, y la escribe. Carmen es así, sabe mirar y contagia, nos recuerda que existe un deseo de crear. O como dijo Nicolás Alvarado el día de la presentación, nos seduce. Seduce su fantasía desbordada, su creatividad, la fuerza de su escritura. Y la fuerza también de su habla.
Carmen Boullosa habló poco en la presentación de su libro. Las palabras le salieron suavecitas, como nostálgicas. Agradeció a su hija la intensidad con la que pronunció los fragmentos que ella misma eligió. Le agradeció también su juventud, sus ganas de vivir, sus ojos limpios. Y luego recordó que antes de que María y Juan nacieran, cuando ella era una adolescente, estaba convencida de que los males del mundo serían menos de los que en realidad son hoy que ya es el futuro. Pensó Carmen adolescente que la violencia desaparecería. Y la oscuridad, la mentira, el dolor gratuito, las niñas violadas, la traición, el horror del hambre y de la guerra. Pero nada cambió, nada de lo que creímos que podíamos hacer, lo hicimos. O quedó atrás la luz que encendimos en el viento, como un deseo.
Con otras palabras, pero casi con las mismas, eso fue lo que dijo Carmen antes de voltear la mirada otra vez hacia su hija y hacia un montón de jóvenes que llegaron a escucharla y compraron su libro, y se formaron para que se los dedicara con su rostro sonriente de tanto soñar en la vida. Fue cuando Carmen volvió a recuperar la esperanza. Y su forma habitual de mirar.
Mirar es posible cuando se busca mirar para crear. Algo así dijo Lucía Melgar en la presentación del libro. Lucía, investigadora y profesora que encuentra lo perdido sobre una barca que navega en la escritura. Y mira a Carmen mirar como un acto de creación. O como un sueño.
Carlos Fuentes dijo un día que Carmen Boullosa propone el sueño como método para vencer y acelerar la historia. Y Roberto Bolaño, el escritor chileno y amigo fiel de Carmen confesó que si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarse allí durante una semana, escogería la de Carmen Boullosa, la de Silvina Ocampo, la de Alejandra Pizarnik y la de Simone de Beauvoir. Solo que Roberto se murió en julio del 2003 y no consiguió probar “El velásquez de Paris”, ni “La mejor novela del mundo”, ni “La otra mano de Lepanto”, ni otras novelas que Carmen escribió después de que murió Roberto. Y es que Carmen no para de escribir. Escribe aun cuando está tomando una copa de vino. Todo en ella escribe. El sabor, la calidez del vino que bebe, la noche antigua escribe. Como Margarita Duras que escribió con la fuerza del cuerpo. Hasta que perdió la cordura cuando supo lo que había escrito. Un día, mucho antes de ese suceso, Jacques Lacan, el filósofo y siquiatra francés lo predijo: “No debe saber lo que ha escrito, porque se perdería. Y sería la catástrofe”. Eso dijo Lacan de la escritura de Duras. Una escritura que aúlla como loca.
Carmen Boullosa era la loca de la casa. En eso nos identificábamos. Además de ser primas y tener ambas los ojos de mosca, como pegados a las orejas. Pero de niñas no nos frecuentamos tanto como ahora. O como en la adolescencia que nos contábamos todas y cada una de nuestras tristezas, soledades y algunas historias de amor. Éramos las locas de la casa, las diferentes, raras, inauditas, porque nos dolían los dolores ajenos. Y ambas sentimos la urgencia de crear, sin que nadie pudiera callarnos.
La creación no se calla. La callan otros cuando la escriben.
En “El velásquez de París” Carmen escribe a Carmen. La describe y se inventa. Se concede el derecho a crearse a sí misma y, otra vez como poeta que es, consigue transmitir al lector aún los silencios que trazó su alma al escribir. El libro cuenta la historia de La expulsión de los moriscos, el cuadro de Velásquez que lo consagró como el más grande pintor que fue y que fue salvado del incendio del Alcázar de Madrid por un niño. Y cuenta también la historia de una mujer deprimida en París. La misma mujer que antes de esa depresión habitó en tres ocasiones la luz que derraman las ciudades. Una en París, otra en Nueva York y la tercera en Madrid. Tres ciudades que atrapan, causan vértigo y, un segundo antes de expulsarnos, nos arropan.
La Ciudad de México es la ciudad de Carmen Boullosa. No importa que viva en Brooklyn y que desde hace seis años se haya instalado en Nueva York. En México, como ella misma reconoce, viven los personajes que mira, escucha, inventa, crea. Toda su vida imaginaria o sus vidas imaginarias cruzan las calles atiborradas de gente de una ciudad que pocos saben mirar. Porque de mirarla bien lo imposible sería el inicio del camino donde la imaginación se convierte en creación. Y la luz de la ciudad encendería historias nuevas de esperanza y deseo. Y, como en el libro de Carmen Boullosa, nos salvaríamos con ella.
Carmen Boullosa habló poco en la presentación de su libro. Las palabras le salieron suavecitas, como nostálgicas. Agradeció a su hija la intensidad con la que pronunció los fragmentos que ella misma eligió. Le agradeció también su juventud, sus ganas de vivir, sus ojos limpios. Y luego recordó que antes de que María y Juan nacieran, cuando ella era una adolescente, estaba convencida de que los males del mundo serían menos de los que en realidad son hoy que ya es el futuro. Pensó Carmen adolescente que la violencia desaparecería. Y la oscuridad, la mentira, el dolor gratuito, las niñas violadas, la traición, el horror del hambre y de la guerra. Pero nada cambió, nada de lo que creímos que podíamos hacer, lo hicimos. O quedó atrás la luz que encendimos en el viento, como un deseo.
Con otras palabras, pero casi con las mismas, eso fue lo que dijo Carmen antes de voltear la mirada otra vez hacia su hija y hacia un montón de jóvenes que llegaron a escucharla y compraron su libro, y se formaron para que se los dedicara con su rostro sonriente de tanto soñar en la vida. Fue cuando Carmen volvió a recuperar la esperanza. Y su forma habitual de mirar.
Mirar es posible cuando se busca mirar para crear. Algo así dijo Lucía Melgar en la presentación del libro. Lucía, investigadora y profesora que encuentra lo perdido sobre una barca que navega en la escritura. Y mira a Carmen mirar como un acto de creación. O como un sueño.
Carlos Fuentes dijo un día que Carmen Boullosa propone el sueño como método para vencer y acelerar la historia. Y Roberto Bolaño, el escritor chileno y amigo fiel de Carmen confesó que si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarse allí durante una semana, escogería la de Carmen Boullosa, la de Silvina Ocampo, la de Alejandra Pizarnik y la de Simone de Beauvoir. Solo que Roberto se murió en julio del 2003 y no consiguió probar “El velásquez de Paris”, ni “La mejor novela del mundo”, ni “La otra mano de Lepanto”, ni otras novelas que Carmen escribió después de que murió Roberto. Y es que Carmen no para de escribir. Escribe aun cuando está tomando una copa de vino. Todo en ella escribe. El sabor, la calidez del vino que bebe, la noche antigua escribe. Como Margarita Duras que escribió con la fuerza del cuerpo. Hasta que perdió la cordura cuando supo lo que había escrito. Un día, mucho antes de ese suceso, Jacques Lacan, el filósofo y siquiatra francés lo predijo: “No debe saber lo que ha escrito, porque se perdería. Y sería la catástrofe”. Eso dijo Lacan de la escritura de Duras. Una escritura que aúlla como loca.
Carmen Boullosa era la loca de la casa. En eso nos identificábamos. Además de ser primas y tener ambas los ojos de mosca, como pegados a las orejas. Pero de niñas no nos frecuentamos tanto como ahora. O como en la adolescencia que nos contábamos todas y cada una de nuestras tristezas, soledades y algunas historias de amor. Éramos las locas de la casa, las diferentes, raras, inauditas, porque nos dolían los dolores ajenos. Y ambas sentimos la urgencia de crear, sin que nadie pudiera callarnos.
La creación no se calla. La callan otros cuando la escriben.
En “El velásquez de París” Carmen escribe a Carmen. La describe y se inventa. Se concede el derecho a crearse a sí misma y, otra vez como poeta que es, consigue transmitir al lector aún los silencios que trazó su alma al escribir. El libro cuenta la historia de La expulsión de los moriscos, el cuadro de Velásquez que lo consagró como el más grande pintor que fue y que fue salvado del incendio del Alcázar de Madrid por un niño. Y cuenta también la historia de una mujer deprimida en París. La misma mujer que antes de esa depresión habitó en tres ocasiones la luz que derraman las ciudades. Una en París, otra en Nueva York y la tercera en Madrid. Tres ciudades que atrapan, causan vértigo y, un segundo antes de expulsarnos, nos arropan.
La Ciudad de México es la ciudad de Carmen Boullosa. No importa que viva en Brooklyn y que desde hace seis años se haya instalado en Nueva York. En México, como ella misma reconoce, viven los personajes que mira, escucha, inventa, crea. Toda su vida imaginaria o sus vidas imaginarias cruzan las calles atiborradas de gente de una ciudad que pocos saben mirar. Porque de mirarla bien lo imposible sería el inicio del camino donde la imaginación se convierte en creación. Y la luz de la ciudad encendería historias nuevas de esperanza y deseo. Y, como en el libro de Carmen Boullosa, nos salvaríamos con ella.
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