Las mujeres que mueren de sed
Cada vez son menos los que se sienten cómodos en la ciudad de México. La gente, casi toda, cree poco o nada en su ciudad. Les aterran las garras que imaginan y arrojan tiritas de paciencia sobre un paso a desnivel. Cada día son menos los que hablan bien de la ciudad de México, los que la miran de frente sin pensar en dos o tres cosas a la vez, sin arrojar una piedra sobre un muro que ayer levantaron los sedientos.
Ya casi nadie mira a los niños que han ido creciendo entre los automóviles. Ni han notado siquiera que las niñas que hace tiempo limpian los parabrisas en aquél semáforo, estrenaron cuerpo hace unos días. Nadie se percata que cada día llegan otros niños, más niños todavía, a quebrarse los huesos en las esquinas. A nadie se le ocurre ponerse a platicar con ellos, y menos preguntar si tienen nombre, familia, cuántas heridas.
Hace tiempo que en la ciudad nadie pregunta una sola pregunta más que la que hay que preguntar. ¿A cuánto el par de calcetines? ¿A cómo el elote, el jugo, la torta de tamal? Y eso sólo los que transitan las calles plagadas de tiendas efímeras que a mucha a muchísima gente le desatan el miedo. Como si los vendedores ambulantes padecieran de alguna enfermedad mortal, hay quien se cubre la mirada para evitar el contagio. O simplemente se aleja del territorio donde la ciudad guarda la vida entre las piedras.
Pero da miedo la vida. La gente tiembla de miedo cuando la siente pegada al asfalto. O tumbada sobre el Templo Mayor, al lado de un tlatoani.
En los días de lluvia, la gente odia con más fuerza a la ciudad. El transporte se paraliza, se escuchan gritos como mordidos por el viento. Nadie comparte su paraguas, nadie mira si la anciana logró levantarse de la silla donde pasa los días contando su historia en silencio. Su llegada a la ciudad, sus amoríos, sus hijos perdidos en alguna vecindad sin luz. Pero nadie la escucha, porque si la escuchan enloquecen. A mí me sucedió la tarde en que decidí sentarme un rato a su lado. Tomé nota de cada una de sus frases. De sus palabras antiguas, nuevas para mi, palabras repletas de sensaciones frescas.
Voy a escribir un día de estos la voz de la mujer que decidió pasar sus últimos años sentada en una pequeña silla de madera, a un costado de la catedral. Si fuera poeta escribiría el poema de la raíz de nopal que vende a los que creen en los dones de la tierra. La raíz de nopal en té con miel de abeja y canela, me dijo al oído, cura los males del alma.
El alma se muda, como se muda el cuerpo. Y la palabra muda.
Como no soy poeta, voy a pedirle a alguien que escriba también un poema sobre los habitantes de la ciudad de México. Un poema que explique los ojos aterrados de las mujeres que entran a la muerte cada noche. O los ojos enrojecidos de los niños, las espaldas encorvadas de sus madres, los pies descalzos. Que describa también a las otras ciudades. Las decenas de ciudades que hay en la ciudad de México. Las diferentes barrancas, las lomas tan distintas, las tiendas en inglés, los verbos en náhuatl, los sonidos.
Si alguien escribiera ese poema, entonces quizá la gente miraría, a través de un poema, a su ciudad. Y quizá serían menos los que prefieren encerrarse en una jaula para no sentir la vida. Para no mirar los pies descalzos, para no sentir el vértigo, para no escuchar los latidos de una ciudad que mata y muere y nace y resucita. Para que nadie les cuente que están muertos.
La anciana de la silla cuenta el miedo. El miedo que lleva la gente en las manos. Lo va contando uno a uno durante toda la mañana y si no llueve, también lo cuenta por la tarde. Ha llegado a contar seis veces mil el mismo día. Se entretiene me dice y yo le pregunto quién inventó el miedo. A quién se le ocurrió semejante torpeza, tamaño horror. Aunque hay quien puede evitarlo, comenta, y yo pienso en los que saben mirar.
Nadie enseña a mirar. Ninguna maestra ofrece impartir la materia. La materia de mirar.
Tengo una amiga española que sabe mirar. Cuando conoció la ciudad de México lloró. La llevé al Mercado de Sonora y lloró con la gente que le tendió la mirada. Después preguntó una y mil preguntas sobre los chamanes. Se comió un elote verde con limón y sal, se compró una bolsa tejida de plástico, se llevó a su casa un jabón atrapa novios y se trepó a un camión que la llevó desde el mercado al Zócalo. Mi amiga española no tuvo miedo. A pesar de las advertencias que le hicieron. No tomes taxis en las calles, no hables con nadie, olvídate del Metro, deja todo en el hotel, le estuvieron diciendo otros españoles que han viajado a la ciudad. Pero no hizo caso. Se atrevió a hablarles a los danzantes del Zócalo, a la señora que pasa los últimos años de su vida sentada en una silla de madera contando su historia y a los miedos que siente en la gente. Los miedos que nos cercenan los sentidos. Y nos obligan a correr.
La gente casi siempre tiene prisa. No alcanza el tiempo. No alcanza la vida para hacer lo que uno quiso un día hacer y no lo hizo. Menos para voltear a mirar lo que no se miró al pasar frente a una mujer que vive sentada en una silla de madera vendiendo remedios para curar el alma. El alma que muda, como el cuerpo y como la palabra muda.
Algunas madrugadas el alma abandona la ruta. Y decide andar otro camino. Sin ningún aviso previo, sin consultas, sin tomar en cuenta las consecuencias, decide por nosotros y nos devuelve las ganas de sentir. Pero en la ciudad no hay tiempo para nada, eso dice la gente, casi toda. No hay tiempo para sentir, pero de vez en cuando el alma abandona la vía rápida y nos ofrece una barca para navegar sin puerto. Aunque casi nadie acepta la oferta, porque de aceptarla, se corre el riesgo de sentir la vida recorrer los nudos que le hemos hecho a nuestras venas. Se corre el riesgo de mirar. Y cuando alguien sabe mirar, puede llorar el llanto de haber perdido tanto tiempo luchando por conquistar un lago seco en una ciudad que hace tiempo se muere de sed. Una sed de mujer, sed sin olvido. Igual a la sed que hoy tengo y que intentaré calmar con agua de raíz de nopal, una pizca de canela y miel de abeja.
Hace tiempo que en la ciudad nadie pregunta una sola pregunta más que la que hay que preguntar. ¿A cuánto el par de calcetines? ¿A cómo el elote, el jugo, la torta de tamal? Y eso sólo los que transitan las calles plagadas de tiendas efímeras que a mucha a muchísima gente le desatan el miedo. Como si los vendedores ambulantes padecieran de alguna enfermedad mortal, hay quien se cubre la mirada para evitar el contagio. O simplemente se aleja del territorio donde la ciudad guarda la vida entre las piedras.
Pero da miedo la vida. La gente tiembla de miedo cuando la siente pegada al asfalto. O tumbada sobre el Templo Mayor, al lado de un tlatoani.
En los días de lluvia, la gente odia con más fuerza a la ciudad. El transporte se paraliza, se escuchan gritos como mordidos por el viento. Nadie comparte su paraguas, nadie mira si la anciana logró levantarse de la silla donde pasa los días contando su historia en silencio. Su llegada a la ciudad, sus amoríos, sus hijos perdidos en alguna vecindad sin luz. Pero nadie la escucha, porque si la escuchan enloquecen. A mí me sucedió la tarde en que decidí sentarme un rato a su lado. Tomé nota de cada una de sus frases. De sus palabras antiguas, nuevas para mi, palabras repletas de sensaciones frescas.
Voy a escribir un día de estos la voz de la mujer que decidió pasar sus últimos años sentada en una pequeña silla de madera, a un costado de la catedral. Si fuera poeta escribiría el poema de la raíz de nopal que vende a los que creen en los dones de la tierra. La raíz de nopal en té con miel de abeja y canela, me dijo al oído, cura los males del alma.
El alma se muda, como se muda el cuerpo. Y la palabra muda.
Como no soy poeta, voy a pedirle a alguien que escriba también un poema sobre los habitantes de la ciudad de México. Un poema que explique los ojos aterrados de las mujeres que entran a la muerte cada noche. O los ojos enrojecidos de los niños, las espaldas encorvadas de sus madres, los pies descalzos. Que describa también a las otras ciudades. Las decenas de ciudades que hay en la ciudad de México. Las diferentes barrancas, las lomas tan distintas, las tiendas en inglés, los verbos en náhuatl, los sonidos.
Si alguien escribiera ese poema, entonces quizá la gente miraría, a través de un poema, a su ciudad. Y quizá serían menos los que prefieren encerrarse en una jaula para no sentir la vida. Para no mirar los pies descalzos, para no sentir el vértigo, para no escuchar los latidos de una ciudad que mata y muere y nace y resucita. Para que nadie les cuente que están muertos.
La anciana de la silla cuenta el miedo. El miedo que lleva la gente en las manos. Lo va contando uno a uno durante toda la mañana y si no llueve, también lo cuenta por la tarde. Ha llegado a contar seis veces mil el mismo día. Se entretiene me dice y yo le pregunto quién inventó el miedo. A quién se le ocurrió semejante torpeza, tamaño horror. Aunque hay quien puede evitarlo, comenta, y yo pienso en los que saben mirar.
Nadie enseña a mirar. Ninguna maestra ofrece impartir la materia. La materia de mirar.
Tengo una amiga española que sabe mirar. Cuando conoció la ciudad de México lloró. La llevé al Mercado de Sonora y lloró con la gente que le tendió la mirada. Después preguntó una y mil preguntas sobre los chamanes. Se comió un elote verde con limón y sal, se compró una bolsa tejida de plástico, se llevó a su casa un jabón atrapa novios y se trepó a un camión que la llevó desde el mercado al Zócalo. Mi amiga española no tuvo miedo. A pesar de las advertencias que le hicieron. No tomes taxis en las calles, no hables con nadie, olvídate del Metro, deja todo en el hotel, le estuvieron diciendo otros españoles que han viajado a la ciudad. Pero no hizo caso. Se atrevió a hablarles a los danzantes del Zócalo, a la señora que pasa los últimos años de su vida sentada en una silla de madera contando su historia y a los miedos que siente en la gente. Los miedos que nos cercenan los sentidos. Y nos obligan a correr.
La gente casi siempre tiene prisa. No alcanza el tiempo. No alcanza la vida para hacer lo que uno quiso un día hacer y no lo hizo. Menos para voltear a mirar lo que no se miró al pasar frente a una mujer que vive sentada en una silla de madera vendiendo remedios para curar el alma. El alma que muda, como el cuerpo y como la palabra muda.
Algunas madrugadas el alma abandona la ruta. Y decide andar otro camino. Sin ningún aviso previo, sin consultas, sin tomar en cuenta las consecuencias, decide por nosotros y nos devuelve las ganas de sentir. Pero en la ciudad no hay tiempo para nada, eso dice la gente, casi toda. No hay tiempo para sentir, pero de vez en cuando el alma abandona la vía rápida y nos ofrece una barca para navegar sin puerto. Aunque casi nadie acepta la oferta, porque de aceptarla, se corre el riesgo de sentir la vida recorrer los nudos que le hemos hecho a nuestras venas. Se corre el riesgo de mirar. Y cuando alguien sabe mirar, puede llorar el llanto de haber perdido tanto tiempo luchando por conquistar un lago seco en una ciudad que hace tiempo se muere de sed. Una sed de mujer, sed sin olvido. Igual a la sed que hoy tengo y que intentaré calmar con agua de raíz de nopal, una pizca de canela y miel de abeja.
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