La memoria viaja en metrobus
Nadie se quedaba sin su reguilete tricolor o su bandera. Los primeros días de septiembre de cada año, los niños rodeábamos los carritos llenos de banderas, sombreros, reguiletes, matracas, trompetas, serpentinas y silbatos que aparecían en cada esquina y elegíamos. Yo prefería el reguilete. Me gustaba verlo girar sin abandonarme y lo clavaba en una maceta cerca de la ventana de mi habitación. Mis padres compraban también la banderita para el coche y una más grande que colgaban en la fachada de la casa. Eran días de fiesta. Y de creer en la luz debajo de los símbolos.
En estos días ya ningún niño pide su banderita. O casi ninguno. En las ventanas de las casas de zonas como Las Lomas o Polanco cuelgan más mantas de rechazo a la construcción de la Torre Bicentenario que banderas. Hay uno que otro carrito de madera en las esquinas o en los camellones, pero casi nadie se detiene a mirar cómo gira un reguilete de viento. Ya nadie, o casi nadie, aprovecha septiembre para contar historias de antes. Historias que reviven en el vacío que oprime cuando nada hay para cubrirlo, para suavizarlo. Ni una palabra antigua en las calles de Las Lomas, Santa Fe, Polanco. Todo constantemente nuevo, todo semejante. Todo tedio.
En el centro de la ciudad de México, en cambio, las historias de septiembre abundan. En el Metro un anciano asegura que tiene en su casa unos poemas escritos por Miguel Hidalgo y Costilla. Lo dice así, tan seguro. Los guarda con gran orgullo y los lee de tanto en tanto con mucho cuidado para conservar el papel que ya de por sí está cada día más amarillento, no vaya a ser. Le cuenta el anciano la historia a un joven que lo invita a ver el video sobre la Independencia en uno de los displays que han colocado por toda la ciudad y que la gente se detiene a mirar con curiosidad y asombro. La Independencia de México en tres etapas, leen y se acomodan junto a la pantalla a recibir un trozo de la historia de su ciudad.
¿A quién le escribió el cura Hidalgo esos poemas?, le preguntó el joven y el anciano guiñó la sonrisa cómplice de quien, como en la escritura, simula la vida. Y vive.
Todavía hay quien se toma su tiempo para ir a ver con los suyos la iluminación de septiembre. El Zócalo alumbrado, los héroes, las águilas de la discordia, la Alameda de fiesta. La visita al museo donde una mujer de ojos grandes cuenta la historia del mural de Diego Rivera que sobrevivió al terremoto. Todavía hay quien aprovecha septiembre para recordar que somos un país de fiesta. Aunque últimamente no nos dejemos ver el verdadero rostro. El misterio que somos, el misterio transparente. El que hace que nos desconozca quien más nos conoce; quien más cerca nos tiene. México es así. O lo era. Aunque hay quien todavía cree en la luz debajo de los símbolos. Y en la fiesta como identidad, como pretexto para reír, para sentir, para llorar.
Antes, me contaba mi bisabuela, la fiesta era una forma de hacer arte. La danza, la música y la poesía eran inseparables. El poema era canto. La misma palabra náhuatl les concedía existencia. Cuicatl, poema. Cuicat, canto. Antes también había matracas, flautas, trompetas. Y el caracol era canto. Y el canto, danza.
Hay quien disfruta de la fiesta. Hay quien todavía cree que hay que compartir una buena comida, un vino, un tequila, para reconocer la realidad. Para evitar perdernos en la niebla del tedio. Para sentir que bailar es un prodigio. Bailar es también hacer poesía. Poesía del cuerpo.
Una mujer de hoy recuerda en septiembre a las mujeres de antes. Las recuerda y les otorga voz a las mujeres equis que participaron en el movimiento de la Independencia de México. Algunas tenían nombre y apellido: Leona Vicario, Josefa Ortiz de Domínguez. Otras eran simplemente mujeres equis. La mujer de hoy se llama Patricia Arriaga y está por terminar la edición del cortometraje Mujeres X. Se presentará el próximo jueves 13 en el Centro Cultural Indianilla. Después viajará en metrobús como lo hace ya otro cortometraje, 1808 de Miguel Necoechea. La memoria viajando por los autobuses que recorren la ciudad. La memoria de la ciudad intenta recobrar su figura.
Decía mi bisabuela que el recuerdo se anida en el cerebro y que la memoria es el ave que abandona el nido para extender sus alas sobre el mundo. Un mundo al que le concede existencia. Sin memoria no hay existencia, insistía la bisabuela y yo escuchaba atenta las palabras y frases que aún no comprendía. Hasta que comencé a soñarlas cantadas.
Los sueños cantados devuelven su sentido a las palabras desconocidas. Las colocan en el alma de todo aquel que las escucha. Hay quien se atreve a cantar sus sueños. Hay quien los llora, los abraza, los goza. Los habla en voz alta frente a nadie. Hay quien todavía cree en los reguiletes y en la historia que cuenta un anciano en el metro. Hay quien encuentra sosiego en la vida. En la vida que canta una voz que baila. Como antes, pero respirando hondo. Abriendo puertas, imaginando, creando. Sin olvidar.
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