Mujeres que gritan
La semana pasada vi un cortometraje sobre mujeres insurgentes. Se llama Mujeres X y lo dirige Patricia Arriaga. El día del estreno, en el Centro Cultural Indianilla, Patricia contó que cuando Enrique Márquez, Coordinador General de la Comisión para las Celebraciones del Bicentenario de Independencia y del Centenario de la Revolución en la Ciudad de México, se acercó a ella con la propuesta de hacer un cortometraje, entró en pánico. Intentó escabullirse, pero no hubo modo. Enrique le contó una tras otra puñados de historias de mujeres. Le entregó un montón de textos, entre ellos el de Genaro García con los expedientes sobre los interrogatorios a las mujeres insurrectas. Patricia abrió la primera página y leyó. Y ya no consiguió detenerse. Fue cuando su imaginación y su sensibilidad comenzaron a disparar. Una y otra vez, una y otra escena.
Desde antes aún de comenzar el rodaje, las actrices se contagiaron de la fuerza de los personajes. Patricia se dio cuenta y tomó la decisión de trabajar con las dos mujeres. La actriz y su personaje. Ambas, mujeres. Las dos intensas, combativas, insurrectas. Y el resultado fue Mujeres X. Las mujeres del siglo XIX que firmaban con una cruz, no solamente por no saber leer ni escribir, sino por ser simplemente mujeres equis. Sin nombre, cargo, fama, estatus social, reconocimiento, nada. Sin siquiera un nombre y un apellido que les concedieran identidad. Eran equis. Mujeres equis. Cocineras, vendedoras de flores, cuidadoras de niños, lavanderas, Y las mujeres de hoy. Las mujeres que buscan abrirse un espacio, que creen en la vida, que van por el mundo mirando la historia de otras mujeres y que aprenden a contarla. A hacerla suya. Las mujeres, muchas mujeres, son así: arropan vida.
De Leona Vicario, uno de los personajes de Mujeres X, se sabe muy poco. No entiendo por qué. Si nació en la misma ciudad donde yo nací y crecí. Y casi nunca me hablaron de su historia en la escuela. Leona Vicario, criolla ella y de buena familia, se enamoró de un hombre con pocos recursos económicos, Andrés Quintana Roo. Leona Vicario desafió a su época, al escenario en el que le tocó vivir. Y escapó para salvarse. Se fue a Tacuba con Quintana Roo, donde formaron un grupo de mujeres independentistas financiado con la herencia de Leona Vicario.
Leona Vicario fue correo, espía, amante. En silencio, pronunció la primera palabra. En silencio, gritó. Pero fue sobre todo mujer insurrecta. Fue mujer.
Estuve hasta ya entrado el día de este domingo 16 en el Zócalo de la ciudad de México. Como llegué desde la mañana del sábado, me tocó padecer la guerra de las bocinas. Me dolió la cabeza, me enfurecí, menté madres, estuve a punto de enloquecer, igual que todo el mundo o casi. Al final de la tarde y después de una larga negociación entre los organizadores de los eventos de la Presidencia de la República y el gobierno capitalino, la situación fue más soportable. Quizá por ello me dio por mirar a las mujeres que entraban o salían del Zócalo capitalino.
Eran dos. Traían cinco niños con ellas. Tuvieron que pasar las vallas metálicas que se colocaron hace ya varios días alrededor del Zócalo. Tuvieron que someterse al retén que instaló el Estado Mayor Presidencial en las dos aceras de la calle 20 de Noviembre, desde el circuito del Zócalo hasta Venustiano Carranza. Les vaciaron sus bolsas de plástico. Cuando les dijeron que no podían entrar al Zócalo con botellas de Coca-Cola me acordé de Oaxaca. De cuando fui a mirar lo que sucedía en las instalaciones de Radio Universidad de Oaxaca. Los cascos de Coca-Cola con mecha. Los jóvenes con su pasamontañas sobre el rostro.
¿Quién confunde a quién?
No supe sus nombres. Mientras guardaban en sus bolsas de plástico lo que sí podían pasar al Zócalo, les pregunté muchas cosas, pero no sus nombres. Eran mujeres equis. Sonreían. Sus hijos saltaban, sus rostros pintados. La matraca, la bandera, el reguilete. La fiesta que concede identidad. Nada más.
No me quedé hasta el final. Los fuegos artificiales los miré de lejos, ya cerca de la estación Pino Suárez del Metro, la más cercana al Zócalo que conservaron abierta al público. Las demás las cerraron. Por miedo, por precaución, por querer ganar una batalla imaginaria. Por culpa de los violentos, por no querer mirar a los hombres, a los niños, a las mujeres equis que caminaron por nosotros hace 200 años. Mujeres a las que les dolía la palabra que no pronunciaban. Mujeres que gritan.
Alguien dijo después de la proyección del cortometraje Mujeres X que todas las mujeres son insurgentes. Francamente no lo creo. Hay mujeres que no lo son, aunque, lo reconozco, pudieron haberlo sido. Todas las mujeres, en eso sí creo, compartimos una cicatriz. Hay algunas que no lo han notado. O no les interesa notarlo. Otras que gritan el dolor que todas sienten. Y algunas más que transitan el laberinto de la herida. Como un dibujo. Y crean.
Las mujeres equis nacen de la ruptura del silencio. Y del diálogo que retoma el silencio para volver a crear. Un grito o una caricia. Crear la palabra que aún no tenemos.
Desde antes aún de comenzar el rodaje, las actrices se contagiaron de la fuerza de los personajes. Patricia se dio cuenta y tomó la decisión de trabajar con las dos mujeres. La actriz y su personaje. Ambas, mujeres. Las dos intensas, combativas, insurrectas. Y el resultado fue Mujeres X. Las mujeres del siglo XIX que firmaban con una cruz, no solamente por no saber leer ni escribir, sino por ser simplemente mujeres equis. Sin nombre, cargo, fama, estatus social, reconocimiento, nada. Sin siquiera un nombre y un apellido que les concedieran identidad. Eran equis. Mujeres equis. Cocineras, vendedoras de flores, cuidadoras de niños, lavanderas, Y las mujeres de hoy. Las mujeres que buscan abrirse un espacio, que creen en la vida, que van por el mundo mirando la historia de otras mujeres y que aprenden a contarla. A hacerla suya. Las mujeres, muchas mujeres, son así: arropan vida.
De Leona Vicario, uno de los personajes de Mujeres X, se sabe muy poco. No entiendo por qué. Si nació en la misma ciudad donde yo nací y crecí. Y casi nunca me hablaron de su historia en la escuela. Leona Vicario, criolla ella y de buena familia, se enamoró de un hombre con pocos recursos económicos, Andrés Quintana Roo. Leona Vicario desafió a su época, al escenario en el que le tocó vivir. Y escapó para salvarse. Se fue a Tacuba con Quintana Roo, donde formaron un grupo de mujeres independentistas financiado con la herencia de Leona Vicario.
Leona Vicario fue correo, espía, amante. En silencio, pronunció la primera palabra. En silencio, gritó. Pero fue sobre todo mujer insurrecta. Fue mujer.
Estuve hasta ya entrado el día de este domingo 16 en el Zócalo de la ciudad de México. Como llegué desde la mañana del sábado, me tocó padecer la guerra de las bocinas. Me dolió la cabeza, me enfurecí, menté madres, estuve a punto de enloquecer, igual que todo el mundo o casi. Al final de la tarde y después de una larga negociación entre los organizadores de los eventos de la Presidencia de la República y el gobierno capitalino, la situación fue más soportable. Quizá por ello me dio por mirar a las mujeres que entraban o salían del Zócalo capitalino.
Eran dos. Traían cinco niños con ellas. Tuvieron que pasar las vallas metálicas que se colocaron hace ya varios días alrededor del Zócalo. Tuvieron que someterse al retén que instaló el Estado Mayor Presidencial en las dos aceras de la calle 20 de Noviembre, desde el circuito del Zócalo hasta Venustiano Carranza. Les vaciaron sus bolsas de plástico. Cuando les dijeron que no podían entrar al Zócalo con botellas de Coca-Cola me acordé de Oaxaca. De cuando fui a mirar lo que sucedía en las instalaciones de Radio Universidad de Oaxaca. Los cascos de Coca-Cola con mecha. Los jóvenes con su pasamontañas sobre el rostro.
¿Quién confunde a quién?
No supe sus nombres. Mientras guardaban en sus bolsas de plástico lo que sí podían pasar al Zócalo, les pregunté muchas cosas, pero no sus nombres. Eran mujeres equis. Sonreían. Sus hijos saltaban, sus rostros pintados. La matraca, la bandera, el reguilete. La fiesta que concede identidad. Nada más.
No me quedé hasta el final. Los fuegos artificiales los miré de lejos, ya cerca de la estación Pino Suárez del Metro, la más cercana al Zócalo que conservaron abierta al público. Las demás las cerraron. Por miedo, por precaución, por querer ganar una batalla imaginaria. Por culpa de los violentos, por no querer mirar a los hombres, a los niños, a las mujeres equis que caminaron por nosotros hace 200 años. Mujeres a las que les dolía la palabra que no pronunciaban. Mujeres que gritan.
Alguien dijo después de la proyección del cortometraje Mujeres X que todas las mujeres son insurgentes. Francamente no lo creo. Hay mujeres que no lo son, aunque, lo reconozco, pudieron haberlo sido. Todas las mujeres, en eso sí creo, compartimos una cicatriz. Hay algunas que no lo han notado. O no les interesa notarlo. Otras que gritan el dolor que todas sienten. Y algunas más que transitan el laberinto de la herida. Como un dibujo. Y crean.
Las mujeres equis nacen de la ruptura del silencio. Y del diálogo que retoma el silencio para volver a crear. Un grito o una caricia. Crear la palabra que aún no tenemos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario