Se está tan bien aqui
Que si no he visto el estado de destrucción en el que se encuentra mi ciudad. El país entero, Oaxaca, una desgracia, un desastre. Un deterioro constante; un estar siempre sofocados en el fondo. En el obscuro fondo de un mundo sin luna, sin miradas, sin rostros. Sin esperanza. Llevo casi un año escuchando ese discurso. Algunas temporadas con más frecuencia, otras con menos. Un año de ver a aquéllos que no ven. Que no escuchan. Que se duelen quizá, o ya no, de no tener en la palma de sus manos la línea que conduce al sitio donde la creación delira, se hace obra, caricia, lágrima, canto. Aquéllos que de vez en cuando recuerdan los sonidos del alba. Y que cada vez menos, se atreven a bailar desnudos frente al espejo.
Llevo un año de mirar a mi ciudad con ojos nuevos. Veinte años atrás me marché sin saber cuándo habría de volver. O si volvería o no. Veinte años atrás la vida, mi vida, no conocía la premura. El tiempo era tan sólo pinceladas de tiempo. El sol, la luna, un ciclo delante del otro. O atrás. Me fui de mi ciudad sin saber qué encontraría al regreso. Y encontré vida, raudales de vida. Al filo de la desesperanza, pero vida.Que si no leo lo que yo misma he escrito sobre la criminalidad, la colombianización de México, el susto de muerte que se llevó la pobre de mi madre con mi secuestro virtual, ¡qué infamia! Que si no miro las desigualdades, el hambre, a los violadores, pederastas, rateros, la crueldad en las uñas de los que ofrecen droga a los chamacos; los valores hechos trizas de los adolescentes que salen al mundo con una botella de alcohol en la mano. La sed. Que si no me doy cuenta de que ya nadie, o casi nadie, se conmueve frente a una obra de arte. Un Toledo, un Felguérez, un Tamayo, un Cuevas, un Rivera, un Siqueriros, se admiran según el precio que les coloca el mercado.
Eso dicen muchos, no todos, pero muchos de mis amigos que se quedaron en esta ciudad o en algún otro rincón de México y que han visto cerrarse, una a una, las sabias manos de los amorosos.Que deje de soñar. Que me esté quieta, me aconsejan mis amigos con palabras como puñales.Hay los que no me dan consejo alguno, pero que llevan una capa de concreto encima. Como una piedra atada al pié que ya no usan. O un gemido hueco, permanente, hilvanado en las pupilas de la nada. Una y otra vez el vacio encima del vacio. El grito que destiñe cualquier verdad que quepa adentro de su mundo. Un mundo sin susurros, sin labios que besar.
He estado a punto de estar triste. O lo he estado muchas veces. Triste de otros que desconocen el lado gentil de la tristeza. Su fuerza. Su arrojo. Su ruidosa manera de soñar con la vida. Con una vida que, abiertos los brazos, nos hace sentir lo bien que se está aquí. Después de todo.Se está tan bien aquí. Ese es el título del libro de poemas más reciente de Alejandro Aura, el poeta, el dramaturgo, el conductor de programas de radio y televisión. Alejandro Aura, el que abrió las puertas de las calles de la ciudad de México para que se fueran acomodando en ellas una escultura, un canto, un libro, una obra de teatro, un viejo amor. Alejandro Aura, el amigo entrañable, el creador de las mejores carnitas michoacanas en pleno Madrid, el mejor bebedor de mezcal, uno de los seres más versados en cuestiones de vivir.Fui el miércoles pasado al bar “Ronda” en Avenida de la Paz. Un rincón poco usual por el manojo de luz que desparrama en plena noche. Debe ser porque lo llevan Rodrigo Ambris y María Aura que algo aprendió del “Hijo del Cuervo”, cómo no. Ese día Alejandro nos invitó a escucharlo leer sus poemas que es lo que verdaderamente le gusta hace. Leer en voz alta su poesía y mejorar con ello un poco al mundo. Y lo hace casi tan bien como vive. Casi tan bien como convive desde hace ya dos años con su cáncer. En voz alta, muy alta. Y la frente, también alta. Y el alma, sobre todo el alma. Alejandro nos convocó para que escucháramos su despedida. Aunque, como él mismo lo dijo: pongan ustedes que no se cumpla. Que no sea este su libro de despedida porque ya volvió a escribir otra gran canastada de poemas frescos. Limpios, saltarines, juguetones. Hechos a mano, sus poemas de papel.
Yo ya conocía los poemas. Ya había ido a la lectura de algunos de ellos, hace casi un año, en el Faro de Oriente. También ahí se despidió Alejandro. También ahí muchos de sus amigos lloramos quedito, por dentro, suavecito. Un llorar de agua dulce. Pero en esta segunda ocasión, además del llanto, sucedió un milagro. De pronto desaparecieron los lamentos, las quejas, las palabras violentas. Las lenguas que no buscan, los ojos cerrados. Nada importaba más que el poema hablado de Alejandro Aura. Un Alejandro que a la orilla de cada página, se lanza a los brazos de las musas, de Milagros, de todas sus mujeres, de sus amigos, sus hijos, a los brazos de la vida en la que ha aprendido a estar tan bien, pero tan bien que contagia. Por eso nunca dejaremos de darle las gracias. Por el contagio de vida. De creatividad, de risa, de ocurrencia. Alejandro Aura le hizo esa noche una caravana a las personas que está ya echando tanto de menos, como lo narra en su poema de despedida, y dijo adiós. Con las manos otra vez abiertas, los amorosos le aplaudieron e hicieron suya su secreta esperanza. Aunque sepamos que no tiene fundamento; aunque Alejandro nos haya dicho que ya revisó la historia y que todos, absolutamente todos han muerto. Pero no todos han estado, como Alejandro, tan bien aquí.
Llevo un año de mirar a mi ciudad con ojos nuevos. Veinte años atrás me marché sin saber cuándo habría de volver. O si volvería o no. Veinte años atrás la vida, mi vida, no conocía la premura. El tiempo era tan sólo pinceladas de tiempo. El sol, la luna, un ciclo delante del otro. O atrás. Me fui de mi ciudad sin saber qué encontraría al regreso. Y encontré vida, raudales de vida. Al filo de la desesperanza, pero vida.Que si no leo lo que yo misma he escrito sobre la criminalidad, la colombianización de México, el susto de muerte que se llevó la pobre de mi madre con mi secuestro virtual, ¡qué infamia! Que si no miro las desigualdades, el hambre, a los violadores, pederastas, rateros, la crueldad en las uñas de los que ofrecen droga a los chamacos; los valores hechos trizas de los adolescentes que salen al mundo con una botella de alcohol en la mano. La sed. Que si no me doy cuenta de que ya nadie, o casi nadie, se conmueve frente a una obra de arte. Un Toledo, un Felguérez, un Tamayo, un Cuevas, un Rivera, un Siqueriros, se admiran según el precio que les coloca el mercado.
Eso dicen muchos, no todos, pero muchos de mis amigos que se quedaron en esta ciudad o en algún otro rincón de México y que han visto cerrarse, una a una, las sabias manos de los amorosos.Que deje de soñar. Que me esté quieta, me aconsejan mis amigos con palabras como puñales.Hay los que no me dan consejo alguno, pero que llevan una capa de concreto encima. Como una piedra atada al pié que ya no usan. O un gemido hueco, permanente, hilvanado en las pupilas de la nada. Una y otra vez el vacio encima del vacio. El grito que destiñe cualquier verdad que quepa adentro de su mundo. Un mundo sin susurros, sin labios que besar.
He estado a punto de estar triste. O lo he estado muchas veces. Triste de otros que desconocen el lado gentil de la tristeza. Su fuerza. Su arrojo. Su ruidosa manera de soñar con la vida. Con una vida que, abiertos los brazos, nos hace sentir lo bien que se está aquí. Después de todo.Se está tan bien aquí. Ese es el título del libro de poemas más reciente de Alejandro Aura, el poeta, el dramaturgo, el conductor de programas de radio y televisión. Alejandro Aura, el que abrió las puertas de las calles de la ciudad de México para que se fueran acomodando en ellas una escultura, un canto, un libro, una obra de teatro, un viejo amor. Alejandro Aura, el amigo entrañable, el creador de las mejores carnitas michoacanas en pleno Madrid, el mejor bebedor de mezcal, uno de los seres más versados en cuestiones de vivir.Fui el miércoles pasado al bar “Ronda” en Avenida de la Paz. Un rincón poco usual por el manojo de luz que desparrama en plena noche. Debe ser porque lo llevan Rodrigo Ambris y María Aura que algo aprendió del “Hijo del Cuervo”, cómo no. Ese día Alejandro nos invitó a escucharlo leer sus poemas que es lo que verdaderamente le gusta hace. Leer en voz alta su poesía y mejorar con ello un poco al mundo. Y lo hace casi tan bien como vive. Casi tan bien como convive desde hace ya dos años con su cáncer. En voz alta, muy alta. Y la frente, también alta. Y el alma, sobre todo el alma. Alejandro nos convocó para que escucháramos su despedida. Aunque, como él mismo lo dijo: pongan ustedes que no se cumpla. Que no sea este su libro de despedida porque ya volvió a escribir otra gran canastada de poemas frescos. Limpios, saltarines, juguetones. Hechos a mano, sus poemas de papel.
Yo ya conocía los poemas. Ya había ido a la lectura de algunos de ellos, hace casi un año, en el Faro de Oriente. También ahí se despidió Alejandro. También ahí muchos de sus amigos lloramos quedito, por dentro, suavecito. Un llorar de agua dulce. Pero en esta segunda ocasión, además del llanto, sucedió un milagro. De pronto desaparecieron los lamentos, las quejas, las palabras violentas. Las lenguas que no buscan, los ojos cerrados. Nada importaba más que el poema hablado de Alejandro Aura. Un Alejandro que a la orilla de cada página, se lanza a los brazos de las musas, de Milagros, de todas sus mujeres, de sus amigos, sus hijos, a los brazos de la vida en la que ha aprendido a estar tan bien, pero tan bien que contagia. Por eso nunca dejaremos de darle las gracias. Por el contagio de vida. De creatividad, de risa, de ocurrencia. Alejandro Aura le hizo esa noche una caravana a las personas que está ya echando tanto de menos, como lo narra en su poema de despedida, y dijo adiós. Con las manos otra vez abiertas, los amorosos le aplaudieron e hicieron suya su secreta esperanza. Aunque sepamos que no tiene fundamento; aunque Alejandro nos haya dicho que ya revisó la historia y que todos, absolutamente todos han muerto. Pero no todos han estado, como Alejandro, tan bien aquí.
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