La vida de los amigos muertos
Me encontré con un viejo amigo la otra noche, después de no sé ya cuántos años sin vernos. Tropezaron nuestras manos, frases, miradas, el frío viento y las ondas del tiempo también tropezaron. Pudimos habernos visto antes, un mes, un año, un lustro antes; pudimos habernos buscado, preguntado, gritado nuestros nombres por las tardes, pero no fue así, y no tiene importancia. Ahí estábamos Héctor y yo frente a frente la otra noche. Y la fortuna puso un obstáculo a cada uno de los invitados de la cena de mi amigo, de modo que llegaron tarde o no llegaron. Y Héctor y yo tuvimos mucho tiempo para desgajar una a una nuestras historias de vida. Y las de muerte.
Mi amigo y yo tenemos varios muertos en común. Dos nos tocan más hondo el alma. El primero tiene ya más de 30 años de haberse muerto. No sé a Héctor, pero a mí de vez en cuando todavía me hace falta. Sobre todo cuando estoy frente a una chimenea encendida, cuando camino descalza sobre una calle empedrada, o al leer alguno de los poemas que, casi adolescentes, escribimos juntos. Queríamos ser salvados para siempre de todos los males, de todos los aullidos, exigencias, responsabilidades, de todas las miradas expectantes, las voces, los consejos de un mundo que no sentíamos propio. Buscábamos eso: una arma en la poesía. Como una patria, un beso, un credo, un amor. E inventábamos poemas libres como un campo de agua sobre el cual dormir.
Aunque aturdidos, fuimos un grupo de jóvenes privilegiados. Octavio Paz nos abrió un día las puertas de su casa. Y nos enseñó que contar montoncitos de limones de a peso en un mercado, puede ser también un poema. O tres notas del piano. Dos sonrisas aladas, cualquier palabra, cualquier silencio, cualquier sonido que se acomode sobre el hombro del que sigue o dentro, es un poema. Un poema que salva del veneno de las flechas. Eso hacíamos, saltar entre palabras mudas y gritar. Pero un día Joaquín decidió buscar en otros territorios. Cruzar la soledad con los ojos vendados, alcanzar algún sitio entre tanta voluntad opuesta. Desnudarse sin lluvia y morir, sin volver a escuchar la palabra del ángel. De aquél ángel que una noche nos cantó al oído el poema del tiempo. El pasado, el futuro, los dos cielos que tenían la misión de tejernos el alma. En presente.
La muerte de nuestro otro amigo es más reciente. El dolor está fresco, aún la cicatriz se empeña en mostrar sus amplios bordes. Héctor y yo fuimos siempre sus más cercanos amigos. Siempre al lado, siempre risa. Era un amigo de esos que no saben de distancias ni de olvido. Aunque viviéramos en ciudades lejanas, cada cual alzando su vida entre sueños de espuma, o perdidos en ocasiones entre la sombra de un amor que no alcanzó a abrazarnos a tiempo. Aunque viviéramos así, separados por un océano o dos, estuvimos siempre en la mirada de la memoria que juntos levantamos. Aunque no sé si Héctor piensa igual. Ignoro si él también echa de menos, si le duele todavía el silencio de una risa, de una ocurrencia, del habla de unas manos, del discurso que debió haber pronunciado ayer, hace un año, cuando toda la ciudad de México se preparaba para alzar el vuelo. Pero Adolfo murió. No sé Héctor, pero yo no he vuelto a reír con tanta libertad, carcajadas de fuego. Ni mucho menos he vuelto a ver tanto mundo, tantos mares, en una historia narrada a golpe de sonrisas. Eran quizá sus ganas de vivir, de gozar una a una las gotas de la vida, gozar también cada tristeza, cada amor, cada sueño. Cada uno de los poemas que escribió con la mano de su hijo. Aunque no alcanzaron a salvarlo de la muerte.
Me encontré con un viejo amigo la otra noche. Y todavía nos debemos canastadas de palabras. Montañas de risas, una nube completa de lágrimas que apaguen la tristeza. Que saquen a flor de piel nuestro silencio, que lo hundan en un pozo, que nos hagan sentir que ya nadie nos engaña. Ya nada nos perturba de otros. Ni la mirada expectante, ni las voluntades opuestas. Vencimos los temores a golpe de poesía y música. A golpe de vida. Aunque mi amigo diga que no se está tan bien en esta vida; aunque haga un recuento de los dolores que le han agrietado la piel desde niño, aunque no olvide las ocasiones en que el mundo nos ha mutilado, aunque me recuerde las pérdidas, las innecesarias pérdidas que hemos padecido, todavía nos reímos. Los dos pasamos horas otra vez aventando carcajadas de luz en plena noche. Aunque él dice que son recursos que utilizamos para sobrevivir la crueldad de la vida, ríe, recuerda, y vuelve a poseer el arma que lo ha salvado del peor de los males. Existe y pronuncia conmigo la voz de los amigos muertos. Los sentamos a nuestro lado, los hacemos reír, como un poema o una nota musical que nos estalla en el cuerpo.
Mi amigo y yo tenemos varios muertos en común. Dos nos tocan más hondo el alma. El primero tiene ya más de 30 años de haberse muerto. No sé a Héctor, pero a mí de vez en cuando todavía me hace falta. Sobre todo cuando estoy frente a una chimenea encendida, cuando camino descalza sobre una calle empedrada, o al leer alguno de los poemas que, casi adolescentes, escribimos juntos. Queríamos ser salvados para siempre de todos los males, de todos los aullidos, exigencias, responsabilidades, de todas las miradas expectantes, las voces, los consejos de un mundo que no sentíamos propio. Buscábamos eso: una arma en la poesía. Como una patria, un beso, un credo, un amor. E inventábamos poemas libres como un campo de agua sobre el cual dormir.
Aunque aturdidos, fuimos un grupo de jóvenes privilegiados. Octavio Paz nos abrió un día las puertas de su casa. Y nos enseñó que contar montoncitos de limones de a peso en un mercado, puede ser también un poema. O tres notas del piano. Dos sonrisas aladas, cualquier palabra, cualquier silencio, cualquier sonido que se acomode sobre el hombro del que sigue o dentro, es un poema. Un poema que salva del veneno de las flechas. Eso hacíamos, saltar entre palabras mudas y gritar. Pero un día Joaquín decidió buscar en otros territorios. Cruzar la soledad con los ojos vendados, alcanzar algún sitio entre tanta voluntad opuesta. Desnudarse sin lluvia y morir, sin volver a escuchar la palabra del ángel. De aquél ángel que una noche nos cantó al oído el poema del tiempo. El pasado, el futuro, los dos cielos que tenían la misión de tejernos el alma. En presente.
La muerte de nuestro otro amigo es más reciente. El dolor está fresco, aún la cicatriz se empeña en mostrar sus amplios bordes. Héctor y yo fuimos siempre sus más cercanos amigos. Siempre al lado, siempre risa. Era un amigo de esos que no saben de distancias ni de olvido. Aunque viviéramos en ciudades lejanas, cada cual alzando su vida entre sueños de espuma, o perdidos en ocasiones entre la sombra de un amor que no alcanzó a abrazarnos a tiempo. Aunque viviéramos así, separados por un océano o dos, estuvimos siempre en la mirada de la memoria que juntos levantamos. Aunque no sé si Héctor piensa igual. Ignoro si él también echa de menos, si le duele todavía el silencio de una risa, de una ocurrencia, del habla de unas manos, del discurso que debió haber pronunciado ayer, hace un año, cuando toda la ciudad de México se preparaba para alzar el vuelo. Pero Adolfo murió. No sé Héctor, pero yo no he vuelto a reír con tanta libertad, carcajadas de fuego. Ni mucho menos he vuelto a ver tanto mundo, tantos mares, en una historia narrada a golpe de sonrisas. Eran quizá sus ganas de vivir, de gozar una a una las gotas de la vida, gozar también cada tristeza, cada amor, cada sueño. Cada uno de los poemas que escribió con la mano de su hijo. Aunque no alcanzaron a salvarlo de la muerte.
Me encontré con un viejo amigo la otra noche. Y todavía nos debemos canastadas de palabras. Montañas de risas, una nube completa de lágrimas que apaguen la tristeza. Que saquen a flor de piel nuestro silencio, que lo hundan en un pozo, que nos hagan sentir que ya nadie nos engaña. Ya nada nos perturba de otros. Ni la mirada expectante, ni las voluntades opuestas. Vencimos los temores a golpe de poesía y música. A golpe de vida. Aunque mi amigo diga que no se está tan bien en esta vida; aunque haga un recuento de los dolores que le han agrietado la piel desde niño, aunque no olvide las ocasiones en que el mundo nos ha mutilado, aunque me recuerde las pérdidas, las innecesarias pérdidas que hemos padecido, todavía nos reímos. Los dos pasamos horas otra vez aventando carcajadas de luz en plena noche. Aunque él dice que son recursos que utilizamos para sobrevivir la crueldad de la vida, ríe, recuerda, y vuelve a poseer el arma que lo ha salvado del peor de los males. Existe y pronuncia conmigo la voz de los amigos muertos. Los sentamos a nuestro lado, los hacemos reír, como un poema o una nota musical que nos estalla en el cuerpo.
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