Luz Silenciosa
Se llama “Luz silenciosa” y lo es. Y es también un grito transparente, líquido, cristalino, igual que el día. Igual que cualquier día en que el cuerpo aúlla de amor y busca: un relámpago, una ventana encendida, cualquier chispa que brota de la noche, cuando la noche abre los ojos y muere. Muere adentro, donde nace la sombra.Desde que tuve la fortuna de verla, no he dejado de recomendarla, sentirla, recrearla. “Luz silenciosa”, la nueva película de Carlos Reygadas nos conduce a lo más íntimo, a lo más doloroso, a lo más hondo y luminoso de nosotros mismos. El sufrimiento, la pasión, la fatalidad o la ventura de amar a un amor prohibido. Un amor cuyos hilos se tejen y destejen en la historia que Carlos Reygadas nos narra. Se anudan y se desanudan con la libertar necesaria para crear un sueño, un llanto solitario y el estallido de un corazón incapaz de soportar tanto dolor.
Conocí a Carlos Reygadas en Madrid hace casi seis años. Me lo presentó un domingo mi sobrino en el castizo barrio de Lavapiés, donde lo encontramos paseando en bicicleta. Eran los días en que buscaba apoyo entre las almas sensibles de España para terminar la edición y efectos finales de “Japón”, su ópera prima. Unos días después lo invitamos al programa de radio que entonces compartía yo con Alejandro Aura, Eduardo Vázquez y Kiko Helguera en el Círculo de Bellas Artes. Sabíamos muy poco sobre él. Todavía no veíamos su película, pero hablar con él sobre ella, sobre el lenguaje del cine, sobre el tiempo, el ritmo, las ausencias, los milagros, la memoria y su imagen, fue suficiente para que supiéramos que el cine de Carlos Reygadas rompería todos los esquemas. Carlos Reygadas, entonces lo supimos, se convertiría pronto en un artista de los sentidos.
Son los sentidos los que dominan en “Luz silenciosa”. La oración que acarician las manos de los niños, la verdad apenas pronunciada, la risa de unos niños menonitas frente a un cómico belga, el beso expiatorio en los labios, la mirada sobre el blanco cadáver de una esposa que no teme el temor hacia Dios del hombre al que ama. El pecado no es del que peca, parece decirnos Reygadas. La culpa es la condena de quien se pronuncia culpable.Las palabras sobran. Nada hay más sonoro que la luz que se derrama sobre lo cotidiano de la comunidad menonita que Reygadas explora para nosotros. La vida de un hombre enamorado de dos mujeres que lo aman. Habrá muchos a quienes les parezca un paraíso. Amado por la esposa y por la amante amado. Pero el dolor se abre paso, rasga, cuartea todo, o casi todo. El dolor de causar dolor aún existe. Es real. Y puede reventarnos las vísceras.
El dialecto alemán que se habla en la comunidad menonita del norte de México, donde Reygadas se fue a construir la historia, suena dulce, profundo, raro, atractivo. Pero suena poco, porque no es necesario que se escuche más. Lo dramático, lo que fragmenta, desgarra, ensordece, son los roces. Los gestos, el cruce de miradas. Las caricias ausentes. Lo no dicho, lo que se silencia ante centenares de testigos. Ante los sentidos.El alba ocurre. Y con ella, o en ella, el goteo de la luz silenciosa abre el telón a la historia de una comunidad menonita que emigró al norte de México en 1922. Venían huyendo de las guerras. Querían impedir que la violencia les creciera en las venas. Que les cercenara el espíritu. Que los ahogara en el bullicio del mundo.De un mundo donde da igual ser Dios que demonio.En el mundo de la comunidad menonita de “Luz silenciosa”, en cambio, el diablo o Dios son diferentes, aunque compartan el mismo deseo, o por ello.
El padre y el hijo de “Luz silenciosa” padecieron ambos del mal de amar al mismo tiempo a dos mujeres. Al padre, Dios le dijo que debía renunciar al amor prohibido. Al hijo, el demonio le colocó en las manos lo que Dios no le dijo.Desde que tuve la fortuna de verla, no he parado de recomendarla. Este fin de semana quise verla otra vez. “Luz silenciosa” es de esas películas que se pueden o deben ver al menos en dos ocasiones, para ir descubriendo en cada escena, en cada cuadro, en cada luz y aún entre las sombras, el reflejo de lo que antes vimos. Como el juego de los espejos. O como el amor que se goza y se extiende, camina, avanza y se empeña en buscar lo que nunca será. Y como Carlos Reygadas consigue hacernos sentir, se clava en los sentimientos de quienes disfrutamos de su arte. Un arte capaz de transmitir que la vida es el deseo de vida, su pulsación. La única forma de vencer a la penumbra que habita en la muerte, como las gotas de cera encendida que en ocasiones caen, como lluvia, dentro nuestro, ahí donde nace la sombra.
1 comentario:
Hola, María
Me interesa entrevistarte con respecto a tus encuentros con Reygadas, ¿tienes tiempo?
Gracias
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